Entonces empezó a nevar. En la luna nieva a menudo, pero la nieve (como ellos lo llaman) es usualmente agradable y cálida, y completamente seca, y se convierte en fina arena blanca y se esparce por los aires. Esta se parecía más a la nuestra. Era húmeda y fría; y estaba sucia.
—Eso me pone nostálgico —dijo el perro de la luna—. Es exactamente como la sustancia que acostumbraba a caer en el pueblo donde yo vivía cuando era un cachorro, en el mundo que tú conoces. ¡Oh! Mira aquellas chimeneas, son altas como árboles de la luna; y el humo negro; ¡y los fuegos del horno rojo! A veces me cansa un poco tanto color blanco. Es muy difícil ensuciarse de verdad en la luna.
Esto muestra bastante los bajos gustos del perro de la luna; y como si no hubiera pueblos así en el mundo desde hace cientos de años, también puedes ver que ha exagerado mucho el tiempo que había pasado desde que cayó por el borde. Sin embargo, en aquel preciso momento, un copo especialmente grande y sucio le golpeó en el ojo izquierdo, y cambió de parecer.
—Creo que este copo ha errado el camino y ha caído fuera del duro viejo mundo —dijo—. ¡Al demonio con él! Y parece que también nosotros hemos errado nuestro camino de plano. ¡Al infierno con él! ¡Busquemos un agujero y metámonos dentro!
Les costó algún tiempo encontrar un agujero, y antes de en-contrarlo ya estaban completamente mojados y fríos: de hecho, su estado era tan lamentable que entraron en el primer refugio que encontraron y no tomaron precauciones, que es lo primero que debes hacer en los parajes desconocidos del borde de la luna. El refugio en el que se metieron no era un agujero sino una cueva, y muy grande; oscura pero seca.
—Es bonita y caliente —dijo el perro de la luna, y cerró los ojos y casi inmediatamente se quedó dormido.
—¡Ay! —gritó no mucho después, despertando bruscamente, a la manera perruna, de un agradable sueño—. ¡Demasiado caliente!
El perro de la luna se puso en pie de un salto. Oyó al pequeño Roverandom gritar un poco más allá, dentro de la cueva, y cuando fue a ver qué ocurría, descubrió un hilo de fuego que serpenteaba a lo largo del suelo hacia ellos. Entonces no echó de menos el hogar con hornos al rojo vivo; y agarrando al pequeño Roverandom por el cuello salió de la cueva con la rapidez de una centella y huyó hasta un pico de piedra que se alzaba justo fuera.
Allí los dos se sentaron en la nieve, temblando y mirando, cosa que era muy tonta de su parte. Lo que tendrían que haber hecho era volar a casa, o a cualquier otro sitio, más veloces que el viento. El perro de la luna no lo sabía todo sobre la luna, como puedes ver, pues de lo contrario habría sabido que aquella era la guarida del Gran Dragón Blanco, que sólo temía —a medias— al Hombre (y apenas cuando estaba enfadado). El Hombre mismo estaba un poco molesto con este dragón. Cuando se refería a él le llamaba «esa maldita criatura».
Todos los dragones blancos proceden originalmente de la luna, como probablemente sabes; pero éste había estado en el mundo y había vuelto, de modo que había aprendido un par de cosas. En tiempos de Merlín luchó con el Dragón Rojo en Caerdragón, como puedes ver en todos los libros de historia más actualizados, después de lo cual el dragón se puso muy rojo. Posteriormente causó otros muchos daños en las Tres Islas, y durante un tiempo se fue a vivir a lo alto de Snowdon. Mientras esto duró, la gente no se molestó en subir allí, con la sola excepción de un hombre, al que el dragón sorprendió bebiendo de una botella. El hombre huyó tan deprisa que dejó la botella allí arriba, y su ejemplo ha sido seguido por otros muchos posteriormente. Tras la desaparición del Rey Arturo, el dragón huyó a Gwynfa en una época en la que las colas de los dragones eran consideradas un manjar delicado por los reyes sajones.
Gwynfa no está tan lejos del borde del mundo, y es muy sencillo volar desde allí hasta la luna para un dragón tan titánico y tan enormemente malo como éste. Ahora vivía en el borde de la luna, pues no estaba muy seguro de lo que el Hombre de la Luna podía hacer con sus hechizos y sus artimañas. Aun así, en ocasiones se atrevía a interferir en los esquemas de colores. A veces, cuando celebraba un banquete de dragones o tenía un berrinche, lanzaba llamas reales, rojas y verdes, desde la cueva; y eran frecuentes las nubes de humo. Se sabía que una o dos veces había dejado roja toda la luna, o la había hecho desaparecer por completo. En tan incómodas ocasiones el Hombre de la Luna se cubría (y cubría a su perro), y todo lo que decía era «otra vez esa maldita criatura». Nunca explicó qué criatura era, o donde vivía; simplemente bajaba a los sótanos, descorchaba los mejores hechizos y arreglaba las cosas tan rápidamente como podía.
Ahora lo sabes todo; y si los perros hubieran sabido la mitad nunca se habrían detenido allí. Pero se detuvieron, al menos el tiempo que he necesitado para hablar del Dragón Blanco, y entonces todo él, blanco con ojos verdes, rezumando fuego verde por cada articulación, y desprendiendo humo negro como un barco de vapor, salió de la cueva y lanzó el más horrible bramido. Las montañas se agitaron y retumbaron, y la nieve se secó; las avalanchas se detuvieron y las cascadas quedaron inmóviles.
Aquel dragón tenía alas, como las velas que tenían los barcos cuando todavía eran barcos, y no máquinas de vapor; y no tenía reparos en matar a cualquier criatura, desde un ratón hasta una hija del emperador. Y planeó matar a aquellos dos perros, y lo anunció varias veces antes de elevarse por los aires. Ese fue su error. Los dos salieron disparados como cohetes y se alejaron siguiendo el viento, a una velocidad que habría enorgullecido a la misma Mew. El dragón salió detrás de ellos, batiendo las alas como un dragón volador y lanzando dentelladas como un dragón mordedor, derribando las cimas de las montañas, y haciendo sonar todas las esquilas de las ovejas como una ciudad en llamas. (Ahora ya sabes por qué todas ellas llevan esquilas.)
Por fortuna, al seguir el viento los dos perros iban en la dirección correcta. Tan pronto como las esquilas alcanzaron un ritmo frenético, de la torre salió un cohete enorme. Se le pudo ver en toda la luna como un paraguas dorado que estalló en miles de penachos de plata, y no mucho después provocó una caída imprevista de estrellas fugaces en el mundo. Si fue una guía para los pobres perros, fue también un aviso para el dragón; pero él había emitido demasiado vapor para darse cuenta.
La persecución continuó de una manera feroz. Si has visto alguna vez un pájaro persiguiendo a una mariposa, y puedes imaginar un pájaro más que gigantesco persiguiendo a dos mariposas insignificantes entre montañas blancas, entonces puedes empezar a imaginar las vueltas y revueltas y la salvaje, zigzagueante rapidez de aquella huida. En más de una ocasión, antes de que hubieran cubierto la mitad del camino, el aliento del dragón chamuscó el rabo de Roverandom.
¿Qué hizo el Hombre de la Luna? Pues bien, lanzó un cohete realmente magnífico; y después dijo «¡esa maldita criatura!» y también «¡esos malditos perros! ¡Van a provocar un eclipse antes de tiempo!». Y después bajó a los sótanos y destapó un hechizo oscuro, negro, que parecía una jalea de alquitrán y miel (y olía a cinco de noviembre y a caldo de repollo que hierve y rebosa).
En aquel preciso momento, el dragón se situó justamente encima de la torre y levantó una enorme garra para golpear a Roverandom, y lanzarlo al vacío. Pero no llegó a hacerlo. El Hombre de la Luna disparó un hechizo desde una ventana baja e hirió al dragón en la barriga (especialmente blanda en los dragones) y lo golpeó en el costado. El dragón perdió el sentido y cayó sobre una montaña antes de que pudiera recuperar el dominio de su cuerpo; y era difícil decir cuál había sido el daño mayor: el de la nariz o el de la montaña; en cualquier caso los dos quedaron deformados.
Así, los dos perros se lanzaron hacia dentro por la ventana más alta, y tardaron una semana en recuperar el aliento; y el dragón, patituerto, volvió lentamente a la cueva, donde se estuvo rascando la nariz durante meses. El siguiente eclipse fue un fracaso, pues el dragón estaba muy ocupado lamiéndose la barriga. Y nunca consiguió eliminar las manchas negras que le habían salido donde el hechizo lo alcanzó. Me temo que las va a llevar siempre. Ahora lo llaman el Monstruo Manchado.
A
l día siguiente, el Hombre de la Luna miró a Roverandom y dijo:
—¡Te has escapado por los pelos! Parece que has explorado el lado blanco bastante bien para ser un perro joven. Pienso que cuando te hayas recuperado del susto será el momento de visitar el otro lado.
—¿Puedo ir yo también? —preguntó el perro de la luna.
—No sería bueno para ti —dijo el Hombre—, y no te lo recomiendo. Podrías ver cosas que te pondrían más nostálgico que el fuego y las chimeneas, y a la postre eso sería tan malo como los dragones.
El perro de la luna no se puso rojo, porque no podía; y no dijo nada, pero se fue y se tendió en un rincón y se preguntó cuánto sabría el viejo de todo lo que pasaba, y también de todo lo que se decía. Por un momento se preguntó asimismo qué querría decir exactamente el viejo; pero esto no le preocupó mucho tiempo; él era un tipo despreocupado.
En cuanto a Roverandom, cuando recuperó el aliento, unos días después, el Hombre de la Luna llegó y lo llamó con un silbido. Luego bajaron y bajaron juntos, siempre escaleras abajo, hasta los sótanos, que estaban excavados dentro del acantilado y tenían unos ventanucos que miraban a un precipicio sobre los amplios espacios de la luna; y a continuación bajaron unos escalones secretos que parecían conducir directamente debajo de las montañas, hasta que después de un largo trecho llegaron a un sitio completamente oscuro y se detuvieron, aunque Roverandom no dejaba de volver la cabeza, como desconcertado, después de kilómetros de bajar escaleras y dar vueltas y más vueltas.
En completa oscuridad, el Hombre de la Luna brillaba pálidamente, todo él, como un gusano de luz, y ésa era la única luz de que disponían. Aun así, era suficiente para ver la puerta, una puerta grande en el suelo. El viejo tiró de ella, y, al levantarla, la oscuridad pareció salir de la abertura, como si fuera una niebla, Roverandom ya no pudo ver ni siquiera el débil resplandor del Hombre.
—¡Baja, perrito bueno! —dijo, y la voz del Hombre emergió de la oscuridad.
No debes sorprenderte si te digo que Roverandom no se comportó como un buen perro, pues no se movió. Retrocedió hasta el rincón más apartado de la pequeña sala y bajó las orejas. Tenía más miedo del agujero negro que del hombre viejo.
Pero no le sirvió de nada. El Hombre de la Luna lo agarró y lo arrojó al agujero sin rodeos; y cuando caía y caía en el vacío, Roverandom oyó que le gritaba, ya muy lejos, encima de él:
—¡Déjate caer en línea recta y luego vuela siguiendo la dirección del viento! ¡Espérame en el otro extremo!
Eso debería haberlo tranquilizado, pero no fue así. Después, Roverandom diría siempre que ni siquiera caer por el borde del mundo podía ser peor, y que, en cualquier caso, fue la más mala de todas sus aventuras, y que cada vez que la recordaba tenía la sensación de haber perdido la barriga. Puedes creer que todavía sigue pensando así cuando grita en sueños y se aferra súbitamente a la alfombra de delante de la chimenea.
En cualquier caso, la caída llegó a su fin. Después de un buen rato, el descenso se fue haciendo más lento hasta que por último él casi se detuvo. Durante el resto del trayecto tuvo que utilizar sus alas; y era como volar hacia arriba, a lo largo de una gran chimenea; por suerte, ayudado en todo el trayecto por una corriente poderosa. Cuando por fin llegó a la cima estaba más que contento.
Allí, en el borde del agujero pero del otro lado, estuvo jadeando, esperando obedientemente, y angustiado, al Hombre de la Luna. Transcurrió un buen rato hasta que apareció, y Roverandom tuvo tiempo para ver que estaba en el fondo de un valle profundo y oscuro, entre montes bajos y sombríos. Nubes negras parecían reposar en las cimas, y más allá de las nubes sólo había una estrella.
De repente, tuvo mucho sueño; en unos oscuros arbustos cercanos un pájaro entonó un canto somnoliento que le pareció extraño y maravilloso después de los pequeños pájaros mudos del otro lado a los que se había acostumbrado. Roverandom cerró los ojos.
—¡Despierta, perrito! —gritó una voz; y Roverandom dio un salto justo a tiempo para ver cómo el Hombre salía del agujero sujeto a una soga que una gran araña gris (mucho más grande que él) se apresuró a sujetar a un árbol próximo.