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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (3 page)

BOOK: Cuernos
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Los extremos de los cuernos empezaron a palpitar con un desagradable calor. Una parte de él se sorprendió —tan pronto, y sólo los tenía desde hacía una hora— de que la mujer no hubiera actuado en cuanto él le dio permiso.

—¿Un numerito? —preguntó mientras se daba tirones a la incipiente perilla—. Es increíble las cosas que la gente deja hacer a sus hijos en estos tiempos. ¿No le parece? Pensándolo bien, no se puede echar la culpa a los niños de que sus padres no sepan educarlos.

La recepcionista sonrió. Una sonrisa valiente, agradecida. Al verla, Ig notó que una sensación distinta le recorría los cuernos. Un placer glacial.

La mujer se levantó y miró de nuevo en dirección a la madre y su hija.

—¿Señora? —llamó—. Perdone, ¿señora?

—¿Sí? —dijo Allie Letterworth levantado la vista esperanzada, probablemente pensando que ya les tocaba ver al médico.

—Ya sé que su hija está disgustada, pero si pudiera hacerla callar... ¿No le parece que podría demostrar un poco de consideración hacia el resto de nosotros, joder? ¿Le importa mover el culo y llevársela fuera, donde no tengamos que oír sus berridos? —preguntó la recepcionista con su sonrisa plastificada y postiza.

Allie Letterworth palideció y en sus mejillas lívidas sólo quedaron unas cuantas manchas rojas. Sujetó a su hija por la muñeca. La niña tenía ahora la cara del color de la grana e intentaba soltarse de su madre clavándole las uñas en la mano.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué ha dicho usted?

—¡He dicho —gritó la recepcionista dejando de sonreír y dándose golpecitos furiosos en la sien derecha— que como su hija no deje de gritar me va a explotar la cabeza, y que...!

—¡Váyase a la mierda! —gritó la madre mientras se ponía en pie tambaleándose.

—Si tuviera usted la más mínima consideración por los demás...

—¡A tomar por culo!

—... Sacaría de aquí a esa niña, que está gritando como un cerdo degollado...

—¡Zorra reprimida!

—Pero no, se queda ahí sentada tocándose el chocho...

—Vamos, Marcy —dijo Allie tirando a su hija de la muñeca.

—¡No! —dijo la niña.

—¡He dicho que vamos! —insistió la madre, arrastrándola hacia la salida.

En el umbral de la calle la niña logró zafarse de la mano de su madre. Atravesó corriendo la habitación, pero tropezó con el camión de bomberos y cayó al suelo de rodillas. Empezó a gritar de nuevo, más fuerte que nunca, y se tumbó de costado sujetándose la rodilla ensangrentada. Su madre la ignoró. Tiró el bolso y empezó a chillar a la recepcionista, que le gritó más fuerte todavía. Los cuernos de Ig le palpitaban con una peculiar y placentera sensación de satisfacción y poder.

Estaba más cerca que nadie de la niña y la madre no parecía tener intención de hacer nada, así que la cogió de la muñeca para ayudarla a ponerse en pie. Cuando la tocó supo que se llamaba Marcia Letterworth y que aquella mañana había volcado el desayuno adrede en el regazo de su madre, como castigo por obligarla a ir al médico a que le quemaran las verrugas. No quería ir y su madre era mala y estúpida. Sus ojos, llenos de lágrimas, eran de un azul intenso, como la llama de un soplete.

—Odio a mamá —le dijo—. Quiero quemarla con una cerilla cuando esté en la cama. Quiero quemarla y que desaparezca.

Capítulo 4

L
a enfermera que le pesó y le tomó la tensión le contó que su ex marido estaba saliendo con una chica que conducía un Saab deportivo amarillo. Sabía dónde lo aparcaba y quería aprovechar la hora de la comida para rayarle la pintura de uno de los lados con las llaves del coche. Quería también ponerle caca de perro en el asiento del conductor. Ig permaneció sentado muy quieto en la camilla, con los puños cerrados y sin hacer ningún comentario.

Cuando la enfermera le retiró el manguito de tomar la tensión, le rozó el brazo desnudo con los dedos y entonces supo que ya había destrozado otros coches, muchas veces. El de un profesor que la había suspendido por copiar en un examen, el de una amiga que se había ido de la lengua después de que le contara un secreto, el del abogado de su ex marido, sólo por el hecho de representarle legalmente. Podía verla, a la edad de doce años, arañando con un clavo uno de los laterales del viejo Oldsmobile de su padres, dibujando una fea raya blanca tan larga como el coche.

La sala de exploración estaba helada, con el aire acondicionado al máximo, y para cuando el doctor Renard entró, Ig temblaba de frío y también de nervios. Agachó la cabeza para enseñarle los cuernos y le dijo al doctor que era incapaz de distinguir lo real de lo irreal. Le dijo que creía que estaba teniendo alucinaciones.

—Le gente no para de contarme cosas —dijo—. Cosas horribles. Cosas que quieren hacer y que nadie admitiría querer hacer. Una niña me acaba de decir que quiere pegarle fuego a su madre cuando esté en la cama. Su enfermera me ha dicho que quiere destrozar el coche de una pobre chica. Tengo miedo, no sé lo que me está pasando.

El doctor le examinó los cuernos arrugando el entrecejo con aspecto preocupado.

—Son cuernos —dijo.

—Ya sé que son cuernos.

El doctor Renard movió la cabeza.

—Y las puntas parecen estar inflamadas. ¿Le duelen?

—Una barbaridad.

—Ajá —dijo el doctor, y se pasó una mano por la boca—. Déjeme medirlos.

Rodeó la base con una cinta métrica y después los midió de sien a sien y de punta a punta. Garabateó algunos números en su cuaderno de recetas. Los palpó con sus dedos callosos, explorándolos con cara de concentración, pensativo, e Ig supo algo que no quería saber. Supo que el doctor Renard unos días atrás había estado de pie a oscuras en su dormitorio, mirando por la ventana bajo una cortina levantada y masturbándose mientras observaba a las amigas de su hija de diecisiete años divirtiéndose en la piscina.

El médico dio un paso atrás. Sus ojos grises denotaban preocupación. Parecía estar sopesando una decisión.

—¿Sabe lo que me gustaría hacer?

—¿El qué? —preguntó Ig.

—Rallar oxicodona y esnifar un poco. Me prometí a mí mismo que nunca esnifaría en el trabajo, porque me hace parecer estúpido, pero no sé si seré capaz de esperar seis horas.

Ig tardó unos instantes en darse cuenta de que el médico estaba esperando sus comentarios sobre lo que le acababa de decir.

—¿Podríamos concentrarnos en lo que me ha salido en la cabeza? —preguntó.

El médico se encogió de hombros. Volvió la cabeza y respiró despacio.

—Escuche —dijo Ig—. Por favor. Necesito ayuda. Alguien tiene que ayudarme.

El médico le miró reacio.

—No sé si esto me está pasando de verdad. Creo que me estoy volviendo loco. ¿Por qué no reacciona la gente cuando ve los cuernos? Si yo viera a alguien con cuernos me mearía en los pantalones.

Que, de hecho, era lo que había pasado cuando se miró en el espejo.

—Cuesta recordar que están ahí —dijo el médico—. Una vez aparto la vista de ellos se me olvida que los tiene; no sé por qué.

—Pero ahora los está viendo.

El doctor asintió.

—¿Y nunca ha visto nada parecido?

—¿Está usted seguro de que no debería meterme una raya de oxi? —preguntó el médico. De repente el rostro se le iluminó—. Podríamos compartirla. Colocarnos juntos.

Ig negó con la cabeza.

—Por favor, escúcheme.

—El doctor hizo una mueca de desagrado, pero asintió—. ¿Por qué no llama a otros médicos? ¿Por qué no se toma esto más en serio?

—Si le soy sincero —contestó el doctor—, resulta un poco difícil concentrarse en su problema. No dejo de pensar en las pastillas que llevo en el maletín y en esa amiga de mi hija, Nancy Hughes. Dios mío, quiero tirármela. Pero cuando pienso en ello me pongo un poco enfermo. Todavía lleva un aparato dental.

—Por favor —insistió Ig—. Le estoy pidiendo su opinión médica, su ayuda. ¿Qué puedo hacer?

—Putos pacientes —dijo el médico—. Sólo les importan sus propios problemas.

Capítulo 5

C
ondujo. No pensó adonde y durante un rato no importó.

Bastaba con seguir moviéndose.

Si había un lugar en el mundo que pudiera considerar su hogar, era su coche, su Gremlin AMC de 1972. El apartamento era de Glenna. Ya vivía allí antes de que él se mudara y seguiría haciéndolo cuando terminaran, cosa que parecía que estaba ocurriendo ahora. Durante un tiempo había vuelto a casa de sus padres, inmediatamente después del asesinato de Merrin, pero no se sintió en casa, ya no pertenecía a ese lugar. Lo único que le quedaba ahora era el coche, que era un vehículo pero también un lugar donde vivir, el espacio donde había transcurrido gran parte de su vida, momentos buenos pero también malos.

Los buenos: hacer el amor con Merrin dentro de él, golpeándose la cabeza con el techo y la rodilla con la palanca de cambios. Los amortiguadores traseros estaban gastados y chirriaban con las sacudidas del coche, un sonido que obligaba a Merrin a morderse el labio para no reírse mientras tenía a Ig entre las piernas. Los malos: la noche en que Merrin fue violada y asesinada junto a la vieja fundición mientras él estaba durmiendo la mona en el coche, odiándola en sueños.

El Gremlin había sido su refugio cuando no tenía adonde ir, cuando no había nada que hacer excepto conducir por Gideon, deseando que algo ocurriera. Las noches en que Merrin tenía que trabajar o estudiar se dedicaba a dar vueltas con su mejor amigo, el alto, delgado y medio ciego Lee Tourneau. Solían conducir hasta el río, donde a veces había una hoguera y gente que conocían, un par de camionetas aparcadas en el malecón, una nevera llena de Coronitas. Se sentaban en el capó del coche y observaban las chispas del fuego elevarse y desaparecer en la noche, las llamas reflejándose en las oscuras y rápidas aguas. Hablaban sobre formas chungas de morir, un tema de conversación que se les antojaba de lo más normal, allí aparcados tan cerca del río Knowles. Ig opinaba que lo peor era morir ahogado, y lo sabía por experiencia. El río le había engullido una vez y le había empujado hacia el fondo, metiéndose en su garganta. Y había sido precisamente Lee Tourneau quien se tiró a salvarlo. Lee opinaba que había una forma peor de morir y que Ig carecía de imaginación. Morir quemado era muchísimo peor que morir ahogado, se mirara por donde se mirara. Pero, claro, es que él había tenido una mala experiencia con un coche en llamas. Así que ninguno hablaba por hablar.

Las mejores noches eran las que pasaban en el Gremlin los tres, Merrin, Lee y él. Lee se metía como podía en el asiento trasero —era galante por naturaleza y siempre dejaba que Merrin se sentara delante con Ig— y después se tumbaba con el dorso de la mano apoyado en la frente, cual Oscar Wilde tendido en su diván, haciéndose el deprimido. Solían ir al autocine Paradise a beber cerveza mientras veían cómo unos locos con caretas de hockey perseguían a adolescentes semidesnudos y les degollaban con una sierra mecánica entre vítores y toques de claxon. Merrin llamaba a estas salidas «citas dobles»; Ig la tenía a ella y Lee tenía su mano derecha. Para Merrin, gran parte de la diversión de salir con los dos era meterse con Lee, pero la mañana en que la madre de éste murió, Merrin fue la primera en ir a su casa y abrazarle mientas lloraba.

Por un brevísimo instante consideró la posibilidad de ir a ver a Lee. Le había salvado en una ocasión; tal vez podría hacerlo de nuevo. Pero entonces se acordó de lo que le había contado Glenna una hora antes, aquella cosa horrible que le había confesado mientras se comía los donuts.
Me dejé llevar y le hice una mamada; allí mismo, delante de dos tíos que nos estaban mirando.
Trató de sentir lo que se suponía que debería sentir: intentó odiarles a los dos, pero no lo consiguió, ni siquiera un poco. Tenía otros problemas más importantes. Dos problemas que le crecían en la cabeza.

Y además, no era como si Lee le hubiera dado una puñalada por la espalda, robándole a su amada delante de sus propias narices. No estaba enamorado de Glenna y tampoco pensaba que ella estuviera —o lo hubiera estado alguna vez— enamorada de él, y en cambio Glenna y Lee tenían un pasado juntos, habían sido novios hacía mucho tiempo.

Con todo, no era lo que uno le haría a un amigo, pero lo cierto es que él y Lee ya no eran amigos. Después de que mataran a Merrin, Lee había excluido, sin animadversión declarada, como si tal cosa, a Ig de su vida. En los días siguientes a que encontraran el cuerpo de Merrin había habido algunos gestos de solidaridad, pero ninguna promesa de que Lee estaría a su lado, ninguna sugerencia de quedar. Después, en las semanas y los meses que siguieron Ig se dio cuenta de que siempre era él quien llamaba a Lee y nunca al revés, y de que éste no se esforzaba demasiado por mantener una conversación. Lee siempre había hecho gala de cierto desapego emocional, de modo que era posible que Ig no se hubiera dado cuenta al principio de hasta qué punto le habían dejado tirado. Transcurrido un tiempo, sin embargo, las constantes excusas de Lee para no quedar con él empezaron a cobrar significado. Puede que Ig no fuera muy bueno interpretando las intenciones de los demás, pero siempre se le habían dado bien las matemáticas. Lee era ayudante de un congresista de New Hampshire y no podía relacionarse con el principal sospechoso de un crimen sexual. No hubo peleas ni situaciones incómodas. Ig comprendió y lo dejó estar. Lee —el pobre, el mutilado, el estudioso y solitario Lee— tenía un futuro e Ig no.

Tal vez porque se había puesto a pensar en el banco de arena, terminó aparcado cerca de Knowles Road, en el arranque del puente de Old Fair Road. Si estaba buscando un sitio donde ahogarse, no podría haber encontrado otro mejor. El banco de arena se adentraba más de treinta metros en la corriente antes de desaparecer en las aguas profundas, rápidas y azules. Podría llenarse los bolsillos de piedras y meterse dentro. También podía subir al puente y saltar. Para asegurarse, bastaría con lanzarse hacia las rocas en lugar de hacia el río. Sólo de pensar en el golpe se estremeció de dolor. Salió, se sentó en el capó y escuchó el zumbido de los camiones que se dirigían hacia el sur sobre su cabeza.

Había estado allí muchas veces. Como la vieja fundición de la autopista 17, el malecón era un destino al que iba gente demasiado joven para tener un destino. Recordó una de las veces que había estado con Merrin, y cómo les había sorprendido la lluvia y se habían refugiado bajo el puente. Entonces estaban en el instituto. Ninguno de los dos conducía y no tenían un coche en el que meterse. Así que compartieron una cesta mojada de almejas fritas sentados en la cuesta de piedra y matojos bajo el puente. Hacía tanto frío que podían verse el aliento y él envolvió las manos frías y mojadas de ella con las suyas.

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