Cuentos desde el Reino Peligroso (28 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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No era extraño que el Cocinero tuviera un aprendiz. Era lo normal. A su debido tiempo el Cocinero escogía uno y le enseñaba cuanto sabía; y a medida que ambos avanzaban en edad, el aprendiz se iba haciendo cargo del trabajo más importante, de suerte que, cuando el Cocinero se retiraba o fallecía, él ya estaba allí, dispuesto a asumir el cargo y convertirse a su vez en Cocinero Mayor. Pero el actual Cocinero nunca había escogido un aprendiz. Solía decir: «Aún hay tiempo»; o bien: «Tengo los ojos abiertos, y elegiré uno cuando encuentre quien me convenga». Ahora, en cambio, había traído consigo a un simple chiquillo, y forastero. Era más vivaz que los muchachos de Wootton, de voz suave y muy educado, pero ridiculamente joven para el puesto, apenas un adolescente a juzgar por su aspecto. Con todo, la elección del aprendiz era asunto del Cocinero y nadie tenía derecho a entrometerse; así que el muchacho se quedó, y vivió con él hasta que tuvo bastante edad para procurarse alojamiento propio. Pronto se acostumbraron a verlo por el pueblo, e hizo unos pocos amigos. Para ellos y el Cocinero, su nombre era Alf; para los demás solamente «el Aprendiz».

La siguiente sorpresa sólo tardó tres años en llegar. Una mañana de primavera el Cocinero Mayor se quitó el gorro blanco de faena, plegó los delantales limpios, colgó la chaqueta blanca, tomó un recio bastón de fresno y un hatillo, y se fue. Se despidió del Aprendiz, y nadie más estuvo presente.

—Hasta pronto, Alf—dijo—. Súpleme en el cargo lo mejor que sepas, que siempre lo harás muy bien. Confío en que no tendrás ningún problema. Si volvemos a encontrarnos, espero que me lo cuentes todo. Diles que he vuelto a irme de vacaciones, aunque esta vez ya no he de regresar.

En el pueblo hubo una gran conmoción cuando el Aprendiz repitió estas palabras a quienes acudían a la Cocina.

—¡Qué faena! —decían—. ¡Y sin avisar ni despedirse! ¿Cómo vamos a arreglarnos sin Cocinero Mayor? No ha dejado sustituto.

Nadie en estas discusiones pensó jamás en ascender de categoría al joven Aprendiz. Ahora era algo más alto, pero seguía teniendo el aire de un muchacho, y sólo llevaba tres años en el puesto.

Por fin, y a falta de otro mejor, eligieron a un vecino que sabía cocinar bastante bien los platos más comunes. De joven había ayudado al Cocinero en días de mucha labor, a pesar de lo cual éste nunca le había mostrado simpatía y no le quiso por aprendiz. Ahora era ya un hombre de cierta posición, casado y con hijos, y mirado con el dinero. «Al menos no desaparecerá sin previo aviso —dijeron—, y más vale un cocinero regular que estar sin nadie. Faltan aún siete años para la próxima Gran Tarta y para entonces ya sabrá componérselas.»

Nokes, que tal era su nombre, quedó muy satisfecho con el giro que habían experimentado los acontecimientos. Siempre había deseado llegar a Cocinero Mayor, y jamás había dudado que podría salir airoso. Durante algún tiempo, a solas en sus dominios, solía encasquetarse el gorro blanco y mirarse en una sartén bruñida, mientras decía: «¿Qué tal, Maestro? No te sienta mal el gorro, parece hecho a medida. Confío en que todo te vaya bien».

Y le fue bastante bien, porque al principio Nokes se esforzó cuanto pudo, y contaba con la ayuda de Alf. Verdad es que aprendió mucho de él, observándolo con disimulo, aunque Nokes nunca admitió tal cosa. Pero, con el paso del tiempo, se acercaba también la Fiesta de los Veinticuatro y Nokes tuvo que pensar en la preparación de la Gran Tarta. Aun sin manifestarlo, el asunto lo tenía intranquilo, porque a pesar de que con la práctica de siete años podía elaborar tartas y dulces aceptables para ocasiones normales, sabía que se esperaba con expectación su Obra Magna y que tendría que dejar satisfechos a críticos severos, no sólo a los niños. También había que preparar otro pastel más pequeño, de idénticos ingredientes y elaboración, para los que acudían a ayudar en la Fiesta. Se suponía, además, que la Gran Tarta tendría que contener algo novedoso y sorprendente, no limitándose a ser una mera repetición de la anterior.

Entendía que, básicamente, habría de ser muy dulce y sabrosa, y decidió que iría por entero cubierta de azúcar glaseado, que al Aprendiz le salía muy bien. «Eso le dará el aire encantador de un cuento de hadas», pensó. Hadas y dulces eran dos de las muy escasas nociones que conservaba sobre gustos infantiles. Creía que al crecer uno se olvida de las hadas; no obstante, él seguía muy aficionado a los dulces. «Ah, las hadas! —dijo—. Eso me da una idea.» Y así fue como se le ocurrió que podría colocar en medio de la Tarta, en lo alto de un pináculo, una figurilla vestida toda de blanco, con una varita mágica que rematase en una estrella de brillante metal; y a sus pies, en letras rosas glaseadas, «La Reina de las Hadas».

Mas cuando empezó a disponer los ingredientes para la Tarta comprobó que sólo tenía vagas nociones de lo que debía ir dentro; así que recurrió a algunos viejos libros de recetas que habían pertenecido a cocineros anteriores. Lo dejaron perplejo, aun en los casos en que llegaba a entender la letra, porque citaban muchas cosas de las que no había oído hablar, y otras que había olvidado y que ahora no tenía tiempo de obtener; pero pensó que podía probar con una o dos especias de las que hablaban los libros. Se rascó la cabeza y recordó una vieja caja negra con distintos compartimientos, donde el último cocinero había guardado tiempo atrás las especias y otros artículos para las tartas de importancia. No la había visto desde que se había hecho cargo del puesto. Después de buscar un poco, la encontró en un estante alto de la despensa.

La bajó y sopló el polvo que cubría la tapa, pero al abrirla vio que quedaban muy pocas especias y que estaban secas y rancias. Sin embargo, en un compartimiento arrinconado advirtió una estrella diminuta, apenas mayor que una moneda de seis peniques, oscurecida como si fuese de plata y hubiese perdido el brillo.

—¡Qué gracioso! —comentó mientras la levantaba a la luz.

—¡No, no lo es! —dijo tras él una voz, tan de improviso que le hizo dar un respingo. Era la voz del Aprendiz, que jamás había hablado antes al Cocinero en ese tono. Lo cierto es que muy raramente le dirigía la palabra, a menos que Nokes lo hiciese primero. Todo muy bien y muy propio de un jovenzuelo; puede que sea hábil con el azúcar glaseado, pero todavía le queda mucho por aprender: tal era la opinión de Nokes.

—¿Qué quieres decir, jovencito? —dijo con cierto desagrado—. Si no es gracioso, ¿qué es entonces?

—Es mágica —respondió el Aprendiz—. Viene del País de Fantasía.

El Cocinero se echó a reír.

—De acuerdo, de acuerdo —le dijo—. Es casi lo mismo; pero si prefieres, llámalo así. Algún día crecerás. Ahora puedes seguir quitando las pepitas a las pasas. Si ves alguna de ese extravagante país, dímelo.

—¿Qué va a hacer con la estrella, Maestro? —preguntó el Aprendiz.

—Colocarla en la Tarta, naturalmente —respondió el Cocinero—. Nada más propio, sobre todo si procede de Fantasía — ironizó—. Seguro que has ido, y no hace mucho por cierto, a esas fiestas infantiles en que se esconden en los dulces baratijas como ésta, y calderilla, y cosas por el estilo. Al menos así se hace en este pueblo. A los niños les gusta.

—Pero eso no es una baratija, Maestro, es una estrella mágica — argüyó el Aprendiz.

—Ya te lo he oído antes —replicó el Cocinero—. Muy bien. Se lo diré a los niños. Les hará reír.

—No lo creo, Maestro —dijo el Aprendiz—. Pero es lo que hay que hacer, sin ninguna duda.

—¿Con quién te crees que estás hablando? —dijo Nokes.

A su debido tiempo la Tarta quedó fabricada, pasó por el horno y se la cubrió de azúcar; casi todo lo hizo el Aprendiz.

—Como estás tan empeñado con lo de Fantasía, te dejo hacer la Reina —le dijo Nokes.

—Muy bien, Maestro —contestó—. Si está muy ocupado, yo la haré. Pero ha sido idea suya, no mía.

—Me toca a mí tener ideas, no a ti —dijo Nokes.

La Tarta se alzó durante la Fiesta en el centro de una larga mesa, rodeada por un círculo de veinticuatro velas rojas. Remataba en una pequeña montaña blanca por cuyas laderas brotaban arbolillos que relucían como cubiertos de escarcha; y en la cumbre se veía una figura blanca y menuda apoyada sobre un solo pie como nivea bailarina; llevaba en la mano una diminuta varita mágica de azúcar, resplandeciente de luz.

Los niños la miraron con ojos extasiados, y uno o dos aplaudieron y exclamaron:

—¡Es preciosa, como en un cuento de hadas!

Al Cocinero le agradó el comentario, pero el Aprendiz parecía algo contrariado. Allí estaban los dos: el Maestro para cortar la Tarta cuando llegase el momento, y el Aprendiz para afilar el cuchillo y entregárselo.

El Cocinero lo tomó por fin y se acercó a la mesa.

—He de deciros, queridos niños —comenzó— que bajo esta capa de azúcar hay una tarta con muchas cosas sabrosas; y muy dentro hay también otras muchas cosillas bonitas, chucherías, pequeñas monedas y así, y me han dicho que trae suerte encontrarlas en el trozo que os toque. Hay veinticuatro en toda la Tarta, de modo que toca una a cada uno, si la Reina de las Hadas juega limpio. Aunque no siempre lo hace, porque es algo tramposilla. El señor Aprendiz lo sabe muy bien.

El Aprendiz se apartó y observó con atención las caras de los niños.

—¡No! ¡Se me olvidaba! —dijo el Cocinero—. Esta tarde hay veinticinco. Hay también una estrellita de plata con una magia especial, o eso dice el señor Aprendiz. Así que tened cuidado. Si os rompéis con ella uno de esos preciosos dientes, la estrella mágica no os lo podrá arreglar. De todas formas, espero que dar con ella os traiga una ventura especial.

Fue una buena Tarta, y nadie pudo ponerle reparos, a excepción del tamaño, que no fue el que se requería. Una vez cortada cada niño recibió un gran trozo, pero no sobró nada, así que no hubo segunda vuelta. Pronto se acabaron las porciones, y de vez en cuando aparecía una chuchería y una moneda. Hubo quien encontró una, otros dos y algunos ninguna; así es la suerte, tanto si hay una figura con varita mágica en la Tarta como si no. Mas cuando todos terminaron con el dulce no apareció rastro alguno de la estrella maravillosa.

—¡Vaya por Dios —dijo el Cocinero—. Eso quiere decir que después de todo, no era de plata: debe de haberse derretido. O quizá el señor Aprendiz llevaba razón y era realmente mágica, y se ha esfumado sin más y ha regresado al País de Fantasía. No me parece una broma muy adecuada. —Sonrió al Aprendiz con afectación y éste le devolvió una mirada seria y en ningún momento sonrió.

No obstante, la estrella de plata era en verdad una estrella encan-tada; el Aprendiz no solía equivocarse en este tipo de cosas. Lo que había sucedido es que uno de los muchachos de la Fiesta se la había tragado sin percatarse, si bien había encontrado en su porción una moneda de plata y se la había dado a Nell, la niña que tenía al lado y que parecía tan contrariada por no haber hallado nada en su trozo... A veces el muchacho se preguntaba qué habría sido de la estrella, sin saber que la llevaba dentro, escondida en algún lugar donde pasaba inadvertida, que era lo que se pretendía que sucediese. Allí permaneció durante mucho tiempo, hasta que también le llegó su hora.

La Fiesta había tenido lugar a mediados del invierno, pero ahora era el mes de junio y la noche apenas si traía consigo alguna oscuridad. Como no tenía sueño, el muchacho se levantó antes del amanecer: era su décimo cumpleaños. Miró por la ventana y el mundo le pareció tranquilo y expectante. El airecillo, fresco y fragante, agitaba el último sueño de los árboles. Luego vino el día, y oyó en la distancia los primeros gorjeos matutinos de los pájaros, in crescendo a medida que se le acercaban, hasta que lo inundaron por entero, esparciéndose por los campos vecinos y pasando hacia el oeste como una ola de música mientras el sol se asomaba por la orilla del mundo.

—Me recuerda el País de Fantasía —oyó decir a su propia voz— . Pero allí también canta la gente.

Comenzó entonces a cantar, alto y claro, con palabras extrañas que parecía saber de memoria; y en ese momento la estrella le cayó de la boca y él la recogió en la palma de la mano. Era ahora de plata reluciente y brillaba a la luz del sol; temblaba, empero, y se alzó levemente como si estuviese a punto de levantar el vuelo. Sin pensarlo, el muchacho se golpeó la frente con la mano y allí quedó en el centro la estrella, y allí la llevó durante muchos años.

Pocos del pueblo la notaron, aunque no resultaba imperceptible para unos ojos atentos, y por lo común no brillaba lo más mínimo. Algo de su luz pasó a los ojos del muchacho; y la voz, que ya desde el momento mismo en que la estrella vino a él había empezado a embellecerse, se hacía cada vez más hermosa a medida que él crecía. A la gente le gustaba oírle, aunque sólo fuesen los «buenos días».

Llegó a ser bien conocido en la región por su destreza en el trabajo, no sólo en su propio pueblo sino en otros muchos de los alrededores. Su padre era herrero, y él continuó el oficio y lo mejoró. Mientras su padre vivió, a él lo llamaron el hijo del herrero; después, sólo el herrero, porque para entonces era ya el mejor desde el lejano lugar de Easton hasta el Bosque del Oeste, y en su fragua podía hacer toda clase de objetos de hierro. Casi todos, naturalmente, comunes y prácticos, destinados a las necesidades de cada día: aperos para el campo, herramientas de carpintero, utensilios y cacharros de cocina y sartenes, trancas, cerrojos y bisagras, ganchos para las ollas, morillos de chimenea, herraduras y cosas así. Eran resistentes y duraderos, pero ofrecían también un aire agradable, con formas bien modeladas para su clase, de buen manejo y buen aspecto.

Pero cuando tenía tiempo hacía algunas cosas por pura afición; y eran hermosas, porque sabía dar al hierro formas admirables, que parecían tan ligeras y delicadas como un ramo de hojas y flores, aunque conservaban la fuerte consistencia del metal e incluso parecían más duras. Pocos podían pasar frente a una de sus verjas, o rejas, sin detenerse a admirarlas; nadie podía cruzarlas una vez cerradas.

Solía cantar mientras trabajaba en estas cosas, y cuando el herrero iniciaba su canto los que estaban cerca detenían la labor y acudían a la fragua a escucharlo.

La mayoría no sabía nada más de él. Cierto que este reconoci-miento era suficiente; más del que casi todos los vecinos del pueblo llegaban a alcanzar, aun aquellos que eran buenos artesanos y muy trabajadores. Sin embargo había algo más. Porque el herrero llegó a visitar el Reino de Fantasía y conocía algunas de sus regiones tan bien como les es dado conocerlas a los mortales; aunque como muchos se parecían a Nokes, a pocas personas les hablaba de esto, si excluimos a su mujer y sus hijos.

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