Cuentos desde el Reino Peligroso (30 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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—¿Adonde te diriges? —preguntó.

—Vuelvo a tu pueblo —contestó el hombre—, y espero que tú también.

—Así es —dijo el herrero—. Podemos ir juntos. Pero ahora que me acuerdo... Antes de iniciar el regreso una Gran Dama me confió un mensaje; pronto, sin embargo, estaremos saliendo de Fantasía y no creo que yo retorne nunca aquí. ¿Y tú?

—Yo sí. Puedes confiármelo.

—Pero se trataba de un mensaje para el Rey. ¿Sabes tú dónde encontrarlo?

—Sí. ¿Cuál era el mensaje?

—La Dama sólo me pidió que le dijera: «Ha llegado la hora. Que escoja.»

—Entiendo. No te inquietes más.

Luego continuaron uno al lado del otro en silencio; sólo se oían las hojas al quebrarse bajo sus pies; pero al cabo de unas pocas millas, todavía dentro de las fronteras de Fantasía, el hombre se detuvo. Se volvió hacia el herrero y se retiró la capucha. Su acompañante lo reconoció entonces. Era Alf, el Aprendiz, como el herrero todavía lo llamaba en su fuero interno, recordando siempre el día en que vio al joven Alf en el Pabellón con el reluciente cuchillo en la mano para cortar la Tarta y los ojos resplandecientes a la luz de las velas. Ahora tenía que ser un anciano, porque había sido Cocinero Mayor durante muchos años; pero allí, de pie bajo la fronda del Bosque Exterior parecía el Aprendiz de mucho tiempo atrás, aunque con mayor señorío: no tenía canas, ni arrugas en el rostro, y los ojos le brillaban como si reflejaran una luz.

—Me gustaría hablar contigo, herrero, antes de llegar a tu país —dijo.

El herrero se quedó sorprendido, porque también él había deseado a menudo conversar con Alf, y nunca había podido hacerlo. Alf siempre lo saludaba con palabras afables y lo había mirado con ojos amistosos, a pesar de que parecía evitar hablar a solas con él. Ahora contemplaba al herrero con mirada amable; pero alzó la mano y tocó con el dedo índice la estrella de la frente.

Desapareció su reflejo en los ojos de Alf, y el herrero supo entonces que la estrella era la fuente de aquella luz, que tenía que haber estado brillando con fuerza, pero que en este momento se había oscurecido. Quedó sorprendido y retrocedió enfadado.

—¿No crees, Maestro Herrero —dijo Alf— que ya es hora de renunciar a esto?

—¿Es de tu incumbencia, Maestro Cocinero? —respondió el herrero—. ¿Y por qué habría de renunciar? ¿No es mía? Ella me eligió a mí. ¿No puede uno quedarse con las cosas que recibe, al menos como recuerdo?

—Algunas sí. Las que son regalos y se dan como recuerdo. Pero otras no se dan así. No pueden pertenecer siempre a una sola persona, ni ser consideradas como patrimonio familiar. Están en préstamo. No has pensado que tal vez alguien más pueda necesitarla. Pero así es. El tiempo apremia.

El herrero se sintió entonces perturbado, porque era un hombre generoso y recordaba con gratitud todo lo que debía a la estrella.

—¿Qué debo hacer, pues? —preguntó—. ¿He de dársela a uno de los Grandes del Reino de Fantasía? ¿Debo dársela al Rey? —Y mientras decía esto nació en su corazón la esperanza de poder volver a Fantasía con semejante misión.

—Podrías dármela —dijo Alf—, pero acaso eso te resulte demasiado duro. ¿Querrías acompañarme hasta mi despensa y volverla a poner donde tu abuelo la dejó?

—No lo sabía —dijo el herrero.

—Soy el único que lo sabe. Estábamos los dos solos.

—Supongo entonces que ahora conoces cómo consiguió la estrella y por qué la dejó en la caja.

—La trajo de Fantasía: eso ya lo sabías antes de preguntarlo — contestó Alf—. La dejó allí con la esperanza de que pudiera llegar a ti, que eras su único nieto. Me lo dijo porque pensó que yo podría arreglarlo. Era el padre de tu madre. No sé si ella te habló mucho de él, si es que llegó a tener mucho que contar. Se llamaba Trotamundos y fue un gran viajero: había visto muchas cosas, y pudo también hacer otras muchas antes de asentarse y llegar a Cocinero Mayor. Pero se fue cuando tú sólo tenías dos años, y no lograron encontrar a nadie mejor que Nokes, pobrecillo, para ocupar el puesto. Sin embargo, y como esperábamos, con el tiempo yo llegué a Cocinero. Este año volveré a hacer una gran Tarta: no se recuerda a nadie más que la haya hecho dos veces. Me gustaría poner allí la estrella.

—De acuerdo, la tendrás —dijo el herrero. Miró a Alf como si estuviera intentando leerle los pensamientos—. ¿Sabes quién la va a encontrar?

—¿Te importa eso, Maestro Herrero?

—Me gustaría saberlo, si tú lo sabes, Maestro Cocinero. Podría hacerme más llevadera la pérdida de algo que estimo tanto... Mi nieto es demasiado pequeño.

—Puede que sí, puede que no. Ya veremos —dijo Alf.

Nada más se dijeron, y siguieron caminando hasta salir de Fantasía y llegar por fin al pueblo. Una vez allí se encaminaron al Pabellón; y en la Tierra se estaba entonces poniendo el sol y una luz roja llenaba los ventanales. Brillaban en la enorme puerta las tallas doradas y desde las gárgolas del tejado miraban rostros extraños y multicolores. No hacía mucho que habían renovado las vidrieras y pinturas del Pabellón, lo que había dado lugar a muchos debates en el Ayuntamiento. A unos les desagradaba, y dieron en llamarlo novedoso; pero otros de mayores luces sabían que aquello significaba un retorno a las antiguas costumbres. No obstante, como a nadie le supuso ni un solo penique y parecía que el propio Maestro Cocinero corría con los gastos, se le permitió llevar a cabo sus deseos. Pero el herrero no lo había visto nunca bajo una luz semejante y se quedó parado contemplando con asombro el Pabellón, cosa que le hizo olvidar lo que allí le traía.

Sintió que lo tocaban en el brazo, y Alf le hizo rodear el edificio hasta una portezuela trasera. La abrió y guió al herrero por un corredor estrecho hasta la despensa. Allí encendió un velón, abrió una alacena y bajó de un estante la caja negra. Le habían sacado brillo y adornado con cintas plateadas.

Levantó la tapa y mostró la caja al herrero. Había un pequeño compartimiento vacío; los demás estaban ahora llenos de especias frescas, de fuerte aroma. Los ojos del herrero comenzaron a llenarse de lágrimas. Se llevó la mano a la frente y la estrella se desprendió con facilidad, pero sintió una súbita punzada de dolor y las lágrimas le rodaron por las mejillas. Aunque la estrella volvió a brillar con fuerza en su mano, no podía verla, y sólo distinguía un borroso fulgor que le parecía muy lejano.

—No puedo ver bien —dijo—. Tendrás que ponerla tú por mí. —Extendió la mano, y Alf tomó la estrella y la colocó en su lugar y la estrella se apagó.

El herrero se dio la vuelta sin añadir una palabra y se encaminó a tientas hasta la puerta. En el umbral advirtió que la vista se le volvía a aclarar. Anochecía, y el lucero de la tarde brillaba próximo a la luna en un cielo luminoso. Al detenerse un momento a contemplar su hermosura, sintió una mano en el hombro y se volvió.

—Me has dado la estrella sin recibir nada a cambio —dijo Alf—. Si aún deseas saber en qué niño va a recaer, puedo decírtelo.

—Claro que sí.

—En quien tú indiques.

El herrero quedó desconcertado y su respuesta no fue inmediata.

—Bueno —dijo vacilante—. No sé qué pensarás de mi elección. Imagino que tienes escasos motivos para sentir afecto por el nombre de Nokes; pero, en fin, su bisnieto Tim va a ir a la Fiesta. Su padre es algo muy distinto.

—Lo he notado —dijo Alf—. Tuvo una madre sensata.

—Sí, hermana de mi mujer. Pero, aparte del parentesco, yo quiero a Tim. Aunque no sea una elección obvia.

Alf sonrió.

—Tampoco tú lo eras —dijo—. Pero estoy de acuerdo. La verdad es que yo ya había señalado a Tim.

—Entonces, ¿por qué me pediste que escogiera?

—Fue deseo de la Reina. Si hubieses elegido a otro, yo me habría conformado.

El herrero miró despacio a Alf. Luego, súbitamente, se inclinó en una profunda reverencia.

—Por fin entiendo, Señor —dijo—. Ha sido demasiado honor.

—Ha merecido la pena —respondió Alf—. Ahora regresa en paz a tu hogar.

Cuando el herrero llegó a su casa en las afueras del pueblo, al poniente, su hijo estaba a la puerta de la fragua. Acababa de cerrarla, concluido el quehacer diario, y estaba mirando el camino blanco por el que su padre solía regresar de los viajes. Al oír pasos se volvió, sorprendido de verlo venir del pueblo, y corrió a su encuentro. Lo apretó entre sus brazos en calurosa bienvenida.

—Te estaba esperando desde ayer, papá —dijo. Luego, observando el rostro de su padre, dijo preocupado—: ¡Qué cansado pareces! ¿Vienes desde muy lejos?

—Sí, desde muy lejos, hijo. Todo el camino desde el Alba hasta el Atardecer.

Entraron juntos en la casa, que estaba a oscuras, a excepción de las llamas que palpitaban en la chimenea. Encendió su hijo las velas y durante un rato estuvieron sentados junto al fuego sin hablar, pues una gran fatiga y aflicción se había apoderado del herrero. Por fin miró a su alrededor, como si volviera en sí, y dijo:

—¿Por qué estamos solos?

Su hijo lo miró con atención.

—¿Por qué? Mamá está en Wootton Menor, en casa de Nan. Su niño cumple dos años. Contaban con que tú también estuvieras allí.

—¡Ah, sí! Debía haber ido. Debía haberlo hecho, Ned, pero me entretuvieron; y he estado ocupado en cosas que durante algún tiempo me han hecho olvidar todo lo demás. Me he acordado, no obstante, del pequeño Tom.

Se llevó la mano al pecho y sacó un monedero de suave piel.

—Le he traído algo. Es posible que el viejo Nokes diga que es una baratija... Pero proviene de Fantasía, Ned.

Sacó de la bolsa un pequeño objeto de plata, que semejaba el tallo liso de un lirio diminuto en cuyo extremo brotaban tres flores delicadas que se inclinaban como verdaderas campanillas. Y eran campanillas, porque al moverlas ligeramente cada flor repicó con una nota clara y tímida. Vacilaron las velas con el dulce sonido y resplandecieron luego por un momento con luminosa blancura.

El asombro dilató los ojos de Ned.

—¿Puedo verlo, papá? —preguntó. Lo tomó entre los dedos con cuidado y miró dentro de las flores—. ¡Qué maravilla de trabajo! — dijo—. Y las campanillas tienen olor, papá: un aroma que me recuerda..., me recuerda..., bueno..., algo que he olvidado.

—Sí, el olor se sigue notando algún tiempo después del tintineo de las flores. Pero no tengas miedo de tocarlo, Ned. Está hecho para que sirva de juguete a los niños: ni pueden estropearlo ni a ellos les hará ningún daño.

El herrero volvió a introducir el regalo en el monedero y lo guardó.

—Mañana lo llevaré yo mismo a Wootton Menor —dijo—. Es posible que Nan, su marido y tu madre me perdonen. En cuanto al pequeño Tom, aún no tiene edad para distinguir un día de otro..., ni

las semanas, los meses o los años.

—Así es... Vete tú, papá. A mí me agradaría acompañarte, pero por ahora no puedo acercarme a Wootton Menor. Aunque no te hubiese estado esperando tampoco podría haber ido hoy. Hay mucha labor pendiente, y más que está a punto de llegar.

—¡No, no, hijo! ¡Tómate un día de fiesta! Que sea abuelo no significa que se me hayan debilitado los brazos. ¡Que venga trabajo! Ahora va a haber aquí cuatro manos para hacerle frente todos los días laborables. No volveré a salir de viaje, Ned; viajes largos, ya sabes a qué me refiero.

—¿Va a ser así, papá? Me preguntaba qué habría ocurrido con la estrella. ¡Es lástima! —Tomó la mano de su padre—. Lo lamento por ti. Pero también tiene su lado bueno para esta casa. ¿Sabes, Maestro Herrero? Todavía puedes enseñarme mucho, si dispones de tiempo. Y no me refiero únicamente al trabajo del hierro.

Cenaron juntos, y mucho después de haber terminado seguían sentados a la mesa, mientras el herrero contaba a su hijo el último viaje a Fantasía y otras cosas que le venían a la memoria... Sin embargo, no aludió para nada al próximo portador de la estrella.

Por fin su hijo lo miró y dijo:

—Padre, ¿recuerdas el día en que regresaste con la Flor y yo dije que, por la sombra, parecías un gigante? Aquella sombra era la Verdad, como lo era la misma Reina con quien estuviste bailando. Y a pesar de todo has renunciado a la estrella. Espero que la reciba alguien con iguales merecimientos. El muchacho debiera estar agradecido.

—El muchacho no lo sabrá —dijo el herrero—. Así son esos regalos. Bueno, ya está hecho. La he pasado a otro y vuelvo al martillo y las tenazas.

Es extraño, pero el viejo Nokes, que se había burlado del Aprendiz, nunca había logrado olvidarse de cómo la estrella desapareció de la Tarta, a pesar de que aquello había sucedido hacía mucho tiempo. Su gordura y holgazanería habían ido en aumento, y se había retirado del puesto a los sesenta (que en el pueblo no era una edad avanzada). Tenía ahora cerca de los noventa, y una corpulencia enorme, porque seguía comiendo en abundancia y el azúcar lo enloquecía. Si no estaba sentado a la mesa, pasaba la mayor parte del día en un sillón junto a la ventana de su casa o, si hacía buen tiempo, en la puerta. Le gustaba charlar, pues aún le quedaban por airear muchas ideas; pero últimamente su charla solía derivar hacia aquella Gran Tarta que él había hecho (cosa que creía a pies juntillas), porque siempre que se dormía la veía en sueños. El Aprendiz se detenía a veces a conversar con él un minuto o dos. El viejo cocinero le seguía llamando por ese nombre y esperaba que a él se le llamara Maestro. Así procuraba hacerlo el Aprendiz, lo que era un punto a su favor, aunque Nokes sentía mayor simpatía por otras personas.

Una tarde Nokes cabeceaba en su silla junto a la puerta después de comer. Despertó sobresaltado y vio al Aprendiz de pie junto a él, contemplándolo.

—¡Hola! —dijo—. Me alegro de verte, porque sigo dándole vueltas a aquella Tarta. De hecho estaba pensando en ella ahora mismo. Nunca he hecho otra mejor, que no es poco decir. Pero acaso tú la hayas olvidado.

—No, Maestro. Me acuerdo muy bien. Pero ¿qué es lo que le inquieta? Fue una buena Tarta, y todos disfrutaron de ella y la encomiaron.

—Naturalmente, como que la hice yo. Pero no es eso lo que me preocupa. Es aquella pequeña baratija, la estrella. No consigo explicarme qué fue de ella. Es evidente que no se derritió. Yo sólo lo dije para evitar que los niños tuvieran miedo. Me pregunto si no se la tragaría alguno de ellos. Aunque no es probable. Te puedes tragar una de esas monedillas y no darte cuenta, pero no aquella estrella. Aunque era pequeña, tenía puntas afiladas.

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