Cuna de gato (12 page)

Read Cuna de gato Online

Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Cuna de gato
2.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

Crosby estaba bebido, y con la ilusión propia de los borrachos de poder hablar con sinceridad, siempre que sea cariñosamente. Habló con sinceridad y cariño de la estatura de Newt, algo que hasta ese momento nadie en el bar había comentado.

—No me refiero a un tipo pequeñito como este. —Y Crosby puso su manaza en el hombro de Newt—. No es la estatura lo que hace de un hombre un mequetrefe. He visto a hombres cuatro veces más grandes que nuestro amiguito, y que eran unos mequetrefes. Y he visto a tipos pequeñitos, bueno, en realidad no tan pequeñitos como este, pero joder, muy pequeños, a los que llamaría auténticos hombres.

—Gracias —dijo Newt afablemente, sin mirar siquiera la monstruosa mano que tenía en su hombro. Nunca había visto a un ser humano mejor adaptado a un impedimento físico tan humillante. Me estremecí admirado.

—Estaba usted hablando de los mequetrefes —le dije a Crosby, con la esperanza de que le quitase a Newt de encima el peso de su mano.

—Es verdad, joder. —Crosby se puso tieso.

—Todavía no nos ha dicho usted lo que es un mequetrefe —dije.

—Un mequetrefe es alguien que se cree tan jodidamente listo, que no puede estarse con la boca callada. Digan lo que digan los demás, siempre tiene que discutir. Si usted dice que algo le gusta, le juro que dirá que está usted en un error por gustarle eso. Un mequetrefe hace lo que puede para que se sienta usted siempre como un idiota. Diga usted lo que diga, la razón siempre la tiene él.

—No es una cualidad atractiva —insinué.

—Una vez, mi hija quiso casarse con un mequetrefe —dijo Crosby misteriosamente.

—¿Y se casó?

—Aplasté al tipo como a un bicho. —Crosby dio un golpe en la barra, y recordó cosas que el mequetrefe había dicho y hecho—. ¡Por Dios! —dijo—. ¡Que todos hemos estudiado! —Sus ojos volvieron a encontrarse con Newt— ¿Estudia usted?

—En Cornell —dijo Newt.

—¡Cornell! —exclamó Crosby satisfecho—. ¡Ahí va, yo también estudié en Cornell!

—Y él. —Newt me señaló con la cabeza.

—¡Tres de Cornell y en el mismo avión! —dijo Crosby, y volvimos a encontrarnos ante otra festividad
granfalloon
.

Cuando la fiesta se hubo calmado, Crosby le preguntó a Newt a qué se dedicaba.

—Pinto.

—¿Paredes?

—Cuadros.

—Mal rayo me parta —dijo Crosby.

—Les rogamos vuelvan a sus asientos y se abrochen los cinturones de seguridad —anunció la azafata—. Sobrevolamos el aeropuerto de Monzano, en Bolívar, San Lorenzo.

—Espere, espere un minuto —dijo Crosby, bajando la mirada hacia Newt—. De pronto me he acordado que su nombre lo he oído yo antes.

—Mi padre fue el padre de la bomba atómica. —Newt no dijo que Felix Hoenikker había sido
uno
de los padres. Dijo que Hoenikker fue
el
padre.

—¿Eso es verdad? —preguntó Crosby.

—Es verdad.

—Pero yo estaba pensando en otra cosa —dijo Crosby reflexionando. Tuvo que pensar mucho—. Algo referente a una bailarina.

—Creo que es mejor que volvamos a nuestros asientos —dijo Newt irguiéndose un poco.

—Algo referente a una bailarina rusa. —Crosby estaba lo bastante anegado de alcohol para pensar en voz alta sin ningún reparo—. Recuerdo un editorial que decía que posiblemente la bailarina era una espía.

—Por favor, caballeros —dijo la azafata—, es preciso que vuelvan ustedes a sus asientos y se abrochen los cinturones de seguridad.

Newt levantó la mirada hacia H. Lowe Crosby inocentemente.

—¿Está usted seguro de que el nombre era Hoenikker? —Y con el fin de eliminar cualquier posibilidad de error, le deletreó el nombre a Crosby.

—Quizá me equivoque —dijo H. Lowe Crosby.

60
Una nación desamparada

La isla, vista desde el aire, era un rectángulo asombrosamente regular. Del mar brotaban agujas de piedra crueles e inútiles que trazaban un círculo alrededor de la isla.

En el extremo sur de la isla se encontraba la ciudad portuaria de Bolívar.

Era la única ciudad.

Era la capital.

Estaba construida sobre una meseta pantanosa. Las pistas de aterrizaje del aeropuerto de Monzano se encontraban en la parte costera.

Las montañas se levantaban abruptamente al norte de Bolívar, poblando el resto de la isla con sus brutales jorobas. Se llamaban Montañas Sangre de Cristo, pero a mí me parecían cerdos en un abrevadero.

Bolívar había recibido muchos nombres: Caz-ma-caz-ma, Santa María, Saint Louise, Saint George y Port Glory por citar algunos. En 1922, Johnson y McCabe le dieron su nombre actual, nombre en honor a Simón Bolívar, el gran héroe e idealista latinoamericano.

Cuando Johnson y McCabe llegaron a ella, era una ciudad construida con ramitas, hojalata, cajas y barro. Se asentaba sobre las catacumbas de un billón de traperos felices, catacumbas constituidas por un acre amasijo de vertidos, excrementos y cieno.

Y así es como yo la encontré, exceptuando la parte nueva, de arquitectura más cara, que se extendía a lo largo de la costa.

Johnson y McCabe habían fracasado en su empeño de sacar a su pueblo de la miseria y las heces.

«Papá» Monzano también había fracasado.

Todo el mundo estaba predestinado al fracaso, ya que San Lorenzo era una zona tan improductiva como el Sahara o el casquete polar.

Al mismo tiempo, tenía una población densa. Como la de cualquier país muy poblado, sin excluir a la de la India o China. Había cuatrocientos cincuenta habitantes por cada inhabitable kilómetro cuadrado.

«Durante la etapa idealista de la reorganización de San Lorenzo por McCabe y Johnson, se anunció que los ingresos totales del país se dividirían en partes iguales entre todas las personas adultas —escribía Philip Castle—. La primera y única vez que se intentó llevar a cabo esta medida, cada parte ascendía a unos seis o siete dólares.»

61
Sobre el valor de un cabo

En la aduana del aeropuerto de Monzano, se nos obligó a todos a pasar una inspección de equipajes, y a convertir la cantidad de dinero que teníamos intención de gastar en San Lorenzo, en
cabos
, la moneda local, cuyo valor, insistía «papá» Monzano, era de cincuenta centavos americanos.

La aduana era nueva y estaba bien cuidada, pero ya habían pegado un montón de carteles en las paredes, sin ningún orden ni concierto.

¡AQUEL QUE SEA SORPRENDIDO PRACTICANDO EL BOKONONISMO EN SAN LORENZO —decía uno—, MORIRA EN EL GANCHO!

Otro cartel presentaba un foto de Bokonon, un escuálido anciano de color, fumándose un puro. Parecía alguien inteligente, amable y divertido.

Bajo la foto se leían las palabras: ¡SE BUSCA VIVO O MUERTO. DIEZ MIL CABOS DE RECOMPENSA!

Eché otro vistazo al cartel más de cerca y vi que en la parte inferior venía reproducido algo así como un formulario de identificación policial que Bokonon había rellenado allá por el año 1929. Venía reproducido, al parecer, para mostrar a los cazadores de Bokonon cómo eran sus huellas digitales y su caligrafía.

Pero lo que me interesó especialmente fueron algunas palabras que Bokonon había elegido para rellenar los espacios en blanco. Donde le había sido posible, Bokonon había adoptado una visión cósmica, había tomado en consideración, por ejemplo, cosas tales como la brevedad de la vida y la longevidad de la eternidad.

Bokonon hacía saber que su ocupación fundamental era: «Estar vivo.»

Y hacía saber que su vocación principal era: «Estar muerto.»

¡ESTA ES UNA NACION CRISTIANA! ¡TODO JUEGO DE PIES SERA CASTIGADO CON EL GANCHO!, decía otro cartel. Aquel cartel no tuvo para mí ningún significado, ya que todavía no había aprendido que los bokononistas unían sus almas juntando y apretando con fuerza las plantas de los pies.

Y el mayor misterio de todos, dado que aún no había terminado de leer el libro de Philip Castle, era cómo Bokonon, amigo íntimo del cabo McCabe, había llegado a ser un proscrito.

62
De por qué Hazel no tenía miedo

En San Lorenzo bajamos siete del avión: Newt y Angela, el embajador Minton y su esposa, H. Lowe Crosby y su esposa, y yo. Una vez pasada la aduana, nos llevaron en manada hacia afuera, en dirección a una tribuna.

Una vez allí, nos pusimos de cara a una muchedumbre muy callada.

Cinco mil sanlorenzanos o más se quedaron observándonos. Los isleños eran del color de la harina de avena. Era gente delgada. No se veía ni a un solo gordo. A todo el mundo le faltaban dientes. Muchos tenían las piernas arqueadas o hinchadas.

Ningún par de ojos era claro.

Las mujeres llevaban sus insignificantes pechos al descubierto. Los hombres llevaban unos holgados taparrabos que apenas servían para ocultar unos penes semejantes a los péndulos de los relojes de pared.

Había muchos perros, pero ninguno ladraba. Había muchas criaturas, pero ninguna lloraba. Se oía alguna tos aquí y allá, y eso era todo.

Una banda militar estaba en posición de firmes frente a la muchedumbre, pero no tocaban.

Frente a la banda había un guardia de color. Llevaba dos banderas, la de las Barras y Estrellas, y la de San Lorenzo. La bandera de San Lorenzo consistía en un galón de un cabo de la U.S. Marines sobre un fondo azul regio. Las banderas caían lacias en aquel día sin viento.

En alguna parte, muy a lo lejos, me pareció oír el topetón de un mazo contra un tambor de cobre. Pero se trataba de una ilusión. Era sólo que en mi alma había resonado el calor metálico y cobrizo del clima de San Lorenzo.

—Cuánto me alegro de que sea un país cristiano —le susurró Hazel Crosby a su marido—, si no me daría un poco de miedo.

Tras nosotros había un xilófono.

En el xilófono había una placa reluciente. La placa estaba hecha de granates y gemas artificiales.

La placa decía: MONA.

63
Reverente y libre

En el lado izquierdo de nuestra tribuna, había una fila de seis cazas con motor de hélice, prueba de la ayuda militar de los Estados Unidos a San Lorenzo. En el fuselaje de cada avión, había pintada, con una lujuria sanguinaria, una boa constrictor que estrujaba mortalmente a un demonio. Al demonio le salía sangre por las orejas, la nariz y la boca. De entre unos dedos rojos satánicos caía, deslizándose, un tridente.

Ante cada avión se erguía un piloto color harina de avena, también en silencio.

Entonces, sobrevolando aquel hinchado silencio, nos llegó un canto persistente, semejante al canto de un mosquito. Era una sirena que se acercaba. La sirena pertenecía a la reluciente limusina negra Cadillac de «papá».

La limusina vino a pararse frente a nosotros, echando humo por los neumáticos.

De ella salieron «papá» Monzano, su hija adoptiva Mona Aamons Monzano y Franklin Hoenikker.

Tras una lánguida e imperiosa señal de «papá», la muchedumbre cantó el himno nacional de San Lorenzo. Su melodía era «A formar, Patria». La letra la había escrito Lionel Boyd Johnson, Bokonon, en 1922, y decía así:

¡Oh tierra privilegiada

En donde es placentero vivir!

Los hombres, valientes como fieras.

Las mujeres de gran castidad,

Siempre en paz

Nuestros hijos seguirán el ejemplo.

¡San, San Lo-ren-zo!

¡Isla afortunada y rica eres!

Ante ti tiemblan nuestros enemigos,

Porque saben que sucumbirán

Ante un pueblo que venera la libertad.

64
Paz y prosperidad

Y acto seguido, la muchedumbre guardó de nuevo un silencio sepulcral.

«Papá», Mona y Frank se unieron a nosotros en la tribuna. Mientras se acercaban, se oyó el redoble de un tambor. El tambor dejó de sonar cuando «papá» señaló con el dedo al tamborilero.

«Papá» llevaba una pistolera colgada al hombro por fuera de la casaca. El arma que había dentro de la pistolera era un revólver cromado del 45. Era un hombre muy viejo, como muchos de los miembros de mi
karass
. Estaba en un estado deplorable. Arrastraba los pies a pasos pequeños. Seguía siendo un hombre gordo, pero la grasa se le derretía a toda velocidad, ya que su sencillo uniforme le venía ancho. Los globos de sus ojos de sapo eran amarillos. Le temblaban las manos.

Su guardaespaldas personal era el comandante general Franklin Hoenikker, y su uniforme era blanco. Frank, de muñecas delgadas y estrecho de hombros, parecía un niño al que aún tuvieran levantado pasada la hora de irse a la cama. En el pecho llevaba una medalla.

Estuve observando a los dos, a «papá» y a Frank, aunque con cierta dificultad, no porque hubiese algo en medio, sino porque no podía apartar mis ojos de Mona. Me sentía conmovido, angustiado, exaltado, desquiciado. Cualquier sueño insaciable e irracional que hubiese tenido anteriormente de lo que debía ser una mujer, se hizo realidad en Mona. Dios bendiga su alma cálida y cremosa. Allí había paz y prosperidad para siempre.

Aquella muchacha sólo tenía dieciocho años, era serena hasta el éxtasis. Parecía entenderlo todo y ser todo lo que había que entender. En
Los libros de Bokonon
, aparece mencionada por su nombre, y una cosa que Bokonon dice de ella es esta: «Mona tiene la sencillez de lo absoluto.»

Llevaba un vestido blanco y griego.

Llevaba sandalias planas en sus piececitos morenos.

Sus cabellos, de un dorado pálido, eran largos y lacios.

Tenía una lira por caderas.

Oh, Dios mío.

Paz y prosperidad para siempre.

Era la única muchacha hermosa de San Lorenzo. Era el tesoro nacional. «Papá» la había adoptado, según Philip Castle, con el fin de combinar la divinidad con la severidad de su gobierno.

El xilófono lo trajeron rodando hasta la tribuna, y Mona lo tocó. Interpretó, «When Day is Done»
[5]
, Fue todo
tremolo
, creciendo, desvaneciéndose y volviendo a crecer.

La muchedumbre estaba ebria de belleza.

Y entonces le tocó a «papá» saludarnos.

65
Un buen momento para venir a San Lorenzo

«Papá» era un hombre autodidacta, que había sido mayordomo del cabo McCabe. No había salido nunca de la isla, y hablaba el inglés americano pasablemente bien.

Todo lo que decíamos cada uno de nosotros en la tribuna retumbaba en la muchedumbre a través de las trompas del día del Juicio Final.

Cualquier cosa que saliese por aquellas trompas descendía como un torrente ininteligible de palabras hasta un bulevar corto y ancho que la muchedumbre tenía detrás, rebotaba en los tres edificios nuevos con fachada de cristal del fondo del bulevar y volvía hasta nosotros a modo de cacareo.

Other books

The Pocket Watch by Ceci Giltenan
The Fading by Christopher Ransom
Secretly Craving You by North, Nicole
Fighting to Stay by Millstead, Kasey
Pitch by Jillian Eaton
The Talent Show by Dan Gutman
L5r - scroll 04 - The Phoenix by Stephen D. Sullivan