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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (11 page)

BOOK: Cuernos
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—Mierda —dijo Terry—. Igual se ha mojado.

Dio un paso hacia el tocón.

Eric le sujetó el brazo.

—Espera. A veces...

Pero Ig no pudo escuchar el resto de la frase. Nadie pudo. El pavo de doce kilos de Lydia Perrish explotó con un chasquido ensordecedor, un sonido tan intenso, tan repentino y penetrante que las chicas de la roca chillaron, igual que muchos de los chicos. Ig también habría gritado, pero la explosión parecía haberle dejado sin aire en los pulmones y sólo logró emitir un silbido.

El pavo voló en pedazos envuelto en llamas. Parte del tocón también salió volando y trozos de madera surcaron el aire. El cielo se abrió y de él cayó una lluvia de carne. Huesos todavía recubiertos de carne cruda y temblorosa cayeron golpeando las hojas de los árboles y rebotando en el suelo. Jirones de pavo chapotearon en el río. Después circularon historias según las cuales las chicas de Coffin Rock habían acabado decoradas con trozos de pavo crudo, empapadas en sangre de ave de corral, como la tía esa de la película
Carrie,
pero eran puras exageraciones. Los fragmentos de pavo que llegaron más lejos cayeron a más de seis metros de la roca.

Ig notaba los oídos como si se los hubiera taponado con algodón. Alguien gritó de emoción a lo lejos, o al menos eso pensó, Pero cuando se volvió a mirar vio a una chica chillando de pie casi detrás de él. Era Glenna, con su sorprendente chaqueta de cuero y su top ajustado. Estaba junto a Lee Tourneau y le agarraba dos dedos con una mano. La otra la tenía levantada con el puño cerrado, en un gesto triunfal algo palurdo. Cuando Lee se dio cuenta se soltó de su mano sin decir palabra.

El silencio se llenó de otros sonidos. Gritos, aullidos, risas. En cuanto hubieron caído del cielo los últimos restos de pavo los chicos salieron de sus escondites y empezaron a dar saltos. Algunos cogieron trozos de hueso, los tiraron al aire y simularon agacharse para esquivarlos, recreando el momento de la detonación. Otros se subieron a las ramas bajas de los árboles, como si hubieran pisado una mina y salido despedidos por los aires. Se columpiaban atrás y adelante aullando. Un chico se puso a bailar, por alguna razón simulaba tocar la guitarra, aparentemente sin saber que tenía un jirón de piel de pavo en el pelo. Parecía la escena de un documental sobre antropología. Por un momento los chicos, la mayoría de ellos al menos, parecían haberse olvidado de que tenían que impresionar a las chicas de la roca. En cuanto el pavo explotó, Ig había mirado hacia el río para comprobar que estaban bien. Ahora seguía mirándolas mientras se ponían de pie riendo y conversando animadamente entre ellas. Una hizo un gesto con la cabeza río abajo y después caminó hacia el banco de arena donde estaban los kayaks. No tardarían en irse.

Ig pensó qué podría inventarse para evitar que se fueran. Tenía el carro de supermercado y lo empujó unos pocos metros por el camino de bicicletas y después de nuevo colina abajo subido en las ruedas traseras, sólo por la necesidad de hacer algo, pues siempre pensaba mejor si se movía. Se tiró una vez y después otra, tan concentrado estaba en sus pensamientos que apenas era consciente de lo que hacía.

Eric, Terry y los otros chicos se habían congregado alrededor de los restos humeantes del árbol para inspeccionar los daños. Eric enseñó el último petardo que le quedaba.

—¿Qué vas a volar ahora? —preguntó alguien.

Eric arrugó el ceño pensativo pero no contestó. Los chicos que estaban a su alrededor empezaron a hacer sugerencias y pronto estuvieron todos gritando. Alguien se ofreció a traer un jamón, pero Eric negó con la cabeza.

—Ya hemos hecho algo con carne.

Otro dijo que deberían meter el petardo en uno de los pañales usados de su hermana pequeña y un tercero apuntó que sólo si ella también estaba dentro, lo que suscitó risas generalizadas.

Después alguien repitió la pregunta. —
¿Qué vas a volar ahora?
— y esta vez hubo silencio mientras Eric tomaba una decisión.

—Nada —dijo y se metió el petardo en el bolsillo.

Los chicos emitieron ruidos de decepción pero Terry, que se sabía muy bien su papel, hizo un gesto de aprobación.

Entonces empezaron las ofertas. Un chico dijo que se lo cambiaba por las películas porno de su padre; otro por las películas
caseras
que hacía su padre.

—En serio, tío, mi madre es un putón en la cama —dijo, y los chicos casi se cayeron al suelo de la risa.

—Las posibilidades de que os dé mi último petardo —dijo Eric mientras apuntaba hacia Ig con el dedo pulgar— son las mismas de que un maricón de vosotros se suba al carro de supermercado y baje la colina montado en él desnudo.

—Yo me tiro —dijo Ig—. Desnudo.

Las cabezas se volvieron hacia él. Estaba a varios metros del grupo de muchachos que rodeaban a Eric y al principio nadie pareció saber quién había hablado. Después hubo risas y silbidos de incredulidad. Alguien le tiró a Ig un muslo de pavo. Éste lo esquivó y el muslo le pasó por encima de la cabeza. Cuando se enderezó vio a Eric mirándole fijamente mientras se pasaba el último petardo de una mano a la otra. Terry estaba de pie justo detrás de Eric. Tenía una expresión glacial y sacudió la cabeza de forma casi imperceptible, como diciendo:
Ni se te ocurra.

—¿Vas en serio? —preguntó Eric.

—¿Me darás el petardo bomba si bajo la colina subido al carro sin ropa?

Eric lo miró pensativo con los ojos entrecerrados.

—Toda la cuesta. Y desnudo. Si el carro no llega abajo del todo pierdes. Me importa un huevo si te partes la crisma.

—Tío —dijo Terry—, no te voy a dejar hacerlo. ¿Qué coño quieres que le diga a mamá cuando te rompas la cabeza?

Ig esperó a que se acallaran las risas antes de responder simplemente:

—No pienso hacerme daño.

Eric dijo:

—Trato hecho. Esto no me lo pierdo.

—Esperad un momento —dijo Terry riendo y agitando una mano en el aire. Corrió sobre la tierra seca hasta Ig, rodeó el carro y lo cogió del brazo. Cuando se agachó para hablarle al oído sonreía, pero habló con voz baja y áspera—: ¿Quieres irte a tomar por culo? No vas a bajar por esa cuesta con la polla al aire. Vamos a parecer dos retrasados mentales.

—¿Por qué? Nos hemos bañado desnudos aquí y la mitad de esos chicos ya me han visto sin ropa. La otra mitad —dijo Ig mirando a la concurrencia— no sabe lo que se ha perdido.

—No tienes ninguna posibilidad de bajar la cuesta en este trasto sin caerte. Joder, es un carro de supermercado. Tiene unas ruedas así.

Juntó los dedos pulgar e índice formando un pequeño círculo.

—Sí que la tengo —dijo Ig.

Terry entreabrió los labios enseñando los dientes con una sonrisa que sugería furia y frustración. Pero sus ojos..., sus ojos delataban miedo. En la imaginación de Terry, Ig ya se había dejado la cara en la ladera de la colina y yacía hecho un ovillo a mitad del camino. Ig sintió por él un ramalazo de afectuosa compasión. Terry era un tío guay, mucho más guay de lo que él llegaría a ser nunca, y sin embargo estaba asustado. El miedo constreñía su visión, de forma que no podía ver más que la parte mala de aquella situación. Ig no era así.

Eric intervino:

—Déjale tirarse si quiere. No eres tú el que va a acabar despellejado. Él probablemente sí, pero tú no.

Terry siguió discutiendo unos segundos con Ig, no con palabras sino con la mirada. Lo que le hizo apartar la vista fue una suave carcajada desdeñosa. Lee Tourneau se había vuelto para susurrar algo a Glenna tapándose la boca con la mano. Pero por alguna razón la ladera de la colina estaba en silencio y todos le oyeron:

—Más nos vale no estar aquí cuando llegue la ambulancia a recoger a ese pringado.

Terry se giró hacia él temblando de furia.

—No te vayas. Quédate ahí con ese monopatín que eres demasiado cagado para montar y disfruta del espectáculo. Así podrás ver lo que son un par de huevos. Toma nota.

El grupo de chicos rompió a reír. Las mejillas de Lee estaban encendidas y se habían vuelto del rojo más intenso que Ig había visto nunca en un rostro humano, el color del demonio en unos dibujos animados de Disney. Glenna le dirigió una mirada entre dolorida y disgustada y después se alejó un paso de él, como si estar al lado de un tío tan poco enrollado fuera contagioso.

Aprovechando que estaba distraído con las risas de los chicos, Ig se escabulló de la mano de Terry y situó el carro en dirección a lo alto de la colina. Lo empujó a través de los matojos que crecían en el borde del sendero porque no quería que los otros chicos subieran detrás de él y supieran lo que él sabía, vieran lo que él veía.

No quería dar a Eric Hannity la oportunidad de echarse atrás. Su público se apresuró a seguirle entre empujones y gritos.

No había llegado muy lejos cuando las ruedecillas del carro se engancharon en un arbusto y giraron bruscamente hacia un lateral. Intentó enderezarlo con todas sus fuerzas mientras escuchaba un nuevo estallido de carcajadas a su espalda. Terry caminaba a buen paso a su lado y agarró la parte delantera del carro y lo enderezó mientras negaba con la cabeza y susurraba para sí:
¡Dios!
Ig siguió empujando el carro hacia delante.

Unos cuantos pasos más y estuvo en la cima de la colina. Había tomado una decisión, así que no había motivos para sentir vergüenza. Soltó el carro y, tirando de la cintura de sus pantalones, se los bajó junto con los calzoncillos, enseñando a los chicos que estaban colina abajo su culo pálido y huesudo. Hubo gritos de conmoción y de exagerado desagrado. Cuando se enderezó, Ig sonreía. Se le había acelerado el corazón, pero sólo un poco, como alguien que pasa de caminar a emprender una ligera carrera, tratando de coger un taxi antes de que se lo quiten. Se sacó los pantalones sin quitarse las zapatillas y después hizo lo mismo con la camiseta.

—Así me gusta —dijo Eric Hannity—, que no seas tímido.

Terry rió —una risa levemente histérica— y miró hacia otro lado. Ig se volvió hacia su público. Tenía quince años y estaba desnudo, con los huevos y la polla al aire. El sol de la tarde le quemaba los hombros. El aire olía al humo procedente del cubo de basura, donde
Autopista al infierno
seguía con su colega de pelo largo.

Autopista al infierno
levantó una mano con el dedo índice y el meñique hacia arriba, formando el símbolo de los cuernos del demonio, y gritó:

—Eso es, cariño. Haznos un numerito cachondo.

Por alguna razón estas palabras afectaron a los chicos más que ninguna de las cosas que se habían dicho hasta entonces, tanto que algunos se doblaron de risa y parecieron quedarse sin respiración, como por efecto de algún tipo de toxina suspendida en el aire. Por su parte, Ig estaba sorprendido de lo relajado que se sentía desnudo a excepción de las deportivas. No le importaba estar sin ropa delante de otros chicos, y las chicas de Coffin Rock sólo le verían fugazmente antes de que se sumergiera en el río
,
lo cual no le preocupaba, al contrario, le producía un alegre cosquilleo de excitación en la boca del estómago. Claro que había una chica que ya le estaba mirando, Glenna. Estaba de puntillas detrás de los otros espectadores con la boca abierta de par en par en una mezcla de incredulidad y diversión. Su novio, Lee, no estaba con ella. No les había seguido colina arriba, por lo visto no había querido ver unas pelotas de verdad.

Ig empujó el carro de supermercado y maniobró con él hasta colocarlo en posición de salida. Aprovechó el momento de caos para prepararse para el descenso. Nadie reparó en el cuidado con que alineó el carro con las tuberías semienterradas.

Lo que Ig había descubierto al recorrer pequeñas distancias subido al carro en el arranque de la colina era que las dos cañerías viejas y oxidadas que sobresalían del suelo distaban algo más de medio metro la una de la otra aproximadamente, el espacio justo para acomodar las ruedas traseras del carro. Había casi treinta centímetros de espacio a ambos lados, y cuando una de las dos ruedas delanteras se torcía e intentaba desviar al carro de su trayectoria, chocaba contra una tubería y se enderezaba. Había muchas posibilidades de que al descender por la empinada pendiente el carro chocara con una piedra y saltara. Pero no se desviaría ni tampoco volcaría. No
podía
desviarse de su trayectoria. Rodaría entre las cañerías igual que un tren sobre raíles.

Seguía sujetando su ropa bajo el brazo, así que se volvió y se la lanzó a Terry.

—No te vayas a ninguna parte con ella. Enseguida habré terminado.

Ahora que había llegado el momento e Ig sujetaba el manillar del carro preparándose para despegar vio unas cuantas caras de alarma entre los chicos que miraban. Algunos de los más mayores y de aspecto más sensato esbozaban una media sonrisa burlona pero sus ojos expresaban preocupación, conscientes por primera vez de que tal vez alguien debía poner fin a aquella situación antes de que las cosas llegaran demasiado lejos e Ig resultara herido. Se le ocurrió entonces que si no lo hacía ya, alguien podría poner alguna objeción.

—Nos vemos ahora —dijo, y antes de que nadie pudiera tratar de detenerle empujó el carro hacia delante y se encaramó a la parte trasera.

Era como un estudio de perspectiva, las dos tuberías descendiendo colina abajo y acercándose paulatinamente hasta un punto final, la bala y el cañón de la escopeta. Prácticamente desde el momento mismo en que se subió al carro tuvo la sensación de zambullirse en un silencio casi eufórico, donde tan sólo se oía el chirrido de las ruedas y el tamborileo y el chasquido metálico del armazón de acero. Vio pasar a gran velocidad el río Knowles con su superficie negra destellando al sol. Las ruedas giraban hacia la derecha y después a la izquierda, chocaban contra las tuberías y enseguida se enderezaban, tal y como Ig había imaginado.

Llegó un momento en que el carro iba demasiado deprisa para que él pudiera hacer otra cosa que sujetarse fuerte. No había posibilidad de parar, de bajarse. No había contado con que cogería velocidad tan rápido. El viento cortaba su piel desnuda y le quemaba, ardía en su descenso como un Ícaro en llamas. El carro chocó con algo, una piedra cuadrada, y el costado izquierdo se levantó del suelo. Era el final, iba a volcar a mucha velocidad, concretamente no sabía a cuánta, y su cuerpo desnudo saldría despedido sobre los barrotes del carro y la tierra lo lijaría hasta despellejarlo y rompería sus huesos en mil pedazos, igual que los huesos del pavo en la súbita explosión. Pero por fortuna la rueda delantera rozó la curva de la cañería e inmediatamente corrigió la trayectoria. El sonido de las ruedas girando más y más deprisa se había transformado en un silbido sin melodía, en un pitido lunático.

BOOK: Cuernos
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