La luna estaba baja, a sus espaldas, y no pudo ver nada más amenazador que las oscuras sombras de los matorrales y de los árboles; sí pudo oír, sin embargo, un retumbo terrorífico de zancadas que se acercaban por el otro lado del altozano.
Egidio no se sintió ni audaz ni rápido, dijese Águeda lo que quisiese; pero estaba más preocupado por sus bienes que por su piel. Así que con la sensación de que el cinto le quedaba un poco flojo se dirigió hacia lo alto de la colina. De repente, justo sobre el borde de la cima, se recortó el rostro del gigante, pálido a la luz de la luna, que se reflejaba en sus enormes ojos redondos. Sus pies se encontraban aún bastante más abajo, horadando los campos. La luna deslumhraba al gigante, que no vio al granjero. Pero Egidio sí lo vio a él, y recibió un susto de muerte. Sin darse cuenta apretó el gatillo, y el trabuco se disparó con una detonación ensordecedora. Apuntaba por casualidad más o menos a la horrible carota del gigante. Volando salieron los desechos, las piedras y los huesos, los pedazos de la olla y los alambres, y hasta media docena de clavos. Y como la distancia era en realidad corta, más por azar que por intención del granjero muchos de estos objetos alcanzaron al gigante: un pedazo de la olla se le incrustó en un ojo y un enorme clavo se le hincó en la nariz.
—¡Maldición! —dijo el gigante con su grosera forma de hablar—. ¡Me han picado!
El ruido no le había causado ninguna impresión (era bastante sordo), pero el clavo no le agradó. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se había encontrado con un insecto lo suficientemente violento como para atravesar su gruesa piel; pero había oído contar que lejos, en los pantanos del este, había libélulas cuyas picaduras eran como las de unas tenazas al rojo. Supuso que se había topado con algo por el estilo.
—¡Parajes asquerosos e insanos, está claro! —dijo—. No es camino para esta noche.
Así que recogió de la ladera un par de ovejas para prepararse la comida cuando llegase a casa y cruzó de nuevo el río, poniendo a toda prisa rumbo al nordeste. Por fin encontró el camino de casa, pues ahora sí había tomado la dirección oportuna; pero el hondón de la olla de cobre estaba completamente quemado.
Por lo que se refiere a Egidio el granjero, cuando el trabuco se disparó el retroceso lo derribó de espaldas; y allí se quedó mirando las estrellas y preguntándose si los pies del gigante lo alcanzarían cuando pasase a su lado. Pero no ocurrió nada, y el ruido de las pisadas se perdió en la distancia. De modo que se levantó, se frotó el hombro y recogió el trabuco. Fue entonces cuando oyó las aclamaciones de la gente.
La mayor parte de los habitantes de Ham habían estado atisbando desde sus ventanas; algunos se habían vestido y habían salido a la calle (después de que el gigante se hubo marchado). Unos cuantos subían ahora a la colina gritando.
Los aldeanos habían oído el horrible estruendo de los pies del gigante y la mayoría se había metido enseguida bajo las sábanas; algunos incluso bajo la cama. Garm se sentía al mismo tiempo orgulloso y asustado de su amo. Le resultaba espléndido y terrible cuando se enfadaba; y, claro, suponía que cualquier gigante pensaría lo mismo. De forma que cuando vio a Egidio salir armado con el trabuco (indicio por lo general de una enorme ira), se precipitó hacia el pueblo ladrando y gritando:
—¡Salid, salid, salid! ¡Levantaos, levantaos! ¡Acudid a ver a mi poderoso amo, su valentía y decisión! ¡Va a disparar a un gigante intruso! ¡Salid!
La cima del altozano resultaba visible desde la mayoría de las casas. Cuando la gente y el perro vieron que la faz del gigante asomaba por encima, quedaron sobrecogidos y contuvieron el aliento, y todos menos Garm pensaron que el asunto era demasiado grave para que Egidio pudiera salir airoso. Fue en ese momento cuando se disparó el trabuco, y el gigante dio media vuelta a toda prisa y desapareció, y sorprendidos y alegres todos aplaudieron y vitorearon, y Garm casi se quedó ronco de tanto ladrar.
—¡Hurra! —gritaban—. ¡Así aprenderá! Maese AEgidius le ha dado su merecido. Se marcha a casa ahora herido de muerte, como es justo.
Y todos juntos volvieron a vitorearlo. Pero incluso mientras gritaban tomaron buena nota, por la cuenta que les tenía, de que después de todo aquel trabuco podía disparar. En las tabernas del pueblo había habido algunas discusiones sobre este punto, pero ahora la cuestión quedaba zanjada. Egidio el granjero tuvo pocos problemas con los intrusos después de aquello.
Cuando todo pareció estar en calma, algunos de los vecinos más resueltos subieron a estrecharle la mano. Unos pocos (el párroco, el herrero, el molinero y otras dos o tres personas de bien) le dieron palmaditas en la espalda. Aquello no le gustó mucho (la tenía muy dolorida), pero se creyó obligado a invitarlos a su casa. En la cocina se sentaron en corro y brindaron a su salud, alabándolo a voces. No hizo ningún esfuerzo por ocultar sus bostezos, pero no se dieron por enterados mientras duró la bebida. Terminada la primera o segunda ronda (y el granjero la segunda o tercera), comenzó a sentirse un valiente; cuando todos llevaban consumida la segunda o tercera (él iba ya por la quinta o sexta), se sintió ya tan valiente como su perro le creía. Se despidieron como buenos amigos; y les palmeó las espaldas con entusiasmo. Tenía las manos grandes, rojas y gruesas; así que se tomó cumplida venganza.
Al día siguiente se dio cuenta de que el suceso se había acrecentado al correr de boca en boca, y que él se había convertido en un personaje importante en la localidad. Mediada la semana siguiente, las nuevas habían alcanzado ya todos los pueblos en un radio de veinte millas. Se había convertido en el héroe de la región. Lo encontró muy halagador. En la siguiente feria bebió gratis lo suficiente para mantener a flote una barca, es decir, que casi colmó su medida, y volvió a casa entonando viejas canciones de guerra.
Finalmente, incluso el rey oyó hablar de él. La capital de aquel país (llamado en aquellos días venturosos el Reino Medio) se encontraba a unas veinte leguas de Ham, y en la corte se prestaba poca atención por regla general a las hazañas de los aldeanos en las provincias. Pero la expulsión expeditiva de tan peligroso gigante parecía merecer alguna consideración y una pequeña recompensa. De modo que a su debido tiempo (es decir, unos tres meses después, y en la fiesta de San Miguel), el rey envió una carta espléndida. Iba en tinta roja sobre pergamino blanco, y manifestaba el regio beneplácito a «nuestro leal y bienamado subdito AEgidius Ahenobarbus Julius Agricola de Hammo».
La carta llevaba por firma un borrón rojo, pero el escribano de la corte había añadido:
Ego Augustus Bonifacius Ambrosius Aurelianus Antoninus Pius et Magnifícus; dux rex, tyrannus et Basileus Mediterranearum Partium, subscribo.
Así que no había duda de que el documento era auténtico. A Egidio le proporcionó una enorme alegría, y muchos vecinos acudieron a admirarlo, en especial al darse cuenta de que podían obtener un asiento y un trago junto al fuego del granjero cuando le pedían verlo.
Mejor que el documento era el regalo que lo acompañaba. El rey enviaba un cinto y una larga espada. En realidad, el monarca no la había usado nunca. Pertenecía a su familia y había estado colgada en la armería más tiempo del que se pueda recordar. El armero no habría sabido decir cómo llegó allí o qué uso podía dársele. Las espadas sencillas y recias como aquélla ya no estaban de moda en la corte, así que el rey pensó que era el tipo de regalo apropiado para un rústico. Pero el granjero Egidio quedó encantado y su reputación se hizo enorme.
Egidio disfrutó mucho con el giro que habían tomado los acontecimientos. También su perro. Nunca recibió el vapuleo prometido. El granjero era un hombre justo para sus luces, y en su interior concedía una buena parte del mérito a Garm, aunque jamás llegara a confesarlo. Siguió lanzándole denuestos y objetos contundentes cuando le venía en gana, pero hacía la vista gorda a muchas de sus pequeñas correrías. A Garm le había dado por hacer largos paseos. El granjero comenzó a pisar fuerte y la suerte le sonrió. En el otoño y primeros días del invierno el trabajo marchó bien. Todo parecía ir viento en popa..., hasta que llegó el dragón.
En aquellos días los dragones comenzaban a escasear en la isla. Hacía muchos años que no se había visto ninguno en las zonas habitadas del reino de Augustus Bonifacius. Estaban, claro, las ignotas comarcas fronterizas y las montañas despobladas hacia el norte y el oeste, pero quedaban muy distantes. Allí había morado en otro tiempo cierto número de dragones de una u otra especie, que habían llevado a cabo profundas y extensas incursiones. Pero entonces el Reino Medio era famoso por el arrojo de los caballeros de su corte, y fueron tantos los dragones errantes a los que dieron muerte, o que huyeron con graves heridas, que los demás cesaron de merodear por aquellas rutas.
Todavía se conservaba la costumbre de servir al rey cola de dragón en el banquete de Navidad, y cada año se elegía un caballero que se encargaba de la caza. Debía salir el día de San Nicolás y regresar con una cola de dragón antes de la víspera de la celebración. Pero hacía ya muchos años que el cocinero real venía preparando un plato exquisito: una imitación de cola de dragón, hecha de hojaldre y pasta de almendras, con escamas bien simuladas de azúcar glaseado. El caballero elegido la presentaba luego en el salón del banquete, en Nochebuena, mientras tocaban los violines y sonaban las trompetas. La cola se servía como postre el día de Navidad, y todo el mundo comentaba (para complacer al cocinero) que sabía mucho mejor que la auténtica.
Así estaban las cosas, cuando hizo su aparición un dragón de verdad. Casi toda la culpa era del gigante. Después de la aventura tomó por costumbre recorrer las montañas visitando a sus desperdigados parientes con mayor frecuencia de lo habitual, y mucha más de la que ellos apetecían. Porque siempre andaba buscando que le prestasen una olla grande de cobre. Pero lo consiguiese o no, acostumbraba sentarse y perorar en su cansino y pesado estilo sobre el excelente país que quedaba a cierta distancia al oriente y todas las maravillas del Ancho Mundo. Se le había metido en la cabeza que era un magnífico y osado explorador.
—Preciosas tierras —solía decir—, totalmente llanas, de suave andadura, y llenas de alimentos al alcance de la mano: ya sabéis, vacas y ovejas por todas partes, fáciles de ver, si uno mira con cuidado.
—Y ¿cómo es la gente? —le preguntaban.
—Nunca vi a nadie —decía—. No vi ni oí a caballero alguno, muchachos. Lo peor son las picaduras de los insectos junto al río.
—¿Y por qué no vuelves y te quedas allí? —le dijeron.
—¡Ah, bueno!, dicen que no hay nada como el hogar. Pero quizá vuelva algún día, si me da por ahí. En cualquier caso ya estuve una vez, que es más de lo que la mayoría puede decir. Y en cuanto a la olla...
—Y esas tierras tan ricas —se apresuraban a interrumpirlo—, esas apetitosas regiones, llenas de un ganado que nadie vigila, ¿en dónde están?, ¿a qué distancia?
—¡Oh! —contestaba—, allá por el este o sudeste. Pero es un largo camino.
Y añadía una relación tan exagerada de la distancia que había recorrido, de los bosques, colinas y llanuras que había cruzado que ninguno de los otros gigantes de menor zancada se decidió nunca a emprender el viaje. A pesar de lo cual las habladurías se siguieron propalando.
Al cálido verano sucedió un invierno duro. En la Montaña el frío era gélido y escaseaba la comida. Los comentarios aumentaron. Se volvía una y otra vez sobre las ovejas de las tierras llanas y las vacas de los pastos bajos. Los dragones estiraban las orejas. Estaban hambrientos, y aquellos rumores resultaban atrayentes.
—¿Así que los caballeros son un mito? —decían los dragones más jóvenes y de menor experiencia—. Siempre nos lo pareció.
—Al menos deben de haber empezado a escasear —pensaron los más ancianos y sabios de la especie—; están lejos y son pocos, y ya no representan ningún peligro.
Uno de los dragones se sintió profundamente interesado. Su nombre era Crisófilax Dives, pues era de linaje antiguo e imperial, y muy rico. Era astuto, inquisitivo, ambicioso y bien armado, aunque no temerario en exceso. Pero en cualquier caso no sentía ningún temor de moscas e insectos, cualquiera que fuese su clase o tamaño, y tenía un hambre de muerte.
De modo que un día de invierno, más o menos una semana antes de Navidad, Crisófilax desplegó sus alas y partió. Aterrizó con sigilo a media noche, justo en el corazón de los dominios de Augustus Bonifacius rex et basileus. En poco tiempo causó grandes daños: destrozó, quemó y devoró ovejas, reses y caballos.
Todo esto ocurría en una región alejada de Ham. Lo que no fue obstáculo para que Garm se llevara el mayor susto de su vida. Había emprendido una larga expedición y, aprovechándose de la buena disposición de su amo, se había aventurado a pasar una noche o dos lejos de casa. Estaba enfrascado siguiendo un rastro en la espesura del bosque cuando a la vuelta de un recodo percibió de súbito un nuevo y alarmante olor. Se topó, tropezó en realidad, con la cola de Crisófilax Dives, que acababa de aterrizar. Nunca un perro giró sobre su rabo y salió disparado hacia la casa con mayor celeridad que Garm. El dragón oyó su aullido y se volvió rugiendo; pero Garm estaba ya lejos de su alcance. Corrió durante el resto de la noche y llegó a casa hacia la hora del desayuno.
—¡Socorro, socorro, socorro! —gritó desde la puerta trasera.
Egidio oyó los ladridos y no le gustaron. Le hicieron recordar que cuando todo va bien es cuando surgen los imprevistos.
—Mujer —dijo—. Haz entrar a ese maldito perro y dale de palos.
Garm entró en la cocina hecho un ovillo y con la lengua fuera.
—¡Socorro! —gritó.
—¿Qué has estado haciendo esta vez? —preguntó Egidio, que le arrojó una salchicha.
—Nada —jadeó Garm, demasiado aturdido para reparar en la salchicha.
—Bueno, deja ya de ladrar, o te despellejo —dijo el granjero.
—No he hecho nada malo, no quería hacer ningún daño —dijo el perro—, pero me tropecé por casualidad con un dragón y me di un susto terrible.
Al granjero se le atragantó la cerveza.
—¿Dragón? —exclamó—. ¡Maldito seas, inútil metomentodo! ¿Para qué necesitabas ir en busca de un dragón en esta época del año y cuando yo estoy tan ocupado? ¿Dónde fue?
—¡Oh! Al norte de las colinas, muy lejos de aquí, más allá de los Menhires y toda aquella parte —dijo el perro.