De todas formas, aun cuando ahora considero que la lectura de los cuentos de hadas en los primeros años fue importante, y hablo de mi experiencia infantil, he de reconocer que el gusto por tales narraciones no fue la principal característica de mis tempranas aficiones. El auténtico interés por ellas se despertó tras los tiempos de la primera infancia, y tras los años que median entre el aprendizaje de la lectura y la escuela, que aunque pocos, ahora parecen dilatados. En esta época (iba a escribir «feliz», o «dorada»; en realidad fue triste e inquieta) había otras cosas que me gustaban tanto o más: como la historia, la astronomía, la botánica, la gramática o la etimología. En principio, yo no respondía lo más mínimo a la generalización de «niño» propuesta por Lang, o sólo por casualidad en algunos aspectos. Yo era, por ejemplo, insensible a la poesía, y cuando en los cuentos había versos, me los saltaba. Descubrí la poesía mucho después, en el latín y el griego, sobre todo cuando me vi obligado a intentar traducir versos ingleses a las lenguas clásicas. El auténtico interés por la literatura fantástica me lo despertó la filología, ya en el umbral de los años mozos, y la guerra lo aceleró y desarrolló del todo.
Puede que lo dicho sobre este punto sea ya más que suficiente. Por lo menos queda claro que, en mi opinión, los cuentos de hadas no han de estar particularmente asociados con los niños. Existe una relación de tipo natural, porque los niños son seres humanos y los cuentos son algo connatural a la sensibilidad humana (aunque no tenga por qué ser universal); hay otra relación de tipo circunstancial, porque cuentos de hadas son la mayor parte de los desechos literarios con que la Europa de los últimos tiempos ha estado atiborrando sus desvanes; y una tercera de tipo anormal, a causa de una sensiblería equivocada hacia los niños, una sensiblería que parece ir en aumento a medida que el número de niños desciende.
Cierto es que esa época de afecto por la infancia ha producido algunos libros deliciosos de esa índole, o próximos a ella (que, sin embargo, ofrecen un encanto especial para los adultos); pero también ha propiciado una horrenda espesura de obras escritas o adaptadas a lo que se suponía (o se supone) que es la medida de las mentes infantiles. Se acaramelan o se censuran los antiguos relatos, cuando habría que preservarlos como son; las imitaciones resultan con frecuencia puras ñoñeces, sandeces sin el menor interés, o bien paternalistas, cuando no, y esto es lo peor, solapadamente cínicas, siempre con un ojo puesto en los demás adultos presentes. No voy a acusar de ello a Andrew Lang, pero está claro que se sonreía para sus adentros y que con demasiada frecuencia tenía en cuenta los rostros de otros adultos inteligentes que sobresalían sobre las cabezas de su audiencia infantil. Con grave detrimento para sus Chronicles of Pantouflia.
Dasent replicó con ardor e imparcialidad a los pudibundos críticos de su traducción de los cuentos populares escandinavos. Pero cometió la sorprendente tontería de prohibir específicamente a los niños la lectura de los dos últimos de la colección. Casi parece increíble que una persona pueda dedicarse al estudio de los cuentos de hadas y no saque mejores enseñanzas. Pero ni las críticas habrían sido precisas, ni las réplicas ni las prohibiciones, si no se hubiera considerado innecesariamente a los niños como los lectores exclusivos del libro.
No niego que sean ciertas —aunque suenen sensibleras— las siguientes palabras de Andrew Lang: «Quien desee entrar en el Reino de Fantasía habrá de tener corazón de niño». Porque tenerlo resulta necesario en toda gran aventura, y tanto en territorios más pequeños como mucho más grandes que el de Fantasía. Pero la humildad y la inocencia —que es lo que en un contexto como éste debe entenderse por «corazón de niño» no implican necesariamente un asombro indiscriminado ni, desde luego, una indiscriminada ternura. Chesterton comentó en cierta ocasión que los niños con los que había visto El pájaro azul de Maeterlinck se mostraron insatisfechos «porque no terminaba con el Día del Juicio Final y porque el héroe y la heroína no se enteraban de la fidelidad del Perro y de la infidelidad del Gato». «Porque los niños —dice—, son inocentes y aman la justicia, mientras que la mayoría de nosotros no lo somos y preferimos la misericordia.»
Andrew Lang anduvo errado en este punto. Tuvo dificultades para justificar la muerte del Enano Amarillo a manos del príncipe Ricardo en uno de sus propios cuentos. «Odio la crueldad —dijo—, ... pero fue en lucha leal, con la espada en la mano, y el enano murió con las botas puestas. ¡Descansen en paz sus cenizas!» No parece claro, sin embargo, que una «lucha leal» sea menos cruel que un «juicio leal»; o que atravesar a un enano con una espada sea más justo que la ejecución de reyes malvados y malignas madrastras, cosas de las que Lang abjura: él, y se jacta de ello, envía a los criminales al retiro con una sustanciosa pensión. Esto es misericordia sin la temperancia de la justicia. Bien es cierto que esta declaración no iba dirigida a los niños, sino a los padres y tutores a los que Lang recomendaba su Prince Prigio y su Prince Ricardo como obras adecuadas para sus hijos y pupilos.
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Son los padres y tutores quienes han clasificado los cuentos de Lang como Juvenilia. Y éste es un pequeño ejemplo de la adulteración de valores que se produce.
Si usamos la palabra niño en su buen sentido (tiene también, con todo derecho, otro malo), no debemos consentir que ello nos empuje al sentimentalismo de utilizar adulto o mayor en su mal sentido (también tiene, con todo derecho, otro bueno). El proceso de crecimiento no va necesariamente unido a una creciente perversidad, aunque sí es verdad que con frecuencia ambos suelen darse a un mismo tiempo. Los niños están hechos para crecer, no para quedarse en Peter Pan. No perder la inocencia y la ilusión, sino progresar en la ruta marcada, en la que ciertamente es mejor llegar que viajar esperanzados, aunque hayamos de viajar esperanzados si queremos llegar. Pero una de las enseñanzas de los cuentos de hadas (si puede hablarse de enseñanza en las cosas que no la imparten) es que a la juventud inexperta, abúlica y engreída, el peligro, el dolor y el aleteo de la muerte suelen proporcionarle dignidad y hasta en ciertos casos sentido común.
No caigamos en el error de dividir a la humanidad entre elois y morlocks: hermosos niños («elfos», como a menudo los calificaba estúpidamente el siglo XVM), con sus cuentos de hadas cuidadosamente podados por un lado, y morlocks tenebrosos por otro, al cuidado siempre de sus máquinas. Si algún interés tiene la lectura de los cuentos de hadas como género específico es que merece la pena escribirlos por y para los adultos. Pondrán en ellos, sin duda, y de ellos extraerán más de lo que los niños puedan poner y obtener. Y entonces, como una rama más de un arte auténtico, los niños pueden tener la esperanza de que se les escriban cuentos, cuentos a su medida; como acaso esperan disponer de adecuadas introducciones a la poesía, la historia o las ciencias. De todas formas, siempre es preferible que algunas de las cosas que lean, en particular los cuentos de hadas, sobrepasen su capacidad y no se les queden cortas. Los libros, como la ropa, no deben estorbar el crecimiento; los libros deben, cuando menos, alentarlo.
Ahora bien, si los adultos se decidiesen a acercarse a la lectura de esos cuentos como a una rama más de la literatura —sin jugar a ser niños ni simular que realizan una selección para niños, ni siendo niños que se niegan a crecer—, ¿cuáles serían los valores y cuáles las funciones de este género? Esta es, en mi opinión, la última y definitiva pregunta. Ya he dejado entrever algunas de mis respuestas. Ante todo, si están escritos con arte, ése será simplemente el valor primordial de tales cuentos, que, en cuanto literatura, comparten con el resto de las formas literarias. Pero los cuentos de hadas ofrecen también en forma y grado excepcional otros valores: Fantasía, Renovación, Evasión y Consuelo, de todos los cuales, por regla general, necesitan los niños menos que los adultos. La mayoría de estas cosas se tienen hoy por perjudiciales para todo el mundo. Me detendré brevemente en cada una de ellas, comenzando por la
Fantasía
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L
a mente del hombre tiene capacidad para formar imágenes de cosas que no están de hecho presentes. La facultad de concebir imágenes recibe (o recibió) el nombre lógico de Imaginación. Pero en los últimos tiempos y en el lenguaje especializado, no en el de todos los días, se ha venido considerando a la Imaginación como algo superior a la mera formación de imágenes, adscrito al campo de operaciones de lo Fantasioso, forma reducida y peyorativa del viejo término Fantasía; se está haciendo, pues, un intento para reducir, yo diría que de forma inadecuada, la Imaginación al «poder de otorgar a las criaturas de ficción la consistencia interna de la realidad».
Aun cuando pueda parecer ridículo que una persona tan poco docta pueda mantener una opinión sobre este punto tan básico, me arriesgo a pensar que la diferenciación es filológicamente inadecuada y el análisis, inexacto. Una cosa, o un aspecto, es el poder mental para formar imágenes, y su denominación adecuada debe ser Imaginación. La percepción de la imagen, la aprehensión de sus implicaciones y su control, necesarios para una eficaz expresión, pueden variar en viveza y vigor; pero ello supone una diferencia de grado con respecto a la Imaginación, no de esencia. El logro de la expresión que proporciona (o al menos así lo parece) «la consistencia interna de la realidad»
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es ciertamente otra cosa, otro aspecto, que necesita un nombre distinto: el de Arte, el eslabón operante entre la Imaginación y el resultado final, la Subcreación. Para el fin que ahora me propongo preciso de un término que sea capaz de abarcar a la vez el mismísimo Arte Subcreativo y la cualidad de sorpresa y asombro expositivos que se derivan de la imagen: una cualidad esencial en los cuentos de hadas.
Me propongo, pues, arrogarme los poderes de Humpty-Dumpty y usar de la Fantasía con ese propósito; es decir, con la intención de combinar su uso más tradicional y elevado (equivalente a Imaginación) con las nociones derivadas de «irrealidad» (o sea, disimilitud con el Mundo Primario) y liberación de la servidumbre del «hecho» observado; la noción, en pocas palabras, de lo fantástico. Soy consciente, y con gozo, de los nexos etimológicos y semánticos entre la fantasía y lo fantástico: entre la fantasía y las imágenes de cosas que no sólo «no están realmente presentes», sino que con toda certeza no vamos a poder encontrar en nuestro mundo primario, o que en términos generales creemos imposibles de encontrar. Pero, aun admitiendo esto, no puedo aceptar un tono peyorativo. Que sean imágenes de cosas que no pertenecen al mundo primario (si tal es posible) resulta una virtud, no un defecto. En este sentido, la fantasía no es, creo yo, una manifestación menor sino más elevada del Arte, casi su forma más pura, y por ello —cuando se alcanza— la más poderosa.
La fantasía, claro, arranca con una ventaja: la de domeñar lo inusitado. Pero esta ventaja se ha vuelto en su contra y ha contribuido a su descrédito. A mucha gente le desagrada que la «dominen». Les desagrada cualquier manipulación del Mundo Primario o de los escasos reflejos del mismo que les resultan familiares. Confunden, por tanto, estúpida y a veces malintencionadamente, la Fantasía con los Sueños, en los que el Arte no existe;
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y con los desórdenes mentales, donde ni siquiera se da un control; y con las visiones y alucinaciones.
Pero el error o la malicia, que vienen engendrados por el desasosiego y el consiguiente disgusto, no son la causa única de esta confusión. La Fantasía presenta también una desventaja esencial: es difícil de alcanzar. En mi opinión, la Fantasía no tiene por qué ser menos, sino más subcreativa; pero de todas maneras la práctica enseña que «la consistencia interna de la realidad» es más difícil de conseguir cuanto más ajenas a las del Mundo Primario sean las imágenes y la nueva estructuración de la materia original. Con materiales más «sobrios» es más fácil lograr esa especie de «realidad». Así que la Fantasía queda con demasiada frecuencia casi en barbecho: se la usa y ha usado con ligereza, con poca seriedad, o simplemente como decorado; se queda, sin más, en lo «fantasioso». Cualquiera que haya recibido el maravilloso instrumento del lenguaje puede decir el verde sol. Y muchos pueden imaginarlo o figurárselo. Pero no es suficiente, aunque pueda considerárselo ya un logro mayor que muchos de los apuntes y cuadros «de la vida real» que reciben el aplauso literario.
Crear un Mundo Secundario en el que un sol verde resulte admisible, imponiendo una Creencia Secundaria, ha de requerir con toda certeza esfuerzo e intelecto, y ha de exigir una habilidad especial, algo así como la destreza élfica. Pocos se atreven con tareas tan arriesgadas. Pero cuando se intentan y se alcanzan, nos encontramos ante un raro logro del Arte: auténtico arte narrativo, fabulación en su estadio primario y más puro.
En el arte del hombre es mejor reservar la Fantasía para el campo de la palabra, para la verdadera literatura. En pintura, por ejemplo, la representación visual de imágenes fantásticas es técnicamente muy sencilla; la mano tiende a sobrepasar a la mente, e incluso a desbordarla.
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Con un frecuente resultado de ñoñería y morbidez. Es una desgracia que al Teatro, arte fundamentalmente distinto de la Literatura, se le tenga en general como un todo con ella, o como parte de ella. Hemos de reconocer que otra de tales desgracias es la depreciación de la Fantasía. Ya que al menos en parte tal depreciación se debe al natural deseo de los críticos de pregonar las formas de literatura o de «imaginación» que de forma innata o por deformación profesional prefieren. Y en un país que ha producido un Teatro tan importante y que cuenta con las obras de William Shakespeare, la crítica tiende a ser teatral en demasía. Pero el Teatro es por naturaleza hostil a la Fantasía. En el Teatro, casi siempre fracasa la Fantasía, incluso en sus formas más sencillas, cuando se la presenta del modo que le es propio, ante y para el público. Las formas de la Fantasía no se pueden enmascarar. Puede que si los hombres se disfrazan de animales parlantes sean válidos como bufones o mimos, pero no se acercan a la Fantasía. Creo que esto queda bien demostrado por el fracaso de esa forma bastarda que es la pantomima. Cuanto más se acerca al «cuento de hadas dramatizado», peor resultado da. Sólo se la tolera cuando el argumento y su fantasía quedan reducidos a meros vestigios de un entramado de farsa, y de nadie se requiere o se espera ningún tipo de «credulidad» en ningún momento de la representación. Esto, claro está, se debe al hecho de que los directores de escena tienen que echar mano de la tramoya, o así lo intentan, para simular tanto lo fantástico como lo mágico. En cierta ocasión presencié una de las llamadas «pantomimas infantiles», el mismísimo cuento de El gato con botas, incluida la transformación del ogro en ratón. De haber resultado la tramoya un éxito, hubiese aterrorizado a los espectadores o hubiera significado un auténtico acto de magia. Tal como se desarrolló, en cambio, aunque resuelta con cierta ingeniosidad luminotécnica, no necesitamos tanto sofocar nuestra incredulidad como ahorcarla, arrastrarla y hacerla cuartos.