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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (6 page)

BOOK: Cuernos
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Mould levantó las pesas, jadeando.

—Pienso en Merrin Williams todo el tiempo. Por lo general cuando me estoy follando a su madre. Su madre viene mucho por la iglesia últimamente a hacer cosas para mí, casi siempre a cuatro patas.

—Se reía al pensar en ello—. Rezamos juntos casi todos los días, casi siempre para que te mueras.

—Pero usted... ha hecho voto de castidad —dijo Ig.

—Castidad por los cojones. Seguro que Dios se da con un canto en los dientes con tal de que me mantenga alejado de los monaguillos. Tal y como yo lo veo, esa mujer necesita consuelo, y desde luego no va a ser ese mamarracho cuatro ojos con el que se ha casado quien se lo dé. Al menos no de la clase que ella necesita.

La hermana Bennett dijo:

—Me gustaría ser otra persona. Escaparme. Quiero gustarle a alguien. ¿Yo te he gustado alguna vez, Iggy?

Ig tragó saliva.

—Bueno..., supongo, un poco.

—Quiero acostarme con alguien —continuó la hermana Bennett como si no le hubiera oído—. Alguien con quien dormir abrazado, no me importa si es hombre o mujer. Me da lo mismo. Lo que no quiero es seguir sola. Puedo firmar cheques en nombre de la parroquia y a veces me dan ganas de vaciar la cuenta y largarme con el dinero. A veces me cuesta verdadero trabajo refrenarme.

—Lo que me extraña —dijo Mould— es que nadie en esta ciudad se haya atrevido a darte un escarmiento por lo que le hiciste a Merrin, que nadie te haya dado a probar tu propia medicina. Yo pensaba que algún ciudadano concienciado se decidiría a hacerte una visita una noche y a llevarte a dar un relajante paseo por el campo. Precisamente al árbol donde mataste a Merrin, y que te colgarían de él. Si no tienes la decencia de hacerlo tú mismo, entonces eso es lo mejor que podría pasar.

Ig se sorprendió al darse cuenta de que se estaba relajando, de que ya no tenía los puños cerrados y respiraba con normalidad. El padre Mould parecía bambolearse en el banco de pesas. La hermana Bennett cogió la pesa y la encajó en su soporte con un ruido metálico.

Ig levantó la mirada hacia ella y le preguntó:

—¿Y qué se lo impide?

—¿Impedirme el qué?

—Coger el dinero y largarse.

—Dios —contestó la hermana—. El amor a Dios.

—¿Y qué ha hecho Dios por usted? —le preguntó Ig—. ¿Acaso la consuela cuando la gente se ríe de usted a sus espaldas? Es aún peor, ¿o es que no está usted sola en el mundo por su culpa? ¿Cuántos años tiene?

—Sesenta y uno.

—Sesenta y uno son muchos años. Ya casi es demasiado tarde. Casi. ¿Es capaz de esperar siquiera un día más?

La hermana se llevó una mano a la garganta. Tenía los ojos muy abiertos y una expresión alarmada. Luego dijo:

—Será mejor que me vaya.

Se dio la vuelta y caminó deprisa hacia las escaleras.

El padre Mould apenas pareció darse cuenta de que se iba. Se había incorporado y tenía las muñecas apoyadas en las rodillas.

—¿Ha terminado de levantar pesas? —le preguntó Ig.

—Me queda una serie.

—Déjeme que le ayude —dijo Ig acercándose al banco.

Mientras le pasaba las pesas al padre, sus dedos rozaron los nudillos de éste y supo que cuando Mould tenía veinte años él y otros cuantos chicos del equipo de hockey se habían tapado la cara con pasamontañas y habían perseguido a un coche lleno de jóvenes de la organización Nación del Islam que habían viajado hasta Syracuse desde Nueva York para hablar sobre derechos civiles. Mould y sus amigos les obligaron a bajarse del coche y los persiguieron hasta el bosque con bates de béisbol. Cogieron al más lento de todos y le partieron las piernas por ocho sitios diferentes. Tardó dos años en volver a caminar sin la ayuda de un andador.

—Usted y la madre de Merrin... ¿de verdad han estado rezando para que me muriera?

—Más o menos —dijo Mould—. Si te digo la verdad, la mayoría de las veces que invoca el nombre del Señor está subida encima de mí.

—¿Y sabe por qué no me ha castigado? —preguntó Ig—. ¿Por qué Dios no ha contestado a sus plegarias?

—¿Por qué?

—Pues porque Dios no existe. Sus plegarias caen en saco roto.

Mould volvió a levantar las pesas —con gran esfuerzo— y a bajarlas. Luego dijo:

—Eso es una gilipollez.

—Es todo mentira. Dios nunca ha existido. Es usted quien debería aprovechar esa soga.

—No —dijo Mould—. No puedes obligarme. No quiero morir. Me encanta mi vida.

Vaya, vaya, así que no tenía poder para que la gente hiciera cosas que no quería hacer. Ig se había preguntado sobre esa cuestión.

Mould puso cara de estar realizando un esfuerzo y gruñó, pero no era capaz de levantar otra vez la pesa. Ig se alejó del banco y se dirigió hacia la escalera.

—Eh —dijo Mould—. Necesito ayuda.

Ig se metió las manos en los bolsillos y empezó a silbar
When the Saints Go Marching In.
Por primera vez en lo que llevaba de mañana se sentía bien. Oía a Mould jadear y resoplar a sus espaldas, pero subió las escaleras sin mirar atrás.

La hermana Bennett pasó junto a Ig cuando éste salió al patio. Llevaba unos pantalones rojos y una camisa sin mangas con un estampado de margaritas y se había recogido el pelo. Se quedó mirándole y casi dejó caer el bolso.

—¿Se marcha usted? —le preguntó Ig.

—El caso es... que no tengo coche —contestó la hermana—. Cogería el de la parroquia, pero me da miedo que me pillen.

—Acaba de limpiar la cuenta corriente de la parroquia, ¿qué importancia tiene el coche?

La hermana se quedó mirándola un momento. Después se inclinó y le besó en una de las comisuras de la boca. Al contacto de sus labios Ig supo que cuando tenía nueve años le había contado una mentira a su madre, y que un día no había podido resistir el impulso de besar a una de sus alumnas, una bonita chica de dieciséis años llamada Britt, y de la renuncia secreta y desesperada de sus creencias espirituales. Supo todas estas cosas y las comprendió, aunque no le importaron.

—Que Dios te bendiga —dijo la hermana Bennett.

Ig no pudo evitar soltar una carcajada.

Capítulo 7

N
o le quedaba otra opción que irse a casa a ver a sus padres, así que enfiló el coche en esa dirección y condujo hasta allí.

El silencio del coche le desasosegaba. Probó a encender la radio, pero le ponía nervioso, era peor que el silencio. Sus padres vivían a quince minutos a las afueras de la ciudad, lo que le daba tiempo suficiente para pensar. No había tenido tantas dudas sobre cómo reaccionarían desde que pasó la noche en la cárcel, cuando le arrestaron para interrogarle sobre la violación y el asesinato de Merrin.

El detective, un tipo llamado Carter, había empezado el interrogatorio deslizando una foto sobre la mesa que les separaba. Después, solo en su celda, veía la fotografía cada vez que cerraba los ojos. Merrin estaba pálida, tumbada de espaldas sobre un lecho de hojas, con los pies juntos, los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo y los cabellos desparramados. La cara era de un color más oscuro que el suelo, tenía la boca llena de hojas y un reguero de sangre oscura que arrancaba del nacimiento del pelo y le bajaba por uno de los lados de la cara hasta el pómulo. Alrededor del cuello todavía llevaba su corbata, que le cubría pudorosamente el pecho izquierdo. No conseguía alejar la imagen de sus pensamientos. Le atacaba los nervios y le producía calambres en el estómago, hasta que, en un determinado momento —no tenía manera de saber cuándo, pues en la celda no había reloj—, se arrodilló frente al retrete de acero inoxidable y vomitó.

Temía ver a su madre al día siguiente. Aquélla fue la peor noche de su vida
y
suponía que también la de su madre. Nunca hasta entonces le había dado problemas. Esa noche seguro que no podía dormir, y la imaginaba sentada en la cocina en camisón, ante una infusión que se había quedado fría, pálida y con los ojos enrojecidos. Su padre tampoco podría dormir, se quedaría levantado para estar con ella. Se preguntó si se limitaría a sentarse a su lado en silencio, los dos asustados y quietos, sin otra cosa que hacer más que esperar, o si su padre estaría nervioso y malhumorado, caminando por la cocina, explicándole a su madre lo que iban a hacer, cómo iban a arreglar aquella situación y exactamente quién iba a pagar por lo ocurrido.

Ig estaba decidido a no llorar cuando viera a su madre y no lo hizo. Tampoco lloró ella. Se había maquillado como si hubiera quedado a comer con el comité directivo de la universidad y su rostro alargado tenía una expresión alerta y tranquila. Su padre era el que tenía aspecto de haber llorado y le costaba sostener la mirada. Además le olía mal el aliento.

Su madre le dijo:

—No hables con nadie que no sea el abogado.

Eso fue lo primero que salió de sus labios. Dijo:

—No confieses nada.

Su padre lo repitió:

—No confieses nada.

Después le abrazó y empezó a llorar. Entre sollozos dijo:

—No me importa lo que haya pasado.

Fue entonces cuando Ig supo que le creían culpable. Era algo que no se le había pasado por la imaginación. Al contrario, pensaba que aun si lo hubiera hecho —incluso aunque le hubieran sorprendido in fraganti— sus padres le creerían inocente.

Aquella tarde salió de la comisaría de Gideon y la luz intensa y oblicua de octubre le hizo daño en los ojos. No habían presentado cargos. Nunca le acusaron formalmente de nada, pero tampoco lo descartaron como sospechoso en ningún momento. A día de hoy, seguía siendo «una persona de interés» para la investigación.

Se habían recogido pruebas en el lugar del crimen, tal vez incluso muestras de ADN

—Ig no estaba seguro, ya que la policía no había revelado los detalles—, y había estado convencido de que, una vez analizadas, sería exonerado públicamente de toda culpa. Pero hubo un incendio en el laboratorio de Concord y las muestras tomadas del cuerpo de Merrin y en la escena del asesinato se habían echado a perder. Los medios de comunicación se habían cebado con Ig. Era difícil no ser supersticioso, no tener la sensación de que había fuerzas oscuras confabuladas en su contra. Estaba gafado. La única prueba forense que había sobrevivido era una huella de un neumático Goodyear. Los de su Gremlin eran Michelin. Pero esto no era concluyente: no había una prueba sólida que lo incriminara, pero tampoco que demostrara su inocencia. Su coartada —que había pasado la noche solo, durmiendo la mona en su coche en la parte de atrás de un Dunkin' Donuts perdido en medio de ninguna parte— sonaba a excusa barata y desesperada, incluso a sus propios oídos.

Durante aquellos primeros meses desde que volvió a casa de sus padres, éstos le trataron y mimaron como si fuera un niño otra vez. Como si reposara en la cama con gripe y sus padres estuvieran decididos a ayudarlo a ponerse bueno a base de tranquilidad y buenos alimentos. Caminaban de puntillas, como si temieran que el ruido de sus quehaceres cotidianos pudiera trastornarle. Resultaba curioso que demostraran tanta consideración con él cuando al mismo tiempo le creían capaz de hacer cosas tan horribles a una chica a la que ellos también habían querido.

Pero una vez que las pruebas en su contra tuvieron que ser descartadas y la espada de Damocles de la justicia dejó de pender sobre su cabeza, sus padres se habían distanciado y refugiado en sí mismos. Mientras se enfrentaba a un juicio por asesinato le habían querido y se habían mostrado dispuestos a luchar hasta el final por él, pero en cuanto quedó claro que no iría a la cárcel parecieron aliviados de perderlo de vista.

Durante nueve meses siguió viviendo con ellos, pero cuando Glenna le propuso compartir el alquiler no tuvo que pensárselo demasiado. Después de mudarse sólo veía a sus padres cuando iba a visitarles. No quedaban en la ciudad para comer, para ir al cine o de compras, y ellos nunca habían estado en su apartamento. Algunas veces, cuando les visitaba, se encontraba con que su padre estaba fuera, en un festival de jazz en Francia o en Los Ángeles trabajando en la banda sonora para una película. Nunca conocía los planes de su padre con antelación y éste no le llamaba para decirle que estaba fuera de la ciudad.

Mantenía charlas insustanciales con su madre en el porche en las que nunca hablaban de nada importante. Cuando Merrin murió acababa de recibir una oferta de trabajo en Inglaterra, pero lo ocurrido había trastocado su vida por completo. A su madre le dijo que pensaba volver a la universidad, que iba a solicitar plaza en Brown y Columbia. Y era verdad. Tenía los impresos encima del microondas en el apartamento de Glenna. Uno de ellos lo había usado a modo de plato para comerse un trozo de pizza y el otro estaba lleno de marcas de tazas de café. Su madre le seguía la corriente, le animaba y celebraba sus planes sin hacerle preguntas embarazosas, como por ejemplo si ya había concertado entrevistas con las universidades o si pensaba buscar trabajo mientras esperaba a saber si le habían admitido en alguna. Ninguno de los dos quería echar abajo el frágil espejismo de que las cosas estaban volviendo a la normalidad, de que tal vez lo de Ig tenía solución, de que podría seguir adelante con su vida.

En sus visitas esporádicas a casa de sus padres sólo se encontraba realmente a gusto cuando estaba con Vera, su abuela, que vivía con ellos. No estaba seguro ni siquiera de si se acordaba de que le habían arrestado y acusado de violación y asesinato. Pasaba casi todo el tiempo en una silla de ruedas desde que le pusieron una prótesis de cadera que, inexplicablemente, no le había devuelto la capacidad de andar, e Ig solía sacarla a pasear por el camino de grava y atravesaba el bosque al norte de la casa de sus padres hasta Queen's Face, una alta pared de piedra muy popular entre los aficionados al ala delta. En un día cálido y ventoso de julio podía verse a cinco o seis de ellos a lo lejos, planeando y remontando las corrientes de aire en sus cometas de colores tropicales. Cuando iba allí con su abuela y miraba a los pilotos enfrentándose a los vientos que soplaban en la proximidades de Queen's Face, casi le parecía volver a ser el mismo que cuando Merrin estaba viva, alguien a quien le agradaba hacer cosas por los demás, alguien que disfrutaba respirando aire puro.

Cuando subía por la colina que conducía a su casa vio a Vera en el jardín delantero, sentada en su silla de ruedas con un vaso de té helado en una mesita auxiliar junto a ella. Tenía la cabeza ladeada sobre el pecho; estaba dormida, se había quedado traspuesta al sol. Tal vez la madre de Ig había estado sentada con ella, pues sobre la hierba había una manta de viaje arrugada. El sol daba en el vaso de té transformando sus bordes en un aro de luz, en un halo plateado. La escena era de total placidez, pero en cuanto Ig detuvo el coche, el estómago se le encogió. Ahora que había llegado no quería bajarse. Le aterraba enfrentarse a aquellos a quienes había venido a ver.

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