—ahora juegan lejos,
fieros animalejos,
y él, manso y sin reflejos:
el gato, ante su plato, hace rato
que vive holgada vida.
Pero jamás olvida.
Vivió una vez un hombre aquí
que al correr de las horas,
inmóvil como piedra gris,
jamás echaba sombra.
Búuhos hallaron nido en él
bajo lunas de invierno;
bajo estrellas de junio, a aquél
por muerto lo tuvieron.
Llegó una dama envuelta en gris
en el ocaso incierto:
fulgió por un instante allí,
trenzado en flor, su pelo.
Libre de encanto al fin brotó
despierto de la roca:
en carne y hueso la abrazó
fundiéndose en su sombra.
Ella no ha vuelto a caminar
bajo estrellas o soles:
habita la profundidad
donde no hay día o noche.
Mas sólo un día al año, aquel
en que lo oculto brota,
danzan hasta el amanecer:
la misma sombra arrojan.
Cuando era la luna nueva, y el sol joven,
de su plata y oro cantaban los dioses:
en la hierba verde derramaban plata,
y las blancas aguas con oro llenaban.
El Infierno aún no se había abierto,
dragones y enanos no estaban despiertos;
los Elfos de antaño sus fuertes hechizos
bajo verdes montes y en valles vacíos
cantaron; e hicieron hermosos objetos,
brillantes coronas para Reyes Elfos.
Mas su hado cayó, se apagó su canto,
por acero herido, por hierro apresado.
Codicia sin música, sin risa en el rostro,
en grutas oscuras guardó su tesoro,
la plata esculpida y el oro grabado:
en el hogar élfico las sombras reinaron.
En su oscura cueva un enano viejo
labraba oro y plata con hábiles dedos;
usaba su yunque, tenaza y martillo
hasta desangrarse los viejos nudillos.
Hacía monedas, y anillos forjaba:
el poder de reyes en sueños compraba.
Se nubló su vista, se arruinó su oído
y su viejo cráneo se volvió amarillo;
dejaban caer sus manos nudosas
con pálido brillo las piedras preciosas.
No oyó las pisadas ni sintió el temblor
al saciar su sed el joven dragón;
humeó la corriente en su oscura puerta,
siseaban las llamas en la húmeda tierra.
La muerte encontró entre rojos fuegos,
y el fango caliente deshizo sus huesos.
Bajo grises rocas un viejo dragón
cerraba los ojos solo y sin temor.
Sin gozo vivía, la edad le pesaba;
sus miembros curvados, la piel arrugada
por el largo tiempo del tesoro esclavo;
su corazón era un horno apagado.
Con gemas cubría su vientre viscoso,
oliendo y lamiendo la plata y el oro:
sabía el lugar de cada moneda
bajo el manto oscuro de sus alas negras.
Sobre el duro lecho soñó con ladrones,
y que devoraba su carne a jirones:
bebía su sangre, quebraba sus huesos;
bajó las orejas, y calmó su aliento.
La cota de malla no oyó tintinear:
perturbó una voz su profundo hogar.
Por aquel tesoro un joven guerrero
venía a retarlo con brillante acero.
Su piel y sus dientes eran cuerno y dagas;
pero venció el hierro y murió su llama.
Sobre un alto trono un viejo monarca
veía crecer sus barbas nevadas;
ya no saboreaba carne ni bebida,
ni oía canciones; tan sólo podía
pensar en su cofre de tapa labrada,
que pálidas gemas y el oro guardaba,
secretos tesoros en oscuro suelo;
sus puertas estaban selladas con hierro.
Se habían mellado sus nobles espadas;
su reino era injusto, su gloria menguada,
sus salas desiertas y sus parques gélidos;
pero él era rey de aquel oro élfico.
No escuchó los cuernos cruzar las montañas,
tampoco olió sangre en la hierba hollada:
ardió su palacio, quemaron su reino
y a una helada fosa echaron sus huesos.
Bajo oscura roca un viejo tesoro
olvidado yace tras puerta y cerrojo.
El torvo portal nadie cruzar puede.
En la tumba fría crece hierba verde;
pacen allí ovejas y vuelan alondras,
y una suave brisa sopla de la costa.
Al viejo tesoro la noche lo encierra,
mientras duerme el Elfo y espera la tierra.
Yo paseaba junto al mar, y me vino a encontrar,
como luz de estrellas en la arena bañada,
una concha nacarina cual campana marina;
yacía temblando en mi mano mojada.
Entre mis trémulos dedos percibí cómo un eco
despertaba, débil, flotando junto al muelle
una boya que bailaba, una frágil llamada
sobre un mar sin fin, ahora lejano y tenue.
Vi un bote, en aquel momento, que flotaba en silencio,
vacío en la noche y gris en la marea.
«¡Es más que tarde! ¡Partamos! ¿A qué estás esperando?»,
grité al embarcarme: «¡Huyamos de estas tierras!».
Huimos de aquellas tierras, envueltos por la niebla,
rociados de espuma, por el sueño vencidos,
hacia una playa olvidada en una tierra extraña.
Al caer la tarde, tras las aguas oímos
una campana marina que las olas mecían,
tañendo, tañendo, y el rugir de rompientes
en los terribles colmillos de un escollo escondido;
y a una extensa costa fui a parar finalmente.
Blanca brillaba la arena, y en espejos de estrellas
las aguas hervían como en redes de plata; r
ocosos acantilados relucían bañados
en la luz lunar, como huesos de nácar.
Caía polvo de perlas, centelleando, en la arena
por entre mis dedos; y fragmentos de joyas,
y trompetas opalinas, y flautas de amatista
o de color verde, y coralinas rosas.
Mas bajo riscos de piedra había oscuras cuevas,
sombrías y grises, con cortinajes de algas;
pude sentir cómo el viento movía mis cabellos,
y escapé de allí, mientras la luz menguaba.
Un verde arroyo corría bajando una colina;
bebí de sus aguas y fui reconfortado.
Por sus cascadas subí hacia un bello país
de eterno crepúsculo y del mar alejado,
trepando por las praderas de penumbras inquietas:
había allí flores como estrellas caídas,
y en el estanque, el nenúfar, flotando, era la luna
en un agua azul, helada y cristalina.
Los alisos dormitaban y los sauces lloraban
junto a un lento río de serpenteantes hierbas;
espadas de lirios blancos protegían los vados,
y lanzas verdosas, y cañas como flechas.
Durante toda la tarde allá abajo en el valle
se oyó una canción; multitud de criaturas
corrían por donde fuere; liebres de blanco nieve;
ratas que salían; mariposas nocturnas
con ojos como faroles; sorprendidos tejones
mirando en silencio desde sombrías puertas.
Pude oír desde allí un baile, y música en el aire,
pies yendo deprisa sobre la verde hierba.
Mas doquiera que mirara siempre lo mismo hallaba:
no había pie alguno, y todo estaba quieto;
jamás una bienvenida, tan sólo las esquivas
flautas y las voces, y cuernos en el cerro.
Con las hojas del arroyo y juncos en manojos
me hice un manto verde como las esmeraldas,
una vara en que apoyarme, y un dorado estandarte;
con fulgor de estrellas destelló mi mirada.
Con flores como corona me paré en una loma
y con voz aguda como el canto del gallo
grité orgulloso: «¿Por qué, decidme, os escondéis?
¿Por qué todavía nadie me ha contestado?
Aquí me presento yo, de estas tierras señor,
con puñal de lirio y una maza de caña.
¡Responded algo, por fin! ¡Apareced, salid!
¡Por favor, habladme! ¡Mostradme alguna cara!».
Se acercó una nube oscura cual mortaja nocturna.
A tientas anduve igual que un topo negro: