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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (8 page)

BOOK: Cuernos
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—A mí también —dijo Ig.

—Quiero volver a mi despacho —dijo su padre con la boca abierta y respirando pesadamente—. Te veo y necesito irme. A mi despacho. A Las Vegas, a París. A donde sea. Quiero marcharme y no volver nunca.

—Y realmente piensas que yo la maté. ¿Nunca te has preguntado si todas esas pruebas que Gene y tú destruisteis podían haberme salvado? Con todas las veces que te aseguré que yo no lo había hecho..., ¿nunca se te pasó por la cabeza que a lo mejor —sólo a lo mejor— era inocente?

Su padre le miró unos instantes, incapaz de contestar. Después dijo:

—No. La verdad es que no. Lo que me sorprendió fue que no le hubieras hecho algo antes. Siempre he pensado que eras un asqueroso pervertido de mierda.

Capítulo 9

S
e detuvo un minuto entero en el umbral de su habitación.

No entró ni se tumbó en la cama, como había pensado hacer. Le volvía a doler la cabeza, en las sienes, en la base de los cuernos. Por el rabillo del ojo sentía palpitar la oscuridad al mismo ritmo que su pulso.

Necesitaba descansar más que nada en el mundo. Quería que se acabara toda aquella locura. Necesitaba la caricia fría de una mano en su frente. Quería que Merrin volviera, quería llorar hundiendo la cara en su regazo y notar sus dedos acariciándole la nuca. Todos sus recuerdos de paz estaban asociados a ella. La brisa de una tarde de julio, tumbados en la hierba junto al río. Un día lluvioso de octubre, bebiendo sidra en el cuarto de estar de ella envueltos en una manta. Su nariz fría junto a la oreja.

Recorrió la habitación con la vista y observó los detritos de su vida acumulados. Vio la funda de su vieja trompeta sobresaliendo un poco desde debajo de la cama, la cogió y la apoyó en el colchón. Dentro estaba el instrumento plateado. Estaba brillante y las llaves suaves, como desgastadas por el uso.

Y en efecto lo estaban. Incluso cuando supo que debido a la debilidad de sus pulmones no podría tocar nunca más, por razones que ya no lograba entender había seguido practicando. Cuando sus padres le mandaban a la cama se ponía a tocar en la oscuridad. Tumbado de espaldas bajo las sábanas, recorría las llaves con los dedos. Tocaba a Miles Davis, a Wynton Marsalis y a Louis Armstrong. Pero la música estaba sólo en su cabeza. Porque aunque colocaba los labios en la boquilla, no se atrevía a soplar, por miedo a invocar la oleada de vértigo y de nieve negra. Todas esas horas practicando sin un propósito útil se le antojaban una absurda pérdida de tiempo.

En un súbito ataque de furia vació el contenido de la funda. Cogió la trompeta y toda su parafernalia —lengüetas, aceite para engrasar las llaves, boquilla de repuesto— y lo lanzó contra la pared. Lo último que cogió fue la sordina, una Tom Crown que parecía un adorno navideño de gran tamaño hecha de cobre bruñido. Hizo ademán de tirarla pero los dedos se negaban a abrirse, no le dejaban lanzarla. Era un objeto bellamente fabricado, pero no era ésa la razón por la que continuaba aferrándola. En realidad no sabía por qué lo hacía.

Lo que se hacía con una Tom Crown era encajarla en la campana de la trompeta para ahogar el sonido. Si se usaba correctamente producía un gemido lascivo e insinuante. Ig la miró con el ceño fruncido. En su cabeza había un pensamiento que no lograba identificar. No se trataba de una idea, todavía no. Más bien una noción confusa, que iba y venía. Algo que tenía que ver con las trompetas, con sus parientes las cornetas, los antepasados de éstas, los cuernos, y con la manera de sacarles el máximo partido.

Dejó la sordina y volvió su atención a la funda de la trompeta. Sacó el acolchado de gomaespuma, metió una muda de ropa y después se puso a buscar su pasaporte. No porque estuviera pensando en salir del país, sino porque quería llevarse todo lo importante, de forma que no tuviera que regresar.

El pasaporte estaba metido entre las páginas de la Biblia en edición de lujo que guardaba en el primer cajón del armario, la versión autorizada del rey Jacobo encuadernada en piel blanca y con la palabra de Dios inscrita en letras doradas. Terry la llamaba «Biblia Neil Diamond». La había ganado de pequeño participando en un juego de preguntas y respuestas en la escuela dominical. Cuando se trataba de preguntas sobre la Biblia, Ig se sabía todas las respuestas.

Sacó el pasaporte del libro sagrado y después se detuvo a mirar una columna de puntos y líneas borrosas escritas en lápiz en las guardas. Era la clave del código Morse. Ig la había copiado al final de la «Biblia Neil Diamond» hacía más de diez años. En una ocasión pensó que Merrin le había mandado un mensaje en Morse, y pasó dos semanas componiendo una respuesta empleando el mismo código. Seguía escrita allí, en una sucesión de círculos y guiones, su plegaria favorita de cuantas contenía el libro.

Metió la Biblia también en la funda de la trompeta. Seguro que contenía algún consejo útil para una situación como la suya, un remedio homeopático para casos de «diablitis» aguda.

Era hora de irse, antes de encontrarse a nadie más, pero al pie de las escaleras notó la boca seca y pastosa y descubrió que le costaba trabajo tragar. Se dirigió a la cocina y bebió del grifo. Cogió agua con las manos y se mojó la cara. Después se agarró a la pila, agachó la cabeza y la sacudió como hacen los perros. Se secó con un paño de cocina y disfrutó de su tacto áspero con la piel sensible y aterida. Finalmente tiró el paño y se volvió. Su hermano estaba de pie detrás de él.

Capítulo 10

T
erry estaba apoyado contra la pared, junto a la puerta batiente. No tenía muy buen aspecto, tal vez por efecto del jet lag. Estaba sin afeitar y tenía los párpados hinchados y cargados, como si le hubiera dado un ataque de alergia. Terry era alérgico a todo: al polen, a la mantequilla de cacahuete... En una ocasión había estado a punto de morir por una picadura de abeja. La camisa de seda negra y los pantalones de tweed le quedaban flojos, como si hubiera perdido peso.

Se miraron el uno al otro. No habían estado juntos en la misma habitación desde el fin de semana en que mataron a Merrin y entonces Terry no tenía mucho mejor aspecto, el dolor que sentía por ella y por Ig le había dejado mudo. Poco después se había ido a la Costa Este —en teoría para ensayar, aunque Ig sospechaba que los ejecutivos de la Fox le habían convocado a una reunión urgente para evaluar los daños después de lo ocurrido— y desde entonces no había vuelto, algo que no era sorprendente. A Terry nunca le había gustado demasiado Gideon, ni siquiera antes del asesinato.

Terry dijo:

—No sabía que estabas aquí. No te he oído entrar. ¿Qué te pasa, te han salido cuernos?

—Pensé que necesitaba un cambio de look. ¿Te gustan?

Su hermano negó con la cabeza.

—Quiero decirte algo.

La nuez le subía y bajaba por la garganta.

—Pues únete al club —dijo Ig.

—Quiero decirte algo, pero al mismo tiempo no quiero decírtelo. Me da miedo.

—Suéltalo. No te cortes. Seguro que no es tan malo. No creo que nada de lo que me digas me moleste. Mamá acaba de decirme que no quiere volver a verme y papá que le gustaría que me hubieran metido en la cárcel el resto de mi vida.

—¡No!

—Sí.

—Joder, Ig —dijo Terry con los ojos llorosos—. Me siento fatal. Por todo. Por cómo te han ido las cosas. Sé perfectamente cuánto la querías. Yo también la quería, de hecho. Era una tía genial.

Ig asintió.

—Quería que supieras... —dijo Terry con voz entrecortada.

—Adelante —le animó Ig con suavidad.

—... Que yo no la maté.

Ig le miró fijamente mientras notaba pinchazos de pequeñas agujas en el pecho. La idea de que Terry hubiera podido violar y asesinar a Merrin jamás se le había pasado por la imaginación. Era imposible.

—Claro que no —dijo.

—Os quería y deseaba veros felices. Nunca le habría hecho daño.

—Lo sé.

—Y de haber sabido que Lee Tourneau iba a matarla habría tratado de impedirlo —continuó Terry—. Creía que Lee era su amigo. Y quería contártelo, pero Lee me obligó a guardar silencio. Me obligó.

—¿Qué? —gritó Ig.

—Es una persona horrible, Ig —dijo Terry—. No le conoces. Crees que sí, pero no tienes ni idea.

—¿Qué? —volvió a gritar Ig.

—Nos tendió una trampa a los dos y desde entonces mi vida es un infierno —dijo Terry.

Ig corrió hacia el recibidor, se dirigió a oscuras hasta la entrada y salió dando un portazo. Cuando la luz le dio en los ojos se tambaleó, tropezó en las escaleras y cayó al suelo. Se levantó jadeando. Se le había caído la funda de la trompeta —prácticamente había olvidado que la llevaba— y la recogió de la hierba.

Corrió por el césped sin saber apenas lo que hacía. Tenía húmedas las comisuras de los párpados y pensó que estaba llorando, pero cuando se llevó los dedos a la cara vio que en realidad estaban sangrando. Se tocó los cuernos. Las puntas de éstos habían perforado la carne y la sangre le caía por la cara. Notaba un latido continuo en los cuernos y aunque tenía cierta sensación de dolor también experimentaba un placer nervioso en las sienes, parecido al alivio que sigue al orgasmo. Avanzó a trompicones profiriendo maldiciones, obscenidades entrecortadas. Odiaba el esfuerzo que le costaba respirar, odiaba la sangre pegajosa en las mejillas y las manos, ese cielo demasiado azul, el olor de su cuerpo. Odiaba, odiaba.
Odiaba.

Perdido como estaba en sus pensamientos, no reparó en la silla de ruedas de Vera y casi se chocó con ella. La miró brevemente. Se había vuelto a quedar traspuesta y roncaba con suavidad. Esbozaba una leve sonrisa, como si estuviera soñando algo agradable, y la paz y la serenidad que emanaban de su rostro le enfurecieron y le revolvieron el estómago. Quitó el freno a la silla y le dio un empujón.

—Zorra —dijo, mientras su abuela empezaba a rodar colina abajo.

La abuela levantó la cabeza que tenía apoyada en el hombro. Después la volvió a apoyar y la levantó de nuevo, moviéndose un poco. La silla avanzaba traqueteando por el césped recién cortado. A veces una de las ruedas chocaba contra una roca, pero pasaba por encima y seguía rodando. Ig se acordó de cuando tenía quince años y había bajado la pista Evel Knievel montado en un carro de supermercado. Un punto de inflexión en su vida, en realidad. ¿Había ido entonces tan deprisa? Era increíble cómo cogía velocidad una silla de ruedas, la forma en que la vida de una persona cogía velocidad, cómo la vida se transformaba en una bala camino del blanco y era imposible detenerla o desviarla de su trayecto. Lo mismo que la bala, uno no puede saber adónde se dirige, sólo es consciente de la velocidad y la inminencia del impacto. Vera iba probablemente a más de cuarenta por hora cuando la silla se estrelló contra la cerca.

Caminó hacia su coche respirando ahora con tranquilidad. La opresión que había notado en el pecho se había evaporado con la misma rapidez con que había llegado. El aire olía a hierba recién cortada, calentada por el sol de agosto, y al verde de las hojas de los árboles. No sabía adónde iría a continuación, sólo que se marchaba. Una culebra rayada se deslizó por la hierba detrás de él, negra y verde, de apariencia viscosa. La seguía otra y detrás una más. Ig no les prestó atención.

Mientras se sentaba detrás del volante empezó a silbar. Realmente hacía un día estupendo. Dio la vuelta con el coche por el sendero de grava y se dirigió colina abajo. La autopista le esperaba.

Capítulo 11

L
e estaba enviando un mensaje.

Al principio no supo que era ella, ignoraba quién lo estaba haciendo. Ni siquiera sabía que se trataba de un mensaje. Empezó unos diez minutos después de iniciarse la misa, un destello de luz dorada en la periferia de los ojos tan intenso que le hizo parpadear. Se frotó el ojo tratando de hacer desaparecer el borrón cada vez mayor que notaba ante él. Cuando pudo ver algo mejor miró a su alrededor buscando el origen de aquella luz, pero no lo encontró.

La chica estaba sentada al otro lado del pasillo, una fila delante de él. Llevaba un vestido blanco de verano y nunca la había visto antes. No podía dejar de mirarla, no porque pensara que tenía algo que ver con la luz, sino porque era la persona más atractiva de todas cuantas había sentadas en los bancos del otro lado del pasillo. No era el único que pensaba así: un muchacho desgarbado con el pelo tan rubio que parecía blanco estaba sentado justo detrás de ella y a veces parecía inclinarse para mirarle el escote por encima del hombro. Ig nunca había visto antes a la chica, pero el joven le sonaba del colegio, aunque tal vez fuera de un curso superior.

Buscó furtivamente un reloj o una pulsera que pudiera estar atrapando la luz y reflejándola en su ojo. Pasó revista a las personas que llevaban gafas con montura metálica, a las mujeres con pendientes de aro, pero no consiguió identificar a quien emitía aquellos molestos destellos. La mayor parte del tiempo, sin embargo, se dedicó a mirar a la chica, con sus cabellos rojos y los brazos desnudos. Había algo en la blancura de esos brazos que los hacía parecer más desnudos que los de otras mujeres de la iglesia que también iban sin mangas. Muchas pelirrojas tenían pecas, pero ésta parecía esculpida en un bloque de jabón blanco.

Cada vez que dejaba de buscar el origen de los destellos de luz y volvía la cara hacia delante, las ráfagas doradas le atacaban de nuevo como llamas cegadoras. Ese centelleo constante en el ojo izquierdo le estaba volviendo loco, era como una luciérnaga volando en círculos alrededor de su cabeza, aleteando junto a la cara. Hasta dio un manotazo intentando espantarla.

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