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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (4 page)

BOOK: Cuernos
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Ig había encontrado un periódico de dos días atrás y cuando se cansaron de simular que lo leían, Merrin dijo que deberían hacer algo especial con él. Algo que levantara los ánimos a cualquiera que mirara al río bajo la lluvia. Corrieron colina arriba, bajo la llovizna, a comprar velas de cumpleaños en el Seven Eleven y después corrieron de vuelta. Merrin le enseñó a hacer barcos con las páginas del periódico, encendieron las velas, las metieron dentro y después los botaron, uno a uno, bajo la lluvia y el cielo del atardecer: una larga cadena de pequeñas llamas brillando serenas en la húmeda oscuridad.

—Juntos somos algo grande —le dijo ella pegando tanto sus fríos labios al lóbulo de la oreja de él que su aliento a almeja le hizo estremecerse. Merrin temblaba con un ataque de risa.

—Merrin Williams e Iggy Perrish convirtiendo el mundo en un lugar mejor, barco de papel tras barco de papel.

No vio o no quiso ver cómo los barcos se empapaban con el agua de lluvia y se iban hundiendo a menos de cien metros de la orilla, con las velas extinguiéndose una a una.

Recordar aquel momento y cómo era él cuando estaban juntos hizo detenerse el remolino de pensamientos desbocados que bullía en su cabeza. Quizá por primera vez en todo el día se sintió capaz de hacer inventario y reflexionar sin ser presa del pánico sobre lo que le estaba ocurriendo.

Consideró de nuevo la posibilidad de haber sufrido una ruptura con la realidad, de que todo lo que había experimentado a lo largo de aquel día fuera producto de su imaginación. No sería la primera vez que confundiera fantasía con realidad y sabía por experiencia que era especialmente dado a extrañas alucinaciones religiosas. No olvidaba aquella tarde que pasó en la casa del árbol de la imaginación. En ocho años raro había sido el día en que no había pensado en ello. Claro que si la casa del árbol había sido una fantasía —y ésa era la única explicación posible—, había sido una fantasía compartida. Él y Merrin habían descubierto juntos aquel lugar y lo que ocurrió en él era uno de los hilos secretos que los mantenían unidos, algo sobre lo que estrujarse los sesos cuando se aburrían yendo a algún lado en coche o en mitad de la noche después de que les hubiera despertado una tormenta y no consiguieran volver a dormirse.

—Sé que es posible que varias personas tengan la misma alucinación —dijo una vez Merrin—. Sólo que nunca pensé que pudiera pasarme a mí.

El problema de pensar que los cuernos no eran más que una alucinación persistente e inquietante, un ataque de locura que llevaba tiempo amenazando con sobrevenirle, era que no tenía más remedio que enfrentarse a la realidad que tenía delante. De nada servía decirse que estaba todo en su cabeza si continuaba sucediendo. No hacía falta que se lo creyera; no creérselo no cambiaba las cosas. Los cuernos seguían allí cada vez que levantaba la mano para tocarlos. Incluso si no se los tocaba, notaba la fría brisa de la ribera del río en las puntas, doloridas y sensibles. Tenían la solidez convincente y concreta del hueso.

Perdido en sus pensamientos, no oyó el coche de policía que se acercaba colina abajo hasta que se detuvo detrás del Gremlin y el conductor puso en marcha brevemente la sirena. El corazón le dio un vuelco y se volvió con rapidez. Uno de los policías se asomaba por la ventanilla desde el asiento del pasajero del coche.

—¿Qué pasa contigo, Ig? —dijo el poli, que no era cualquier poli, sino que se llamaba Sturtz.

Llevaba una camisa de manga corta que dejaba ver sus brazos musculosos de piel bronceada por la continua exposición al sol. Era una camisa ajustada y Sturtz era un hombre atractivo. Con su pelo rubio peinado por el viento y los ojos ocultos detrás de unas gafas de espejo parecía salido de un anuncio de cigarrillos.

Su compañero, Posada, al volante, intentaba presentar el mismo aspecto, pero sin mucho éxito. Era demasiado delgado y la nuez le sobresalía más de la cuenta. Ambos llevaban bigote, pero el de Posada era fino y ligeramente ridículo, y le daba un aspecto de
maître
francés en una comedia de Cary Grant.

Sturtz sonrió. Siempre se alegraba de verle. Ig nunca se alegraba de ver a un agente de policía, pero ponía especial cuidado en evitar a Sturtz y a Posada, quienes, desde la muerte de Merrin, habían tomado la costumbre de seguirle, haciéndole parar si conducía a tres kilómetros por encima del límite de velocidad y registrando su coche, multándole por tirar basura, por estar sin hacer nada, por vivir.

—Nada nuevo. Sólo estoy aquí de pie —contestó.

—Llevas ahí de pie media hora —le dijo Posada mientras su compañero salía del coche—. Hablando solo. La mujer que vive ahí abajo ha hecho entrar en casa a sus hijos porque la estabas asustando.

—Pues imagínate si llega a saber quién es —dijo Sturtz—. Nuestro querido vecino pervertido sexual y sospechoso de asesinato.

—En su defensa hay que decir que no ha asesinado a ningún niño.

—Todavía no —dijo Sturtz.

—Ya me voy —dijo Ig.

—Tú te quedas —dijo Sturtz.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Posada.

—Quiero trincarle por algo.

—¿Por qué?

—No sé. Lo que sea. Quiero encasquetarle algo. Una bolsa de coca, un arma sin licencia, cualquier cosa. Es una pena que no tengamos nada. Estoy deseando cargarle un marrón.

—Cuando hablas así me dan ganas de plantarte un beso en los morros —dijo Posada.

Sturtz asintió, en apariencia indiferente a tal declaración de amor. Entonces fue cuando Ig se acordó de los cuernos. Ya estaban otra vez, como con el médico y la enfermera, como con Glenna y con Allie Letterworth.

—Lo que de verdad me apetece —dijo Sturtz— es trincarle por algo y que se resista. Tener una excusa para partirle los dientes a ese desgraciado.

—Sí, me encantaría verte hacerlo —dijo Posada.

—¿Tenéis idea de lo que estáis diciendo? —preguntó Ig.

—No —contestó Posada.

—Más o menos —dijo Sturtz, y guiñó los ojos como si estuviera intentando leer algo de lejos—. Estamos hablando de si deberíamos detenerte sólo para divertirnos un rato, pero no sé por qué.

—¿No sabes por qué queréis detenerme?

—Sí, eso sí lo sé. Lo que quiero decir es que no sé por qué estamos hablando de ello. No es algo que discutamos normalmente.

—¿Por qué queréis detenerme?

—Por la cara de maricón que tienes siempre. Esa cara de maricón me cabrea, porque no me gustan los mariposones —le dijo Sturtz.

—Y yo tengo ganas de trincarte porque puede que te resistas y entonces Sturtz te hará agacharte sobre el capó y te pondrá las esposas —dijo Posada—. Eso me dará algo en qué pensar esta noche mientras me hago una paja, sólo que os imaginaré desnudos.

—¿Así que no es porque penséis que maté a Merrin? —preguntó Ig.

Sturtz dijo:

—No, ni siquiera creemos que lo hicieras. Eres demasiado gallina. Habrías confesado.

Posada rió. Sturtz añadió:

—Apoya las manos en el techo del coche. Quiero echar un vistazo. Voy a mirar en la parte de atrás.

Fue un alivio poder apartar la vista de ellos y estirar los brazos para apoyar las manos en el techo del coche. Posó la frente contra el cristal de la ventanilla del pasajero y su frescor lo calmó.

Sturtz caminó hasta el maletero del coche y Posada se quedó detrás de Ig.

—Necesito las llaves —dijo Sturtz.

Ig levantó la mano del techo del coche y se dispuso a sacarlas del bolsillo.

—Mantén las manos sobre el coche —dijo Posada—. Yo las cogeré. ¿En qué bolsillo?

—El derecho —dijo Ig.

Posada deslizó una mano en el bolsillo de Ig y metió un dedo en el llavero. Sacó las llaves y se las tiró a Sturtz. Éste las agarró al vuelo y abrió el maletero.

—Me gustaría meterte otra vez la mano en el bolsillo —dijo Posada—. Y dejarla ahí. No sabes qué esfuerzo me cuesta no abusar del poder que me da ser policía en estas situaciones. Nunca imaginé hasta qué punto mi trabajo consistiría en poner las esposas a tíos macizos semidesnudos. Y tengo que admitir que no siempre he sido bueno.

—Posada —dijo Ig—, en algún momento deberías hacer saber a Sturtz lo que sientes por él.

Al decirlo sintió un dolor pulsátil en los cuernos.

—Ah, ¿sí? —preguntó Posada. Parecía sorprendido, pero también curioso—. A veces lo he pensado, pero luego... estoy seguro de que me partiría la cara.

—De eso nada. Estoy convencido de que está deseando que lo hagas. ¿Por qué crees que se deja siempre el primer botón de la camisa sin abrochar?

—Sí, ya me había dado cuenta de que siempre lo lleva abierto.

—Deberías bajarle la cremallera y hacerle una mamada. Sorprenderle. Ponerle a cien. Probablemente está esperando a que des tú el primer paso. Pero no hagas nada hasta que yo me haya ido, ¿vale? Para algo así se necesita intimidad.

Posada se colocó las manos delante de la boca y exhaló, comprobando el olor de su aliento.

—Mierda —dijo—, hoy no me he lavado los dientes.

—Después chascó los dedos—. Pero hay chicles en la guantera.

Se dio la vuelta y caminó deprisa hacia el coche de policía murmurando para sí.

La puerta del capó se cerró de un golpe y Sturtz regresó junto a Ig.

—Ojalá tuviera un motivo para arrestarte. Ojalá me hubieras puesto la mano encima. Podría mentir y decir que me has tocado. Que te me has insinuado. Siempre me has parecido medio maricón, con esos andares afeminados y esa mirada que parece que estás a punto de echarte a llorar. No me puedo creer que Merrin te dejara meterte en sus pantalones. Quien fuera que la violó seguramente le echó el primer buen polvo de toda su vida.

Ig se sentía como si se hubiera tragado una brasa de carbón encendida y se le hubiera quedado atascada, detrás del pecho.

—¿Qué harías si un tío te tocara? —preguntó.

—Le metería la porra por el culo. A ver si le gustaba.

—Se detuvo a pensar un momento y añadió—: A no ser que estuviera borracho. Entonces seguramente dejaría que me la mamara.

Hizo una nueva pausa antes de preguntar, con un tono de voz un tanto esperanzado:

—¿Es que piensas tocarme para que así pueda meterte...?

—No —contestó Ig—. Pero creo que tienes razón en lo que dices de los gays, Sturtz. Hay que poner límites. Si dejas que un maricón te toque, pensará que tú también eres maricón.

—Ya sé que tengo razón, no necesito que me lo digas. Así que fin de la conversación. Te puedes largar. No quiero verte merodeando debajo de ningún puente nunca más. ¿Entendido?

—Sí.

—De hecho, sí quiero verte merodeando por aquí. Con drogas en la guantera. ¿Lo pillas?

—Sí.

—Vale, que quede claro. Ahora largo.

Sturtz dejó caer las llaves del coche de Ig en el suelo. Ig esperó a que se alejara antes de agacharse a recogerlas y se sentó al volante del Gremlin. Echó un último vistazo al coche de policía por el espejo retrovisor. Sturtz estaba sentado en el asiento del copiloto sujetando unos papeles con las dos manos y fruncía el ceño tratando de decidir qué escribir. Posada estaba girado en su asiento, con el rostro vuelto hacia su compañero y una expresión mezcla de deseo y glotonería. Se pasó la lengua por los labios y después agachó la cabeza, desapareciendo detrás del salpicadero y de su campo de visión.

Capítulo 6

H
abía conducido hasta el río para idear un plan, pero a pesar de todas las vueltas que le había dado al asunto seguía tan confuso como una hora antes. Pensó en sus padres e incluso llegó a conducir un par de manzanas en dirección a la casa de éstos, pero al cabo de poco tiempo pegó un volantazo y dio la vuelta por una carretera secundaria. Necesitaba ayuda, pero no creía que ellos fueran capaces de dársela. Le ponía nervioso pensar en lo que le ofrecerían en su lugar..., qué deseos secretos querrían compartir con él. ¿Y si su madre tenía el vicio de follarse a niños pequeños? ¡O su padre!

Y de todas formas, todo había cambiado desde la muerte de Merrin. Les dolía ver lo que le había ocurrido desde el asesinato. No querían saber cómo vivía, jamás habían puesto un pie en la casa de Glenna. Ésta le había preguntado por qué no comían juntos alguna vez y había insinuado que quizá él se avergonzaba de estar con ella, lo cual era cierto. También les dolían las sospechas que habían recaído sobre ellos, porque en la ciudad todo el mundo creía que Ig había violado y asesinado a Merrin Williams y había escapado de la ley porque sus padres, ricos y bien relacionados, habían movido unos cuantos hilos, pedido unos cuantos favores y ejercido presiones para entorpecer la investigación.

Su padre había sido famoso durante un tiempo. Había tocado con Sinatra y Dean Martin, había grabado discos con ellos. También había hecho sus propias grabaciones, para Blue Tone, a finales de los sesenta y principios de los setenta, cuatro discos, y había entrado en la lista de los Top Cien con un tema instrumental de lo más chill y cool titulado
Fishin' with Pogo.
Se casó con una bailarina de Las Vegas, intervino en varios shows de televisión y en un puñado de películas y terminó por instalarse en New Hampshire, para que la madre de Ig pudiera estar cerca de su familia. Más tarde se había convertido en un profesor famoso en la escuela de música Berklee y en ocasiones tocaba con la Boston Pops, orquesta filial de la Filarmónica de Boston.

A Ig siempre le había gustado escuchar a su padre, mirarle mientras tocaba. Aunque decir que su padre tocaba casi parecía una equivocación; a menudo daba la impresión de que la trompeta le tocaba a él. La manera en que se le inflaban los carrillos y después se hundían, como si el instrumento lo fuera a engullir; la forma en que las llaves doradas parecían aferrarse a sus dedos como pequeños imanes pegados a un metal, haciéndolos saltar y bailar con espasmos sorprendentes e inesperados. La forma en que cerraba los ojos, inclinaba la cabeza y sus caderas se contoneaban atrás y adelante, como si el instrumento fuera un taladro penetrando más y más en el corazón de su ser, sacando la música de algún lugar de la boca del estómago.

El hermano mayor de Ig había abrazado la tradición musical familiar con ímpetu vengador. Terence salía cada la noche en la televisión protagonizando su propio show nocturno, mezcla de musical y comedia,
Hothouse
, que había salido de la nada y pronto se había impuesto a los otros protagonistas de la televisión nocturna. Terry tocaba la trompeta en situaciones que aparentemente desafiaban a la muerte, había hecho
Anillo de fuego
en un círculo de fuego con Alan Jackson, había participado en
High & Dry
con Norah Jones, sumergidos los dos en un tanque que se iba llenando de agua. La música no había sonado demasiado bien, pero el espectáculo había sido un éxito. En esa época Terry estaba ganando dinero a porrillo.

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