A Rover esto no le gustó en absoluto, y se atrevió a decir que si volvía a casa tan pequeño era posible que nadie lo reconociera, salvo el gato Tinker; y en su estado actual no le gustaba mucho que Tinker lo reconociera.
—¡Muy bien! —dijo Psámatos—. Tenemos que pensar alguna otra cosa. Mientras tanto, como ya eres nuevamente real, ¿te gustaría comer algo?
Antes de que Rover tuviera tiempo de decir «¡sí, por favor! ¡Sí! ¡POR FAVOR!», en el arenal, delante de él, apareció un platito con pan y salsa y dos huesos menudos, del tamaño adecuado, y un pequeño bol lleno de agua con BEBE PERRITO BEBE escrito alrededor de él en pequeñas letras azules. Rover comió y bebió todo lo que había, antes de preguntar:
—¿Cómo lo has hecho? ¡Muchas gracias!
Rover se acordó al momento de añadir «muchas gracias», pues los brujos y los de su especie parecían gente un poco quisquillosa. Psámatos sólo sonrió; por tanto Rover siguió tendido en la arena caliente y se puso a dormir, y soñó con huesos, y con gatos a los que perseguía hasta que se encaramaban a un ciruelo sólo para ver que se convertían en brujos con sombreros verdes que le arrojaban ciruelas enormes, como calabazas. Y durante todo el tiempo estuvo soplando un viento suave, de modo que Rover quedó casi sepultado en la arena.
Por eso es por lo que los niños nunca lo encontraron, a pesar de que bajaron a propósito a la ensenada para buscarlo, tan pronto como Dos se dio cuenta de que lo había perdido. Esta vez su padre estaba con ellos; y después de buscar y buscar hasta que el sol empezó a descender y llegó la hora del té, no quiso permanecer más tiempo allí y los llevó de regreso a casa: sabía demasiadas cosas extrañas acerca de aquel lugar. Después de aquello, Dos se tuvo que contentar durante algún tiempo con un perro de juguete de tres peniques (de la misma tienda); pero, a pesar de haberlo tenido durante un tiempo tan corto, nunca olvidó a su perrito suplicante.
Sin embargo, en este momento te lo puedes imaginar sentado, muy triste, delante de su taza de té, sin perro; mientras tanto, muy lejos tierra adentro, la anciana señora que había cuidado de Rover y lo había mimado cuando era un animal normal, de tamaño normal, estaba escribiendo un anuncio para localizar un perrito perdido: «orejas blancas y negras, responde al nombre de Rover»; y mientras tanto el propio Rover dormía lejos, en el arenal, y Psámatos dormitaba junto a él con los cortos brazos plegados sobre la gorda barriga.
C
uando Rover despertó, el sol estaba muy bajo; la sombra de los acantilados caía directamente sobre el arenal, y a Psámatos no se le veía por ninguna parte. Una gran gaviota se había posado muy cerca y lo miraba, y por un momento Rover tuvo miedo de que se lo fuera a comer.
Pero la gaviota dijo:
—¡Buenas tardes! He estado esperando mucho tiempo a 4ue despertaras. Psámatos dijo que despertarías hacia la hora del té, pero ya hace mucho tiempo de eso.
—Por favor, ¿qué quiere usted de mí, señor Pájaro? —preguntó Rover muy cortésmente.
—Mi nombre es Mew —dijo la gaviota—, y estoy esperando a que salga la luna para llevarte lejos de aquí, siguiendo la senda de la luna. Pero antes tenemos que hacer una o dos cosas. ¡Monta encima de mí y verás cómo te gusta volar!
Al principio, a Rover no le gustó en absoluto. Aun así, todo fue bien mientras Mew se mantuvo cerca del suelo, deslizándose con las alas extendidas, tiesas y quietas; pero cuando salió disparada hacia arriba, o se puso a girar bruscamente a uno y otro lado, siguiendo un camino distinto cada vez, a descender de pronto y a chapotear, como si fuera a sumergirse en el mar, entonces el perrito, con el viento silbándole en las orejas, deseó estar otra vez a salvo abajo, en tierra firme.
Así se lo dijo varias veces a Mew, pero todo lo que ella contestó fue:
—¡Aguanta! ¡Aún no hemos empezado!
Llevaban un rato volando y Rover empezaba a sentirse cansado cuando, de repente, Mew gritó: «¡Allá vamos!» Y Rover estuvo realmente a punto de irse, pues Mew se elevó verticalmente en el aire como un cohete y luego se deslizó a gran velocidad, en línea recta, a favor del viento. Pronto estuvieron tan alto que Rover pudo ver, muy lejos y exactamente sobre la tierra, el sol que se ponía detrás de unas montañas oscuras. Se dirigían hacia unos acantilados negros, muy altos, de roca escarpada, demasiado escarpada para que alguien trepara por ella. El mar se agitaba y se replegaba debajo, y aunque en las paredes de roca no aparecía nada, estaban cubiertas de cosas blanquecinas, pálidas en el crepúsculo vespertino. Cientos de aves marinas estaban posadas allí, en estrechas repisas, unas veces hablando tristemente entre ellas, otras sin decir nada, y otras lanzándose repentinamente desde sus perchas para abatirse y girar en el aire, antes de zambullirse en el mar, allí abajo, donde las olas parecían pequeñas arrugas.
Aquí vivía Mew y aquí tenía que visitar a varias amigas, incluida la más vieja y más importante de todas las gaviotas de lomo negro, y recoger mensajes antes de partir. Así pues, dejó a Rover en una de las estrechas repisas, mucho más estrechas que el peldaño de una escalera, y le dijo que esperara allí y tuviera cuidado de no caer.
Puedes estar seguro de que Rover tuvo cuidado de no caer, y de que, con un fuerte viento soplando de costado, no se sentía nada cómodo, acurrucándose tan pegado a la pared del acantilado como podía y gimiendo. Era en verdad un sitio muy desagradable para un perrito embrujado y asustado.
Finalmente, la luz del sol se apagó en todo el cielo, y una niebla se extendió sobre el mar, y en la creciente oscuridad aparecieron las primeras estrellas. Entonces, por encima de la niebla, lejos en el mar, la luna emergió redonda y amarilla y empezó a tender una brillante senda sobre el agua.
Mew volvió poco después y recogió a Rover, que estaba temblando de pies a cabeza. Las plumas del pájaro le parecieron calientes y confortables después de haber permanecido en la fría repisa del acantilado, y se arrimó a Mew tanto como pudo. Entonces Mew se lanzó al aire, por encima del mar, y todas las demás gaviotas saltaron de las repisas y gritaron y les dijeron adiós, mientras ellos, ya lejos, volaban raudos siguiendo la senda de la luna, que ahora se extendía directamente desde la costa hasta el borde oscuro de ninguna parte.
Rover no sabía en absoluto a dónde llevaba la senda de la luna, y estaba demasiado asustado y excitado para preguntar, y en cualquier caso empezaba a acostumbrarse a las extraordinarias cosas que ahora le ocurrían.
Mientras volaban sobre el mar, siguiendo el resplandor plateado de la senda, la luna se elevó y se hizo más blanca y más brillante, hasta que ninguna estrella se atrevió a quedarse cerca y ella estuvo completamente sola, brillando en el cielo oriental. No cabía duda de que Mew, siguiendo las órdenes de Psámatos, iba hacia donde Psámatos quería que fuera, y no cabía duda de que Psámatos ayudaba a Mew con su propia magia, pues ciertamente volaba más deprisa y más recto que las gaviotas grandes aun a favor del viento, cuando tienen prisa. Sin embargo, transcurrió toda una eternidad antes de que Rover viera algo, aparte de la luz de la luna y el mar, abajo; y durante todo el tiempo la luna fue haciéndose más grande y más grande, y el aire más frío y más frío.
De repente, en el límite del mar, Rover vio una cosa negra, que crecía a medida que volaban hacia ella, hasta que pudo ver que era una isla. Por encima del agua y hasta ellos llegó el ruido de tremendos ladridos, un ruido formado por todas las diferentes clases e intensidades de ladridos que existen: gruñidos y gañidos, aullidos y quejidos, bufidos y mugidos, lamentos y gimoteos, quiebros y requiebros, mordisqueos y lloriqueos, y el ladrido más descomunal, como salido de un gigantesco sabueso en la cueva de un ogro. De repente, todo el pelo de Rover alrededor del cuello se le volvió muy real otra vez y se le puso tieso como si fueran cerdas; y pensó que le gustaría bajar y pelearse con todos aquellos perros a la vez, hasta que se acordó de lo pequeño que era.
—Esa es la Isla de los Perros —dijo Mew—, o más bien la Isla de los Perros Perdidos, adonde van todos los perros perdidos que lo merecen o tienen suerte. No es un mal sitio para perros, me han dicho; y pueden hacer tanto ruido como quieran sin que nadie les diga que se callen o les arrojen algo. Dan un bonito concierto, todos ladrando a la vez con sus ruidos predilectos, siempre que la luna brilla. Me han dicho que allí hay también árboles de hueso, con frutos como jugosos huesos con carne que caen de los árboles cuando están maduros. ¡No! ¡Ahora no vamos allí! ¿Te das cuenta? Ahora no se puede decir que seas exactamente un perro, aunque ya no seas propiamente un juguete. En realidad, creo que Psámatos no sabía muy bien qué hacer contigo cuando dijiste que no querías ir a casa.
—Entonces, ¿adonde vamos? —preguntó Rover. Estaba molesto por no poder ver de cerca la Isla de los Perros, después de haber oído hablar de los árboles de hueso.
—Por la senda de la luna directamente hasta el borde del mundo, y luego a través del borde hasta la luna. Eso es lo que dijo el viejo Psámatos.
A Rover no le gustó en absoluto la idea de ir más allá del borde del mundo, y la luna le pareció un sitio frío.
—¿Por qué a la luna? —preguntó—. En el mundo hay montones de sitios donde no he estado. Nunca oí que en la luna hubiera huesos, o incluso perros.
—Al menos hay un perro, pues el Hombre de la Luna tiene uno; y como él es un viejo honrado, y también el más grande de todos los magos, con toda seguridad que allí habrá huesos para los perros, y probablemente para los visitantes. En cuanto a por qué te han enviado allí, me atrevería a decir que lo descubrirás en el momento oportuno, si conservas la calma y no pierdes el tiempo gruñendo. Considero muy amable de parte de Psámatos preocuparse por ti; de hecho, no entiendo por qué lo hace. No es propio de él hacer algo sin una buena y poderosa razón, y tú no pareces ni bueno ni poderoso.
—Gracias —dijo Rover, profundamente herido—. Son muy amables todos esos magos al preocuparse por mí, estoy seguro, aunque es bastante enojoso. Una vez que te has enredado con magos y sus amigos, nunca sabes lo que puede ocurrir en cualquier momento.
—Eso es mucho mejor de lo que merece un perrito mimado y bullanguero —dijo la gaviota, y después ya no tuvieron más conversación durante un buen rato.
La luna se hizo más grande y más brillante, y abajo el mundo se hizo más oscuro y más distante. Luego, en un abrir y cerrar de ojos desapareció el mundo, y Rover pudo ver las estrellas que brillaban en la oscuridad de debajo. Más allá divisó el rocío blanco de la luz de la luna, donde las cascadas se precipitaban sobre el borde del mundo y caían directamente en el espacio. Esto le hizo sentir un vértigo insoportable, y se acurrucó entre las plumas de Mew y cerró los ojos durante mucho, mucho tiempo.
Cuando volvió a abrirlos, la luna estaba debajo de ellos; un mundo nuevo, blanco, que brillaba como la nieve, con amplios espacios abiertos de color verde y azul pálido, donde las altas y picudas montañas proyectaban sus largas sombras hasta muy lejos, sobre el suelo.
En lo alto de una de las montañas más altas, tan alta que pareció que iban a chocar contra ella cuando Mew descendió velozmente, Rover alcanzó a ver una torre blanca. Era blanca con líneas rosadas y verde claro, brillando como si estuviera construida con millones de conchas marinas todavía cubiertas de espuma y resplandecientes; y se alzaba en el borde de un precipicio blanco, blanco como un acantilado de creta, pero a la luz de la luna brillaba con más intensidad que una distante lámina de cristal en una noche sin nubes.
Por lo que pudo ver Rover, no había sendero para bajar de aquel acantilado; pero de momento eso no importaba, pues Mew descendía velozmente y pronto se posó en el tejado de la torre, a una altura tan vertiginosa por encima del mundo-luna que los acantilados del mar, donde Mew vivía, parecían bajos y seguros.
Para sorpresa de Rover, de inmediato se abrió cerca de ellos una pequeña puerta, que daba al tejado, y un viejo con una barba larga y plateada asomó la cabeza.
—¡No está mal! —dijo—. He estado midiendo el tiempo desde que pasasteis por el borde; mil seiscientos kilómetros por minuto, he llegado a contar. ¡Tenéis prisa esta mañana! Me alegro de que no chocarais con mi perro. Me pregunto en qué lugar de la luna estará ahora.
El viejo sacó un telescopio larguísimo y se lo puso en un ojo.