Tenía cuarenta y dos. Lo suficiente para ser la madre de Newt.
Tuve abandonado mi libro sobre la bomba atómica.
Casi un año más tarde, dos días antes de Navidad, otra historia me llevó hasta Ilium, Nueva York, donde el doctor Felix Hoenikker había realizado la mayor parte de su trabajo, y donde habían crecido el pequeño Newt, Frank y Angela.
Me detuve un tiempo en Ilium para ver qué podía ver.
En Ilium no quedaba ningún Hoenikker vivo, pero había muchísima gente que afirmaba haber conocido bien al viejo y a sus tres singulares hijos.
Acordé una cita con Asa Breed, Vicepresidente responsable del Laboratorio de Investigaciones de la Compañía General de Forjas y Fundiciones. Supongo que el doctor Breed era también un miembro de mi
karass
, aunque me cogió antipatía casi en el acto.
«Las simpatías y antipatías no tienen nada que ver con el asunto», dice Bokonon. Una advertencia fácil de olvidar.
—Tengo entendido que fue usted el supervisor del doctor Hoenikker durante la mayor parte de su vida profesional —le dije al doctor Breed por teléfono.
—En teoría —dijo.
—No le entiendo —dije.
—Si de verdad hubiese supervisado a Felix —dijo—, ahora estaría preparado para poder hacerme cargo de los volcanes, las mareas, y las migraciones de pájaros y conejos de Noruega. Ese hombre era una fuerza de la naturaleza que ningún mortal podía controlar.
El doctor Breed me fijó una cita para la mañana siguiente temprano. Me recogería en mi hotel camino de su trabajo, dijo, para simplificar así mi entrada en el fuertemente protegido Laboratorio de Investigaciones.
O sea, que tenía que matar el tiempo durante una noche en Ilium. Por lo pronto, ya estaba donde empezaba y terminaba la vida nocturna de Ilium, el Hotel del Prado. Su bar, el Salón Cape Cod, era una guarida de prostitutas.
Dio la casualidad, «estaba previsto que diese la casualidad», diría Bokonon, de que la prostituta que tenía a mi lado y también el encargado del bar que me sirvió, habían ido al instituto con Franklin Hoenikker, el atormentador de bichos, el hijo mediano, el vástago desaparecido.
La prostituta, que dijo llamarse Sandra, me ofreció unos placeres inasequibles, excepto en lugares como Place Pigalle y Port Said. Yo le dije que no tenía ningún interés, y ella tuvo el suficiente ingenio como para decirme que tampoco ella tenía realmente ningún interés. Tal y como salieron las cosas, ambos habíamos sobreestimado nuestra apatía, aunque no mucho.
No obstante, antes de apreciar el alcance de nuestras pasiones, hablamos de Frank Hoenikker, y hablamos del viejo, y hablamos un poco de Asa Breed y hablamos de la Compañía General de Forjas y Fundiciones, y hablamos del Papa y del control de natalidad, de Hitler y de los judíos. Hablamos de los farsantes. Hablamos de la verdad. Hablamos de los gángsters, hablamos de los negocios. Hablamos de la buena pobre gente que iba a la silla eléctrica y de los hijos de puta ricos que no iban. Hablamos de la gente religiosa que tenía perversiones. Hablamos de un montón de cosas.
Nos emborrachamos.
El encargado era muy bueno con Sandra. La chica le gustaba. La respetaba. Me dijo que Sandra había sido presidenta del Comité de colores de la clase en el instituto de Ilium. Cada clase, me explicó, tenía que elegir durante el tercer curso los colores que la distinguirían, y después llevar esos colores con orgullo.
—¿Qué colores elegisteis? —pregunté.
—Naranja y negro.
—Buenos colores.
—Eso pensé yo.
—¿Franklin Hoenikker estaba también en el Comité de colores de la clase?
—No estaba en nada —dijo Sandra con desdeño—. Nunca se metió en ningún comité, no jugaba nunca a nada, no salía nunca con chicas. Creo que no habló nunca con una chica. Solíamos llamarle Agente secreto X-9.
—¿X-9?
—Ya sabe, siempre actuaba como actuaba el Agente secreto X-9, de camino entre dos lugares secretos. No hablaba nunca con nadie.
—Puede que realmente
tuviese
una vida secreta muy intensa —insinué.
—¡Qué va!
—¡Qué va! —repitió con desprecio el encargado del bar—. No era más que uno de esos chicos que están siempre haciendo maquetas de aviones y meneándosela.
—Él iba a ser el orador, el día de nuestra graduación —dijo Sandra.
—¿Quién? —pregunté.
—El doctor Hoenikker, el viejo.
—¿Qué dijo?
—No apareció.
—O sea, ¿que no tuvisteis discurso de graduación?
—Oh sí, sí tuvimos. El doctor Breed, al que va usted a ver mañana, apareció por allí, completamente sin aliento, y nos dio una especie de charla.
—¿Qué dijo?
—Dijo que esperaba que muchos de nosotros consagráramos nuestra vida profesional a la ciencia —dijo Sandra. No le pareció haber dicho nada gracioso. Recordó una clase que le había impresionado. La repitió, intentando acordarse, sumisamente—. Dijo que lo malo en el mundo era que...
Tuvo que hacer una pausa y pensar.
—Lo malo en el mundo era que —prosiguió de un modo vacilante—, que la gente seguía teniendo un espíritu supersticioso en vez de científico. Dijo que si todo el mundo estudiase más ciencia, no habría todos los problemas que hay.
—Dijo que la ciencia descubriría algún día el secreto fundamental de la vida —intercaló el encargado del bar. Se rascó la cabeza y frunció el ceño—. Me parece que el otro día leí en el periódico que por fin lo habían encontrado.
—No me enteré —murmuré.
—Yo lo vi —dijo Sandra—. Hace dos días, más o menos.
—Es verdad —dijo el encargado del bar.
—¿Cuál
es
el secreto de la vida? —pregunté.
—Se me ha olvidado —dijo Sandra.
—Las proteínas —afirmó el encargado del bar—. Averiguaron algo sobre las proteínas.
—Ah sí, —dijo Sandra—. Exacto.
Otro barman, de más edad, vino a sumarse a nuestra conversación en el Salón Cape Cod del hotel Del Prado. Cuando oyó que yo estaba escribiendo un libro sobre el día de la bomba, me contó cómo había sido aquel día para él, y cómo había sido aquel día en el mismísimo bar donde nos encontrábamos. Tenía una voz gangosa tipo W. C. Fields, y una nariz semejante a una fresa de exposición.
—Entonces no se llamaba Salón Cape Cod —dijo—. No había todas estas jodidas redes y conchas marinas. Por aquel entonces se llamaba el Tipi Navajo. Había mantas indias y cráneos de vacas en las paredes, y pequeños tantanes en las mesas, y cuando la gente quería consumir tenía que tocar el tantán. Intentaron convencerme para que me pusiera una gorra de guerra, pero nunca lo hice. Un día vino un auténtico indio navajo. Me dijo que los navajos no vivían en tipis. «Pues es una pena, joder», le dije. Y antes de eso había sido el Salón Pompeya, con bustos de yeso por todas partes. Pero le llamen como le llamen, aquí nunca cambian la jodida instalación eléctrica. Nunca cambian la jodida gente que entra aquí, ni tampoco la jodida ciudad que hay afuera. El día que les lanzaron a los japoneses la jodida bomba de Hoenikker, entró un espabilado que intentó sablearme una copa. Quería que le sirviesen una copa porque el fin del mundo estaba cerca. De modo que le preparé un «Delicia del fin del mundo». Le di un cuarto de libra de crema de menta en una piña vaciada, con crema batida y una cereza encima. Ahí tienes, miserable hijo de perra, le dije, no dirás que no hice nunca nada por ti. Entró otro tipo y dijo que había dejado de trabajar en el Laboratorio de Investigaciones. Dijo que cualquier cosa en la que trabajasen los científicos terminaba resultando un arma, de un modo u otro. Dijo que ya no quería seguir ayudando a los políticos en sus jodidas guerras. Se llamaba Breed. Le pregunté si tenía algún parentesco con el jefe del jodido Laboratorio de Investigaciones. Dijo que sí, joder. Dijo que era el jodido hijo del jefe del Laboratorio de Investigaciones.
¡Dios mío, pero qué fea es la ciudad de Ilium!
«¡Dios mío! —dice Bokonon—, ¡pero qué ciudad fea es cualquier ciudad!»
El aguanieve caía a través de un manto inmóvil de espesa niebla. Era por la mañana, muy temprano. Yo iba en el sedán Lincoln del doctor Asa Breed. Me sentía ligeramente enfermo, un poco borracho todavía por la noche anterior. El doctor Breed conducía. Las ruedas de su coche se enganchaban en las vías de una instalación de tranvías, ya largo tiempo abandonada.
Breed era un anciano sonrosado, muy próspero y maravillosamente vestido. Tenía un aire civilizado, optimista, capaz, sereno. Yo, en cambio, me veía mal afeitado, enfermo, cínico. Había pasado la noche con Sandra.
Mi alma me resultaba tan desagradable como el olor a piel de un gato ardiendo.
Pensaba lo peor de todo el mundo, y sabía algunas cosas sórdidas del doctor Breed, cosas que Sandra me había contado.
Sandra me contó que en Ilium todo el mundo tenía la certeza de que el doctor Breed había estado enamorado de la esposa de Felix Hoenikker. Y me contó que la mayor parte de la gente pensaba que Breed era el padre de los tres hijos de Hoenikker.
—¿No conoce Ilium? —me preguntó de pronto el doctor Breed.
—Es la primera vez que vengo.
—Es una ciudad para familias.
—¿Cómo dice?
—Lo que es vida nocturna, no hay mucha. La vida de todo el mundo se centra mucho más en la familia y en el hogar.
—Me parece muy sano.
—Y lo es. Tenemos muy poca delincuencia juvenil.
—Qué bien.
—Ilium tiene una historia muy interesante, ¿sabe?
—Supongo que sí.
—Era la base avanzada, ¿lo sabía?
—¿Cómo dice?
—En la migración al Oeste.
—¡Ah!
—La gente se equipaba aquí.
—Qué interesante.
—Justo donde está ahora el Laboratorio de Investigaciones se encontraba la antigua estacada. También era donde se ahorcaba a la gente de todo el condado.
—No creo que el crimen fuera más rentable entonces que ahora.
—En mil setecientos ochenta y dos ahorcaron aquí a un hombre que había asesinado a veintiséis personas. A menudo he pensado que alguien debería escribir un libro sobre él. George Minor Moakely. Cantó una canción en el cadalso. Una canción que había compuesto para esa ocasión.
—¿Qué decía la canción?
—Puede encontrar la letra completa en la Sociedad Histórica, si de verdad le interesa.
—Sólo quería saber más o menos de qué trataba.
—No se arrepentía de nada.
—Hay gente así.
—¡Imagíneselo! —dijo el doctor Breed—. ¡Tenía a veintiséis personas en su conciencia!
—No sale uno de su asombro.
Mi mareada cabeza se tambaleaba sobre mi rígido cuello. Las ruedas del lustroso Lincoln del doctor Breed se habían vuelto a enganchar en las vías del tranvía.
Le pregunté que cuánta gente intentaba llegar a la Compañía General de Forjas y Fundiciones alrededor de las ocho en punto, y me dijo que treinta mil.
En cada cruce había policías con impermeables amarillos contradiciendo con sus manos lo que decían los semáforos.
Los semáforos, fantasmas chillones bajo el aguanieve, insistían una y otra vez en su comportamiento absurdo e irrelevante, indicándole al glaciar de automóviles lo que debía hacer. El verde significaba circule. El rojo significaba alto. El naranja significaba cambio y precaución.
El doctor Breed me contó que el doctor Hoenikker, cuando aún era muy joven, había dejado una mañana tranquilamente su coche en medio del tráfico de Ilium.
—La policía, al intentar averiguar qué era lo que interrumpía el tráfico —dijo—, se encontró con el coche de Felix, allí en medio, con el motor en marcha, un puro encendido en el cenicero, flores frescas en los floreros...
—¿Floreros?
—El coche era un Marmon, más o menos del tamaño de una locomotora. Tenía pequeños floreros de cristal tallado en las puertas, y la esposa de Felix solía poner flores frescas en los floreros cada mañana. Y allí estaba el coche, en medio de todo el tráfico.
—Como el
Marie Celeste
—sugerí.
—La policía lo sacó de allí arrastrándolo. Sabían de quién era el coche. Telefonearon a Felix y le dijeron muy educadamente dónde podía ir a recogerlo. Felix les dijo que podían quedárselo, que ya no lo quería.
—¿Y se lo quedaron?
—No. Telefonearon a su esposa y ella fue a por el Marmon.
—A propósito, ¿cómo se llamaba su esposa?
—Emily. —El doctor Breed se chupó los labios y adoptó una mirada ausente, y dijo el nombre de la mujer, de la mujer muerta hacía tanto tiempo, una segunda vez— . Emily.
—¿Cree usted que alguien dirá algo si saco esta historia del Marmon en mi libro?
—Siempre que no saque usted el final de la historia.
—¿El
final
de la historia?
—Emily no tenía costumbre de conducir el Marmon. De camino a casa tuvo un accidente. La afectó en la pelvis...
Justo en ese momento, el tráfico estaba paralizado. El doctor Breed cerró los ojos y apretó fuertemente las manos contra el volante.
—Y ese fue el motivo por el que murió al nacer el pequeño Newt.
El Laboratorio de Investigaciones de la Compañía General de Forjas y Fundiciones estaba cerca de la entrada principal de las instalaciones de la fábrica en Ilium, a una manzana aproximadamente del aparcamiento de ejecutivos donde el doctor Breed había dejado su coche.
Le pregunté al doctor Breed cuánta gente trabajaba para el Laboratorio de Investigaciones.
—Setecientas personas —dijo—, pero en realidad no llegan a cien los que están investigando. Los otros seiscientos sólo hacen de porteros, de un modo u otro. Y yo soy el portero más importante de todos.
Cuando nos unimos a la corriente humana que fluía por la calle de la Compañía, una mujer que venía detrás de nosotros le deseó feliz Navidad al doctor Breed. Este se volvió para escudriñar benignamente entre el mar de pálidas empanadas, y descubrió que el saludo provenía de una tal Miss Francine Pefko. Miss Pefko tenía veinte años, era inexpresivamente bonita y saludable. Una del montón.
Haciendo honor a la dulzura de las Navidades, el doctor Breed invitó a Miss Pefko a unirse a nosotros. La presentó como la secretaria del doctor Nilsak Horvath. Entonces me dijo quién era Horvath.