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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (5 page)

BOOK: Cuernos
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Además tenía su propia manera de tocar, distinta de la de su padre. El pecho se le hinchaba tanto que daba la impresión de que en cualquier momento se le iba a saltar un botón de la camisa. Los ojos le sobresalían de las órbitas como si estuviera permanentemente sobresaltado. Se movía hacia atrás y hacia delante desde la cintura como un metrónomo. La cara le resplandecía de alegría y en ocasiones su trompeta parecía soltar carcajadas. Había heredado el don más valioso de su padre: cuanto más practicaba algo, más natural le salía y más auténtico y vívido sonaba.

Cuando eran adolescentes, Ig odiaba escuchar a su hermano practicando y solía inventar excusas para evitar ir con sus padres a sus actuaciones. Se ponía enfermo de celos y era incapaz de dormir la noche anterior a una función importante en el colegio o, más tarde, en locales de música. Odiaba especialmente ver actuar a Terry en compañía de Merrin, a duras penas soportaba verla disfrutar con la música. Cuando Merrin seguía con el cuerpo el ritmo de la música de Terry, Ig se imaginaba a su hermano agarrándola por las caderas con unas manos invisibles. Pero aquello ya estaba superado desde hacía mucho tiempo, y dé hecho ahora el mejor momento del día era ver
Hothouse
cuando tocaba Terry.

Ig habría podido tocar también de no ser por su asma. Nunca había logrado acumular el suficiente aire en los pulmones para hacer gemir la trompeta de aquella manera. Sabía que su padre quería que tocara, pero cuando se forzaba a hacerlo se quedaba sin oxígeno, empezaba a notar una horrible presión en el pecho y se le nublaba la vista. En alguna ocasión había llegado a perder el conocimiento.

Cuando fue evidente que nunca llegaría a ninguna parte como trompetista, lo intentó con el piano, pero aquello tampoco fue bien. Su profesor, un amigo de su padre, era un borracho con los ojos inyectados en sangre que apestaba a humo de pipa y que dejaba a Ig solo practicando una pieza complejísima compuesta por él mientras se echaba la siesta en la habitación de al lado. Después de aquello su madre había sugerido el bajo, pero para entonces Ig ya no estaba interesado en tocar un instrumento. En ese momento sólo le interesaba Merrin. Una vez que se enamoró de ella, dejó de necesitar a su familia y sus instrumentos musicales.

Tarde o temprano tendría que verles. A su madre, a su padre y también a Terry. Su hermano estaba en la ciudad, había llegado en el último vuelo nocturno para el ochenta cumpleaños de su abuela, que era al día siguiente, aprovechando que
Hothouse
se había interrumpido para las vacaciones de verano. Era la primera vez que Terry estaba en Gideon desde la muerte de Merrin y no iba a quedarse mucho tiempo, sólo dos días. Ig no le culpaba por querer marcharse enseguida. El escándalo había saltado justo cuando su show empezaba a despegar y podría haber sido el fin de su carrera. Decía mucho de Terry el que hubiera regresado a Gideon, un lugar donde se arriesgaba a ser fotografiado en compañía de su hermano, el violador y asesino, una fotografía por la que el
Enquirer
pagaría hasta mil dólares. Pero lo cierto es que Terry nunca había creído que Ig fuera culpable de nada. Había sido su principal y más encendido defensor en un momento en que su cadena de televisión habría preferido emitir un comunicado del tipo «Sin comentarios» y dejar aquello atrás.

Podría evitarles de momento, pero tarde o temprano tendría que arriesgarse a enfrentarse a ellos. Pensó que tal vez las cosas serían distintas con su familia. Tal vez serían inmunes a él y sus secretos continuarían siendo secretos. Les quería y ellos le querían a él. Tal vez podría aprender a controlarlo, a neutralizarlo, lo que quiera que fuera aquello. Quizá los cuernos desaparecieran. Habían venido sin avisar, ¿no podrían irse de la misma manera?

Se pasó la mano por sus cabellos lacios y escasos —¡se estaba quedando calvo a los veintiséis!— y después se apretó la cabeza con las palmas. Odiaba el ritmo frenético al que se sucedían sus pensamientos, la velocidad con que se sucedían unas a otras las ideas. Se tocó los cuernos con las yemas de los dedos y gritó de miedo. Estuvo a punto de suplicar:
Por favor, Dios, por favor...
Pero se contuvo y no dijo nada.

Le subió un cosquilleo por los antebrazos. Si ahora era un demonio, ¿podría seguir hablando de Dios? Tal vez le golpearía un rayo, le fulminaría con una ráfaga blanca. ¿Ardería?

—Dios —susurró.

No ocurrió nada.

—Dios, Dios, Dios —repitió.

Agachó la cabeza y escuchó, esperando a que pasara algo.

—Por favor, Dios, haz que desaparezcan. Lo siento si anoche hice algo que te cabreó. Estaba borracho —dijo.

Contuvo el aliento, levantó los ojos y se miró en el espejo retrovisor. Los cuernos seguían allí. Estaba empezando a acostumbrarse a ellos. Se estaban convirtiendo en parte de su cara. Este pensamiento le hizo estremecerse de asco.

Por el rabillo del ojo, a su derecha, vio una ráfaga color blanco. Enderezó el volante y detuvo el coche después de subirse al bordillo de la acera. Había estado conduciendo de forma inconsciente, sin prestar atención a dónde estaba y sin tener ni idea de adonde se dirigía. Había llegado, sin proponérselo, a la iglesia del Sagrado Corazón de María, donde durante las tres cuartas partes de su vida había acudido a misa con su familia y donde había visto a Merrin por primera vez.

Se quedó mirando el templo con la boca seca. No había estado allí ni en ninguna otra iglesia desde que mataron a Merrin; evitaba mezclarse con la gente, las miradas de los feligreses. Tampoco quería hacer las paces con Dios; más bien sentía que Dios tenía que hacer las paces con él.

Tal vez si entrara y rezara los cuernos desaparecieran. O tal vez..., tal vez el padre Mould supiera qué hacer. Entonces tuvo una idea: el padre Mould sería inmune al influjo de los cuernos. Si había alguien capaz de resistirse a su poder, pensó Ig, por fuerza tendría que ser un hombre de la Iglesia. Tenía a Dios de su lado y la protección de la casa de Dios. Tal vez podría hacerse un exorcismo. Unas gotas de agua bendita y unos cuantos padrenuestros quizá le devolvieran a la normalidad.

Dejó el coche encaramado en la acera y recorrió a pie el sendero asfaltado que conducía a la iglesia del Sagrado Corazón. Estaba a punto de abrir la puerta cuando se detuvo y retiró la mano. ¿Qué pasaría si, al tocar el picaporte, la mano empezaba a arder? ¿Y si no lograba entrar?, se preguntó. ¿Y si al tratar de cruzar el umbral alguna oscura fuerza le repelía, haciéndole caer de espaldas? Se imaginó tambaleándose por la nave, con humo brotándole del cuello de la camisa, los ojos salidos de las órbitas como los de un personaje de tebeo, se imaginó asfixiándose víctima de horribles dolores.

Se obligó a agarrar el picaporte. Una de las hojas de la puerta cedió a la presión de su mano, una mano que no ardía, ni le escocía ni le dolía en modo alguno. Escudriñó en la oscuridad de la iglesia, por encima de las filas de bancos barnizados de color oscuro. Olía a madera especiada y a viejos himnarios, con sus gastadas tapas de piel y hojas quebradizas. Siempre le había agradado aquel olor y le sorprendió comprobar que seguía gustándole, que no le hacía atragantarse.

Cruzó el umbral, extendió los brazos y esperó. Se examinó un brazo y a continuación el otro, esperando ver humo salir de los puños de la camisa. No pasó nada. Se llevó una mano al cuerno de la sien derecha. Seguía allí. Esperaba notar un hormigueo, un dolor pulsátil, algo. Pero no sintió nada. La iglesia era una caverna silenciosa y oscura, iluminada tan sólo por el brillo pastoso de las vidrieras policromadas. María a los pies de su hijo mientras éste agonizaba en la cruz. Juan bautizando a Jesús en el río.

Pensó que debía ir hasta el altar, arrodillarse y suplicar a Dios que le diera una tregua. Una plegaria se formó en sus labios:
Por favor, Dios, si haces que desaparezcan los cuernos te serviré siempre. Volveré a venir a la iglesia, me haré sacerdote. Difundiré la palabra de Dios en calurosos países del Tercer Mundo donde todo el mundo tenga la lepra, si es que la lepra sigue existiendo.

Pero, por favor, haz que desaparezcan, haz que vuelva a ser el de antes.
No llegó a pronunciarla, sin embargo. Antes de que pudiera dar un paso, escuchó un suave ruido metálico de hierro chocando contra hierro que le hizo volver la cabeza.

Seguía en la entrada que conducía al patio y a su izquierda había una puerta, ligeramente entreabierta, que daba a una escalera. Abajo había un pequeño gimnasio abierto que los parroquianos podían usar para distintos propósitos. De nuevo un sonido de hierro chocando con suavidad. Ig empujó la puerta con la mano y, conforme ésta se abría, por ella se coló una melodía country.

—¿Hola? —llamó desde el umbral.

Otro ruido metálico y luego un resoplido.

—¿Sí? —respondió el padre Mould—. ¿Quién es?

—Ig Perrish, señor.

Siguió un momento de silencio que dio la impresión de prolongarse demasiado.

—Baja —dijo el padre Mould.

Ig bajó las escaleras.

En la pared opuesta del sótano una hilera de tubos fluorescentes iluminaba una colchoneta de gimnasia, algunas pelotas hinchables gigantes y una barra de equilibrios, el material de las clases de gimnasia para niños. Sin embargo, junto al hueco de la escalera algunas de las luces estaban apagadas y estaba más oscuro. Contra las paredes había dispuestas varias máquinas de ejercicios cardiovasculares. Cerca del pie de las escaleras había un banco de pesas sobre el que estaba tumbado de espaldas el padre Mould.

Cuarenta años atrás Mould había sido delantero en el Syracuse y más tarde marine. Había servido en el Triángulo de Acero y conservaba el aspecto físico corpulento e imponente de un jugador de hockey, el aura de seguridad y autoridad de un soldado. Caminaba despacio, abrazaba a las personas que le hacían reír y eran tan amoroso como un viejo San Bernardo al que le gusta dormir encima del sofá aunque sabe que no debe. Llevaba un chándal gris y unas Adidas desgastadas y pasadas de moda. Su crucifijo colgaba de uno de los extremos de la barra de pesas y se balanceaba suavemente cada vez que ésta subía o bajaba.

Detrás del banco estaba la hermana Bennett, que también tenía la complexión de un jugador de hockey, con hombros anchos y una cara ruda y masculina y el pelo corto recogido con una cinta violeta detrás de la cabeza. Llevaba un chándal morado a juego. La hermana Bennett había dado clases de Ética en St. Jude's y era aficionada a dibujar diagramas de flujo en la pizarra para demostrar cómo determinadas decisiones conducían inexorablemente a la salvación (un rectángulo que rellenaba de nubes gordas y esponjosas) o al infierno (un cuadrado en llamas).

El hermano de Ig, Terry, siempre se burlaba de ella inventándose diagramas de flujo para divertir a los compañeros de clase con los que ilustraba cómo, tras una variedad de encuentros sexuales de tipo lésbico, la hermana Bennett terminaba en el infierno, donde descubría los placeres de entregarse a prácticas sexuales con el demonio. Con ellos Terry se había convertido en la estrella de la cafetería en lo que fue su primer flirteo con la fama. Y también con la mala reputación, ya que fue delatado —por un chivato anónimo cuya identidad seguía sin conocerse— y llamado al despacho del director. La reunión fue a puerta cerrada, pero eso no evitó que se escucharan los golpes secos de la pala de madera de pádel del padre Mould contra el trasero de Terry o los gritos de éste después del golpe número veinte. Todos en el colegio lo oyeron. Los sonidos se transmitieron por el anticuado circuito de calefacción que tenía salidas en todas las aulas. Ig se había retorcido en su silla sufriendo por Terry y había terminado por taparse los oídos para no escuchar. A Terry se le prohibió actuar en el recital de fin de curso —para el que había estado meses practicando— y suspendió Ética.

El padre Mould se sentó y se secó la cara con una toalla. Estaba más oscuro al pie de las escaleras y a Ig se le ocurrió que tal vez no pudiera ver sus cuernos.

—Hola, padre —dijo.

—Ignatius, hace siglos que no te veo. ¿Dónde te has metido?

—Vivo en el centro —dijo Ig con la voz ronca por la emoción. No estaba preparado para el tono amistoso del padre Mould, para su afectuosa amabilidad—. Ya sé que debería haber venido. Varias veces lo pensé, pero...

—¿Estás bien, Ig?

—No lo sé. No sé lo que me está pasando. En la cabeza... Míreme la cabeza, padre.

Se acercó y se inclinó un poco, hacia la luz. Veía la sombra de su cabeza en el suelo de cemento desnudo, con los cuernos formando dos siluetas puntiagudas que brotaban de sus sienes. Tenía miedo hasta de ver la reacción del padre y le miró con timidez. El rostro de éste conservaba aún el fantasma de una sonrisa amable y frunció el ceño mientras estudiaba los cuernos con una mirada entre ausente y desconcertada.

—Anoche me emborraché e hice cosas horribles —dijo Ig—. Y cuando me desperté me encontré así y no sé qué hacer. No sé qué me está pasando. Pensé que usted me diría qué puedo hacer.

El padre Mould le siguió mirando unos segundos con la boca abierta, perplejo.

—Bueno, chico —dijo por fin—. ¿Quieres que te diga qué hacer? Creo que deberías irte a casa y ahorcarte. Eso sería probablemente lo mejor, en serio. Lo mejor para todo el mundo. En el almacén de detrás de la iglesia hay cuerda. Si creyera que me vas a hacer caso te la traería yo mismo.

—Pero ¿por qué...? —empezó a decir Ig. Tuvo que aclararse la garganta antes de poder seguir—. ¿Por qué quiere que me mate?

—Porque asesinaste a Merrin Williams y el abogado caro de tu padre te salvó el cuello. La pequeña Merrin Williams. Yo la quería mucho. No era muy lista, pero tenía un buen culo. Deberías haber ido a la cárcel. Hermana, ayúdeme.

Y se tumbó de espaldas para hacer otra serie de pesas.

—Pero, padre —dijo Ig—, yo no lo hice. Yo no la maté.

—Sí, claro —dijo el padre Mould mientras apoyaba las manos en la barra sobre su cabeza. La hermana Bennett se situó en la cabecera del banco de hacer pesas—. Todo el mundo sabe que fuiste tú, así que más te valdría matarte. De todas maneras vas a ir al infierno.

—Ya estoy en él.

El padre gruñó mientras bajaba y subía las pesas. Ig se dio cuenta de que la hermana le miraba fijamente.

—No te culparía si te suicidaras —dijo la hermana sin más preámbulo—. Yo misma, la mayoría de los días, cuando llega la hora de comer ya tengo ganas de suicidarme. Odio cómo me mira la gente, los chistes de lesbianas que hacen a mis espaldas. Si tú no quieres la soga del cobertizo tal vez la aproveche yo.

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