Este chico tan poco atractivo aparecía identificado como el comandante general Franklin Hoenikker, ministro de Ciencia y Progreso de la República de San Lorenzo.
Tenía veintiséis años.
Por el suplemento del
Sunday Times
de Nueva York me enteré de que San Lorenzo tenía ochenta kilómetros de longitud y treinta de anchura, y una población de cuatrocientas cincuentas mil almas, «... todas ellas ferozmente consagradas a los ideales del Mundo Libre».
Su cima más alta, el monte McCabe, tenía tres mil cuatrocientos metros de altura sobre el nivel del mar. La capital de la isla era Bolívar, «... una ciudad sorprendentemente moderna, construida sobre un puerto capaz de albergar la flota entera de los Estados Unidos». Sus principales exportaciones eran el azúcar, el café, los plátanos, el índigo y objetos de artesanía.
«Y los amantes del deporte de la pesca consideran San Lorenzo como la indiscutible capital mundial de la barracuda.»
Me pregunté cómo Franklin Hoenikker, que ni siquiera había terminado el Instituto, se había hecho con ese fantástico puesto. Encontré una respuesta muy poco imparcial en un ensayo sobre San Lorenzo firmado por «papá» Monzano.
«Papá» decía que Frank era el arquitecto del «Plan Maestro de San Lorenzo», que incluía nuevas carreteras, electrificación del campo, plantas depuradoras, hoteles, hospitales, clínicas, ferrocarriles; en síntesis: todo. Y aunque el ensayo era breve y compacto, «papá» se refería cinco veces a Frank llamándole «... el hijo carnal del doctor Felix Hoenikker».
La frase olía a canibalismo.
«Papá» estaba totalmente convencido de que Frank era un pedazo de la mágica carne del viejo sabio.
Había otro artículo en el suplemento que arrojaba un poco más de luz. Se trataba de un florido ensayo titulado «Lo que ha significado San Lorenzo para un americano». Era obra casi seguro de un escritor fantasma. Iba firmado por el comandante general Franklin Hoenikker.
En él, Frank contaba haberse encontrado solo en una embarcación Chris-Craft de veintiún metros casi inundada y en el Caribe. No explicaba lo que hacía allí o cómo era que estaba solo. Señalaba, sin embargo, que su lugar de partida había sido Cuba.
«El lujoso barco de placer se iba hundiendo, y con él, mi vida carente de sentido —decía el ensayo—. En cuatro días no había comido más que dos galletas y una gaviota. Las aletas dorsales de los tiburones devoradores de hombres surcaban las aguas a mi alrededor y los afilados dientes de aguja de las barracudas hacían hervir las aguas.
»Alcé los ojos hacia mi Creador, con la voluntad de aceptar cualquiera que fuese Su decisión. Y mis ojos se posaron en una cima gloriosa que sobresalía por encima de las nubes. ¿Se trataba de Fata Morgana, la cruel decepción de un espejismo?»
Al llegar a este punto, consulté el término Fata Morgana. Me enteré de que en realidad se trataba de un espejismo que debía su nombre a Morgan le Fay, un hada que vivió en el fondo del lago. Fue famosa por aparecer en el estrecho de Messina, entre Calabria y Sicilia. En resumidas cuentas, Fata Morgana era un bodrio poético.
Lo que Frank había visto desde su inundado barco de recreo no era la cruel Fata Morgana, sino el pico del monte McCabe. Las apacibles corrientes empujaron con su hocico el barco de recreo de Frank hacia las costas rocosas de San Lorenzo, como si Dios le quisiera allí.
Frank pisó tierra, con los pies secos, y preguntó dónde se encontraba. El ensayo no decía nada, pero el hijo de perra llevaba consigo un pedazo de
hielo-nueve
dentro de un termo.
Frank, al no tener pasaporte, fue encarcelado en la capital, Bolívar. Allí dentro recibió la visita de «papá» Monzano, que quería saber si cabía la posibilidad de que Frank fuese un pariente carnal del inmortal Felix Hoenikker.
«Yo admití serlo —decía Frank en el ensayo—. Desde aquel momento se me abrieron todas las puertas de San Lorenzo.»
Dio la casualidad —«se supone que dio la casualidad», diría Bokonon— de que una revista me encargó hacer una historia en San Lorenzo. No iba a ser una historia sobre «papá» Monzano, sino sobre Julian Castle, un millonario americano del azúcar que, a la edad de cuarenta años, había seguido el ejemplo del doctor Albert Schweitzer y había fundado un hospital gratuito en la jungla, consagrando su vida a las gentes desgraciadas de otras razas.
El hospital de Castle se llamaba Hogar de Esperanza y Misericordia en la Jungla. La jungla era la que había en San Lorenzo, entre los cafetales silvestres de la ladera norte del monte McCabe.
Cuando volé a San Lorenzo, Julian Castle tenía sesenta años de edad.
Durante veinte años había sido totalmente altruista.
En sus días de egoísmo había sido alguien tan familiar entre los lectores de periódicos de formato pequeño como Tommy Manville, Adolf Hitler, Benito Mussolini o Barbara Hutton. Su fama había residido en la lascivia, el alcoholismo, el conducir temerariamente y huir del servicio militar. Había tenido un talento deslumbrante para gastar millones, no incrementando por ello más que las reservas de dolor y pena de la humanidad.
Había contraído matrimonio cinco veces, engendrando un único hijo.
El único hijo, Philip Castle, era el gerente y propietario del hotel en el que tenía planeado quedarme. El hotel se llamaba Casa Mona
[3]
, y debía su nombre a Mona Aamons Monzano, la negra rubia de la portada del suplemento del
Sunday Times
de Nueva York. El Casa Mona era un edificio nuevo, uno de los tres que se veían al fondo del retrato de Mona aparecido en el suplemento.
Aunque no tenía la sensación de que aquellos resueltos mares me llevaban por el aire hacia San Lorenzo, sí tuve la sensación de que lo estaba haciendo el amor. El Fata Morgana, el espejismo de lo que debía ser recibir los favores de Mona Aamons Monzano, se había convertido en una fuerza tremenda en mi vida carente de significado. E imaginé que Mona podría hacerme más feliz de lo que ninguna otra mujer hasta entonces lo había conseguido.
La distribución de los asientos, en el avión procedente de Miami con escala final en San Lorenzo, era de tres en tres. Dio la casualidad —«se supone que dio la casualidad»— de que mis compañeros de fila eran Horlick Minton, el nuevo embajador americano en la República de San Lorenzo, y su esposa Clarie. Tenían el cabello blanco, eran amables y frágiles.
Minton me dijo que era diplomático de carrera, con el rango de embajador por primera vez. Me explicó que hasta la fecha, él y su esposa habían sido destinados, me dijo, a Bolivia, Chile, Japón, Francia, Yugoslavia, Egipto, Sudáfrica, Liberia y Pakistán.
Eran unos tortolitos. Se agasajaban continuamente con pequeños detalles: paisajes dignos de ver por la ventanilla, fragmentos instructivos o divertidos de cosas que leían, recuerdos fortuitos de tiempos pasados. Eran, creo, un ejemplo impecable de lo que Bokonon llama un
duprass
, que es un
karass
formado únicamente de dos personas.
«Un verdadero
duprass
—nos dice Bokonon— no puede ser invadido ni siquiera por los niños nacidos de tal unión.»
Por lo tanto, excluyo a los Minton de mi
karass
, del
karass
de Frank, del
karass
de Newt, del
karass
de Asa Breed, del
karass
de Angela, del
karass
de Lyman Enders Knowles, del
karass
de Sherman Krebbs. El de los Minton era un
karass
muy ordenado, compuesto sólo por ellos dos.
—Me imagino que estará usted encantado —le dije a Minton.
—¿De qué debo estar encantado?
—Encantado de tener el rango de embajador.
Por el modo compasivo en que Minton y su mujer se miraron, deduje que había dicho alguna idiotez. Pero los Minton me siguieron la corriente.
—Sí —se estremeció Minton—, estoy encantado. —Sonrió apenas—. Me siento profundamente honrado.
Y lo mismo ocurrió con casi todos los temas que saqué a colación. No conseguí que los Minton se entusiasmaran por nada.
Por ejemplo:
—Me imagino que hablarán ustedes un montón de lenguas —dije.
—Oh, seis o siete entre los dos —dijo Minton.
—Debe de producir mucha satisfacción.
—¿El qué?
—Poder hablar con gente de tantas nacionalidades distintas.
—Sí, mucha satisfacción —dijo Minton sosamente.
—Mucha satisfacción —dijo su esposa.
Y prosiguieron la lectura de un grueso manuscrito escrito a máquina, que estaba abierto sobre el brazo del asiento.
—Y díganme —dije un poco después—, a lo largo y ancho de sus viajes por el mundo, ¿no han encontrado que en el fondo todo el mundo es igual?
—¿Uhmm? —exclamó Minton.
—¿No creen que en el fondo del corazón todo el mundo es igual donde quiera que vayan?
Minton miró a su mujer para asegurarse de que ésta había oído la pregunta, después se volvió de nuevo hacia mí.
—Todo el mundo es igual, donde quiera que vaya —dijo conforme.
—Uhmm —dije yo.
Bokonon nos dice, casualmente, que los miembros de un
duprass
siempre se mueren con menos de una semana de diferencia. Cuando les llegó la hora a los Minton, murieron en el mismo segundo.
En la cola del avión había un saloncito adonde me dirigí a tomar una copa. Allí conocí a otro americano, H. Lowe Crosby de Evanston, Illinois, y a su esposa Hazel.
Eran unos cincuentones corpulentos. Tenían un hablar gangoso. Crosby me contó que era propietario de una fábrica de bicicletas en Chicago, y que no recibía por parte de sus empleados más que ingratitud. Iba a trasladar su negocio al agradecido San Lorenzo.
—¿Conoce bien San Lorenzo? —pregunté.
—Esta es la primera vez que voy, pero todo lo que he oído de este país me gusta —dijo H. Lowe Crosby—. Tienen disciplina. Tienen algo en lo que puede usted contar de un año para otro. No tienen a un gobierno dando ánimos a la gente para que todo el mundo se convierta en una especie de mequetrefes originales de los que nunca haya nadie oído hablar.
—¿Cómo dice?
—Por Dios, en Chicago ya no fabricamos bicicletas. Ahora todo son relaciones humanas. Esos cagalibros andan por ahí buscando vías nuevas para que todo el mundo sea feliz. No se puede despedir a nadie pase lo que pase, y si por descuido alguien fabrica una bicicleta, el sindicato nos acusa de llevar a cabo prácticas crueles e inhumanas, y el gobierno confisca las bicicletas por impuestos atrasados y se la da a un ciego de Afganistán.
—¿Y piensa usted que las cosas irán mejor en San Lorenzo?
—Sé pero que muy bien que irán mejor. Esa gente de ahí abajo son lo suficientemente pobres, lo suficientemente miedosos y lo suficientemente ignorantes para tener un poco de sentido común.
Crosby me preguntó cómo me llamaba y a qué me dedicaba. Yo le contesté. Y su esposa Hazel descubrió que mi apellido era un apellido de Indiana. Ella también era de Indiana.
—¡Dios mío! —dijo— ¿es usted
hoosier
[4]
?
Confesé serlo.
—Yo también soy
hoosier
—se jactó la mujer—. Nadie tiene que avergonzarse de ser un
hoosier
.
—Yo no me avergüenzo —dije—. Nunca he conocido a nadie que se avergüence.
—Los
hoosiers
siempre funcionan bien. Lowe y yo hemos dado dos veces la vuelta al mundo y a todas partes donde íbamos encontrábamos
hoosiers
con responsabilidad en muchas cosas.
—Es alentador.
—¿Conoce al gerente del nuevo hotel de Estambul?
—No.
—Pues es
hoosier
. ¿Y al no sé qué militar en Tokio...?
—Agregado —dijo su esposo.
—Pues es
hoosier
—dijo Hazel—. ¿Y al nuevo embajador de Yugoslavia?
—¿
Hoosier
? —pregunté.
—Y no sólo él, sino también el director en Hollywood de la revista
Life
. Y ese hombre de Chile...
—¿También es
hoosier
?
—No hay lugar en el mundo en que un
hoosier
no haya dejado su huella.
—El hombre que escribió
Ben Hur
era
hoosier
.
—Y James Whitcomb Riley.
—¿Usted también es de Indiana? —le pregunté a su marido.
—No, soy de Prairie State. «La tierra de Lincoln», como dicen ellos.
—Pero respecto a eso —dijo Hazel de un modo triunfante—, Lincoln también fue
hoosier
. Se crio en Spencer County.
—Claro —dije.
—Yo no sé lo que pasa con los
hoosiers
—dijo Hazel—, pero algo deben de tener, seguro. Si alguien hiciera una lista, muchos se asombrarían.
—Eso es verdad —dije.
Ella me agarró fuertemente el brazo.
—Nosotros, los
hoosiers
, tenemos que mantenernos unidos.
—Muy bien.
—Llámeme «mami».
—¿Cómo?
—Cada vez que conozco a un
hoosier
joven, le digo: «llámame
mami
»
—¿Sí?
—Déjeme oír cómo lo dice —me urgió.
—¿Mami?
Sonrió y me soltó el brazo. El ciclo del reloj se había cumplido. El que yo llamara «mami» a Hazel lo había parado y ahora Hazel le estaba dando cuerda otra vez para el próximo
hoosier
que apareciese.
La obsesión de Hazel por los
hoosiers
repartidos en el mundo era un ejemplo clásico de un
karass
falso, de un equipo aparente pero carente de sentido para el modo Divino de conseguir que se cumplan las cosas, un ejemplo clásico de lo que Bokonon llama un
granfalloon
. Otros ejemplos de
granfalloons
son el Partido Comunista, las Hijas de la Revolución Americana, la Compañía General Eléctrica, la Orden Internacional de Tipos Raros, y cualquier nación, en cualquier época y en cualquier lugar. Tal y como Bokonon nos invita a cantar:
Si deseas estudiar un
granfalloon
,
Basta quitarle el pellejo a un balón.
Según la opinión de H. Lowe Crosby, las dictaduras a veces no estaban nada mal. Crosby no era una persona horrible, ni tampoco era un tonto. Le convenía hacer frente al mundo con una cierta bufonería pedestre, pero muchas de las cosas que decía sobre la indisciplinada humanidad, no sólo eran graciosas sino ciertas.