Cuentos desde el Reino Peligroso (6 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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—¡Allí está! ¡Allí está! —gritó—. ¡De nuevo molestando a los rayos de luna, maldita sea! ¡Baja de ahí, chico! ¡Baja de ahí, chico! — añadió hablándole al aire, y en seguida se puso a silbar una larga y clara tonada.

Rover levantó los ojos y miró al aire, pensando que el divertido viejo tenía que estar loco al silbar a un perro que estaba arriba en el cielo; pero vio con asombro un perro pequeño de alas blancas que muy por encima de la torre perseguía unas cosas que parecían mariposas transparentes.

—¡Rover! ¡Rover! —gritó el viejo; y justamente cuando nuestro Rover saltó sobre el lomo de Mew para decir «¡Aquí estoy!», sin detenerse a preguntar cómo era que el viejo sabía cómo se llamaba, vio que el pequeño perro volador descendía directamente del cielo y se posaba en los hombros del viejo.

Entonces se dio cuenta de que el perro del Hombre de la Luna se tenía que llamar también Rover. No le gustó, pero como nadie se preocupaba por él, se tendió de nuevo y empezó a gruñir entre dientes.

El Rover del Hombre de la Luna tenía buen oído y al momento saltó hasta el tejado de la torre ladrando como loco; luego se detuvo y gruñó:

—¿Quién trajo ese otro perro?

—¿Qué otro perro? —dijo el Hombre.

—Ese ridículo, pequeño chucho que está en el lomo de la gaviota —dijo el perro de la luna.

Entonces, como es natural, Rover saltó de nuevo y ladró con todas sus fuerzas:

—¡Tú sí que eres un ridículo, pequeño chucho! ¿Quién dijo que te podías llamar Rover, si te pareces más a un gato o a un murciélago que a un perro?

Ahí puedes ver que los dos iban a hacerse muy amigos antes de que pasase mucho tiempo. En cualquier caso, ésa es la manera como los perros pequeños hablan usualmente a los forasteros de su misma especie.

—¡Eh, vosotros dos, levantad el vuelo! ¡Y dejad de hacer tanto ruido! Quiero hablar con el cartero —dijo el Hombre.

—¡Ven aquí, chiquitín! —dijo el perro de la luna; y Rover recordó entonces que efectivamente era muy chiquitín, incluso al lado del perro de la luna, que sólo era pequeño; y en lugar de lanzar un rudo ladrido, sólo dijo:

—Ya me gustaría, si tuviera alas y supiera volar.

—¿Alas? —dijo el Hombre de la Luna—. ¡Eso es fácil! ¡Ten un par y vete!

Mew rió, y efectivamente lo arrojó fuera del lomo, por encima del borde del tejado de la torre. Pero Rover no había hecho más que abrir la boca, y sólo se había imaginado cayendo y cayendo como una piedra sobre las blancas rocas del valle, kilómetros hacia abajo, cuando descubrió que le habían regalado un par de hermosas alas blancas con puntos negros (para que le hicieran juego con el pelo). No obstante, había recorrido un largo trayecto antes de que pudiera dejar de caer, pues no estaba acostumbrado a las alas. Para eso necesitó un rato, aunque ya antes el Hombre de la Luna había dicho a Mew que su Rover había estado persiguiendo al perro de la luna alrededor de la torre. Empezaba a cansarse de aquellos primeros esfuerzos, cuando el perro de la luna descendió hasta la cima de las montañas y se posó en el borde del precipicio, a los pies de las paredes. Rover bajó detrás de él, y pronto los dos estuvieron sentados uno al lado del otro, tomando aliento con la lengua fuera.

—De modo que te llamas Rover por mí —dijo el perro de la luna.

—No por ti —dijo nuestro Rover—. Estoy seguro de que mi ama nunca había oído hablar de ti cuando me puso mi nombre.

—Eso no importa. Yo fui el primer perro que se llamó Rover, el Vagabundo, hace miles de años; por lo tanto, ¡a ti te tuvieron que poner el nombre de Rover después de mí! ¡Yo también era un vagabundo! Nunca me quedaba quieto en un sitio, ni pertenecí a nadie antes de venir aquí. Desde que era un cachorro no hice otra cosa que escaparme; y estuve corriendo y vagabundeando hasta que una bonita mañana, una mañana muy bonita, con el sol en mis ojos, caí por el borde del mundo mientras perseguía una mariposa.

»¡Una sensación horrible, te lo aseguro! Afortunadamente en ese momento la luna pasaba por debajo del mundo, y después de descender durante unos momentos espantosos a través de las nubes, y dar contra estrellas fugaces, y cosas parecidas, caí en ella. Fui a parar a una de las enormes redes plateadas que las gigantescas arañas grises tejen aquí, de una montaña a otra, y justamente la araña se disponía a bajar por la escalera de hilos para regañarme y sacarme de allí, cuando apareció el Hombre de la Luna.

»El ve absolutamente todo lo que ocurre a este lado de la luna con ese telescopio suyo. Las arañas le tienen miedo, porque sólo las deja en paz si tejen hilos y cuerdas de plata para él. El Hombre tiene sospechas más que fundadas de que ellas capturan los rayos de luna, que son de él, y eso no está dispuesto a permitirlo, a pesar de que dicen que ellas viven exclusivamente de alevillas y murciélagos de las sombras. En la escalera de la araña el Hombre encontró alas de rayos de luna y convirtió rápidamente a la araña en una piedra. Luego me agarró y me dio unas palmaditas y dijo:

»"¡Ha sido una caída terrible! Será mejor que tengas un par de alas para prevenir cualquier otro accidente, ¡y ahora sal volando y diviértete! ¡No te preocupes de los rayos de luna, y no mates mis conejos blancos! ¡Y vuelve a casa cuando tengas hambre, la ventana del techo está normalmente abierta!"

»Yo creía que era un individuo honrado, pero más bien loco. Pero no te equivoques en esto de su locura. En verdad yo no me atrevería a causar daño a sus rayos de luna o a sus conejos. Puede transformarte y darte formas horriblemente incómodas. ¡Y ahora dime por qué viniste con el cartero!

—¿El cartero? —dijo Rover.

—Sí, Mew, el cartero del viejo hechicero de la arena, naturalmente —dijo el perro de la luna.

Apenas había acabado Rover el relato de sus aventuras cuando oyeron silbar al Hombre. Corrieron hasta el tejado. El viejo estaba sentado allí, con las piernas colgando del borde, arrojando sobres al aire con la misma rapidez con que abría las cartas. El viento los transportaba en remolinos, hasta el cielo, y Mew volaba tras ellos y los capturaba y los metía luego en una pequeña bolsa.

—Acabo de leer sobre ti, Roverandom, mi pequeño perro — dijo—. (Yo te llamo Roverandom y Roverandom tendrás que ser; aquí no puedo tener dos Rovers.) Y estoy totalmente de acuerdo con mi amigo Sámatos (no quiero poner esa ridicula P para complacerle) en que ha sido mejor para ti detenerte aquí un momento. También he recibido una carta de Artajerjes, si sabes quién es, e incluso si no lo sabes, en la que me dice que te haga volver en seguida. Parece muy molesto contigo por haberte escapado, y con Sámatos por haberte ayudado. Pero a nosotros no nos preocupa, y tú tampoco tienes por qué preocuparte, mientras estés aquí.

—¡Ahora sal volando y diviértete! No te preocupes por los rayos de luna, y no mates mis conejos blancos, y ven a casa cuando tengas hambre! ¡La ventana del tejado está normalmente abierta! ¡Adiós!

El Hombre de la Luna desapareció inmediatamente en el aire tenue; y todo aquel que ha estado allí te dirá lo sumamente tenue que es el aire de la luna.

—¡Bueno, adiós, Roverandom! —dijo Mew—. Espero que te diviertas armando trifulcas con los brujos. Adiós por ahora. No mates a los conejos blancos, y todo irá bien, y volverás a casa sano y salvo, tanto si quieres como si no.

Entonces, Mew salió volando tan rápidamente que antes de que pudieras decir «¡zas!» se convirtió en un puntito en el cielo, y luego desapareció. Ahora Rover no sólo volvía a tener el tamaño de un juguete sino que además le habían cambiado el nombre, y lo habían dejado completamente solo en la luna, completamente solo si no fuera por el Hombre de la Luna y su perro.

A Roverandom —como también nosotros haremos bien en lla-marlo, a partir de ahora, para evitar confusiones— no le importaba. Las nuevas alas eran muy divertidas, y la luna llegó a parecerle un lugar muy interesante, de modo que se olvidó de seguir pensando por qué Psámatos lo había enviado allí. Aún tenía que transcurrir mucho tiempo antes de que lo averiguara.

Mientras tanto vivió toda suerte de aventuras, en solitario y con el Rover de la luna. No volaba muy a menudo por los aires, lejos de la torre, pues en la luna, y especialmente en el lado blanco, los insectos son muy grandes y feroces, y a menudo tan pálidos y tan transparentes y tan silenciosos que es difícil oírlos o verlos venir. Los rayos de luna sólo brillan y vibran, y Roverandom no les tenía miedo; las grandes alevillas blancas con ojos feroces eran mucho más inquietantes; y había moscas espada y escarabajos de cristal con mandíbulas como cepos de acero, y unicornios pálidos con aguijones como lanzas, y cincuenta y siete variedades de arañas dispuestas a engullir todo lo que capturaban. Y peor que los insectos eran los murciélagos de las sombras.

Roverandom hacía lo que los pájaros hacían en aquel lado de la luna: volaba muy poco, excepto cerca de casa, o en espacios abiertos con buena visión todo alrededor, y lejos de los sitios donde se escondían los insectos; y andaba de un sitio a otro muy silenciosamente, sobre todo en el bosque. Allí la mayoría de las cosas se hacían en silencio, y hasta los pájaros rara vez cantaban. Los ruidos que había, venían sobre todo de las plantas. Las flores —las campanas blancas, las campanas claras y las campanas de plata, las campanas tintineantes y las trompetitas y los cuernos de crema (una crema muy pálida) y muchos otros con nombres intraducibles— emitían tonadas durante todo el día. Y las hierbas-plumas y los helechos —cuerdas de violín mágicas, polifonías y lenguas de bronce y ruidos del bosque— y todas las cañas de los estanques blancos como leche continuaban la música, suavemente, inclusive de noche. De hecho allí siempre se oía una música tenue.

Pero los pájaros guardaban silencio; casi todos eran muy pequeños, brincaban de un lado a otro, sobre la hierba gris, debajo de los árboles, eludiendo las moscas y los moscardones; y muchos habían perdido las alas o habían olvidado cómo utilizarlas. Roverandom acostumbraba a sorprenderlos en sus pequeños nidos terrestres, cuando caminaba quedamente sobre la hierba pálida, persiguiendo a los pequeños ratones blancos o husmeando ardillas grises en los lindes del bosque.

Los bosques estaban llenos de campanitas de plata; cuando las vio por primera vez todas tañían suavemente al unísono. Los tallos negros emergían, altos como iglesias, de la alfombra plateada, y estaban cubiertos con hojas azul claro que nunca caían, de modo que ni siquiera el más largo telescopio de la tierra ha visto alguna vez aquellos altos tallos o las campanitas de plata que hay debajo de ellos. Más adelante, dentro del mismo año, todos los árboles se llenaban de flores doradas; y como los bosques de la luna son casi interminables, no cabe duda de que esto altera la imagen de la luna desde abajo, desde la tierra.

Pero no debes pensar que Roverandom se pasaba todo el tiempo vagabundeando. Después de todo, los perros sabían que el ojo del Hombre estaba fijo en ellos, y emprendían numerosas aventuras y se divertían de lo lindo. A veces recorrían kilómetros y kilómetros y durante días se olvidaban de volver a la torre. Una o dos veces subieron a las montañas lejanas, hasta que, al mirar atrás, sólo podían ver la torre de la luna como una aguja brillante en la distancia; y se sentaron en las rocas blancas y contemplaron las diminutas ovejas (no más grandes que el Rover del Hombre de la Luna) que vagaban en rebaños por las laderas de las colinas. Cada oveja llevaba una esquila dorada, y cada esquila sonaba cada vez que una oveja movía una pata hacia adelante para tomar un bocado fresco de hierba gris; y todas las esquilas tañían armoniosamente y todas las ovejas brillaban como nieve, y nadie las molestaba. Los Rovers estaban demasiado bien educados (y tenían demasiado miedo al Hombre) para hacer una cosa así, y en toda la luna no había otros perros, ni vacas, ni caballos, ni leones, ni tigres, ni lobos; de hecho, nada con cuatro patas más grande que los conejos y las ardillas (y además del tamaño de un juguete), aunque ocasionalmente se podía ver, meditando en actitud solemne, un enorme elefante blanco casi tan grande como un burro. No he mencionado los dragones, porque aún no entran en la historia, y en cualquier caso vivían a mucha distancia, lejos de la torre, pues tenían mucho miedo al Hombre de la Luna, excepto uno (y aun él le tenía un poco de miedo).

Cada vez que los perros volvían a la torre y entraban volando por la ventana, encontraban la comida a punto, como si lo hubieran planeado; pero rara vez veían u oían al Hombre. Este tenía un taller abajo, en los sótanos, y por las escaleras acostumbraban a subir nubes de vapor blanco y niebla gris que se disolvían al salir por las ventanas superiores.

—¿Qué hace él solo todo el día? —dijo Roverandom a Rover.

—¿Hacer? —dijo el perro de la luna—. Oh, durante todo el día está bastante ocupado; aunque desde que llegaste parece aún más ocupado de lo que yo le había visto durante mucho tiempo. Inventando sueños, creo yo.

—¿Y para quién los inventa?

—¡Oh, para los del otro lado de la luna! En este lado nadie sueña; todos los que sueñan van a la parte de atrás.

Roverandom se sentó y se rascó; le pareció que la explicación no explicaba nada. El perro de la luna ya no le diría más, y si me preguntas, te diré que él tampoco sabía mucho del tema.

Sin embargo, poco después ocurrió algo que alejó de golpe, por algún tiempo, tales cuestiones de la mente de Roverandom. Los dos perros salieron y tuvieron una aventura muy emocionante, demasiado emocionante mientras duró; pero fue culpa de ellos. Estuvieron varios días fuera, mucho más lejos que nunca desde la llegada de Roverandom; y no se les ocurrió pensar a dónde se dirigían. De hecho, salieron y se perdieron; y, al equivocar el camino, se alejaron más y más de la torre cuando pensaban que estaban regresando. El perro de la luna decía que ya había recorrido todo el lado blanco de la luna y se lo conocía todo de memoria (era muy dado a exagerar), pero a la postre tuvo que admitir que el paisaje le resultaba un poco extraño.

—Me temo que ha transcurrido mucho tiempo desde que llegué aquí —dijo—, y estoy empezando a olvidarlo un poco.

En realidad, el perro de la luna nunca había estado allí con anterioridad. Sin darse cuenta, se habían acercado demasiado al borde sombrío del lado oscuro, donde había toda suerte de cosas semiolvidadas, y los caminos y los recuerdos se confundían. Cuando se sintieron seguros de que por fin estaban en el camino de vuelta correcto, se sorprendieron al comprobar que delante de ellos se alzaban unas montañas silenciosas, desnudas e inquietantes; y esta vez el perro de la luna no presumió de haberlas visto antes. Eran grises, no blancas, y parecía como si estuvieran hechas de viejas, frías cenizas; y entre ellas se extendían largos y oscuros valles, sin signos de vida.

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