»En fin, yo estaba jugando en la alfombra, fuera de su estudio, el día de la bomba. Mi hermana Angela me ha contado que yo solía jugar con camioncitos de juguete durante horas y horas, haciendo el ruido del motor, haciendo “ruun, ruun, ruun” todo el tiempo. De modo que me imagino que yo estaba haciendo “ruun, ruun, ruun” aquel día, y mi padre en su estudio, jugando con un redondel de cuerda.
»Da la casualidad de que sé de dónde procedía la cuerda con la que mi padre estaba jugando. Quizá pueda usted ponerlo en alguna parte del libro. Mi padre cogió la cuerda con la que estaba atado el manuscrito de una novela que le había enviado un preso. La novela trataba del fin del mundo en el año 2000, y el título del libro era
2000 d.C
. Hablaba de cómo unos científicos locos fabricaban una bomba que arrasaba el planeta entero. Al enterarse todo el mundo de que llegaba el fin del mundo, se organizó una gran orgía, y entonces, diez segundos antes de estallar la bomba, aparecía el mismísimo Jesucristo. El autor se llamaba Marvin Sharpe Holderness, y le contaba a mi padre, en una carta adjunta, que estaba en la cárcel por haber matado a su hermano. Le enviaba el manuscrito a mi padre porque no sabía qué tipo de explosivos poner en la bomba. Pensaba que quizá mi padre podía sugerirle algo.
»No le estoy diciendo que yo leyera el libro a la edad de seis años. Lo tuvimos dando tumbos por casa durante mucho tiempo. Mi hermano Frank se adueñó de él, atraído por las partes obscenas. Lo guardaba en su dormitorio, dentro de lo que él llamaba su “caja fuerte”. En realidad no era ninguna caja fuerte, sino simplemente el tubo de una estufa vieja con una tapa de hojalata. Frank y yo debemos de haber leído la parte de la orgía miles de veces cuando éramos niños. Lo guardamos durante muchos años y un día mi hermana Angela lo encontró. Lo leyó y dijo que no era más que basura, y una marranada. Quemó el libro, y la cuerda. Era una madre para Frank y para mí, ya que nuestra auténtica madre murió al nacer yo.
»Mi padre no leyó nunca el libro, de eso estoy más que seguro. Creo que no leyó una novela, ni siquiera un relato, en toda su vida, por lo menos desde que era niño. Tampoco leía su correspondencia, ni revistas, ni periódicos. Supongo que leería un montón de revistas técnicas, pero si le digo la verdad, no recuerdo a mi padre leyendo nada.
»Como digo, todo lo que quería del manuscrito era la cuerda. Así era mi padre. Nadie podía predecir qué podía interesarle. El día de la bomba fue la cuerda.
»¿Ha leído usted alguna vez el discurso que pronunció cuando recibió el Premio Nobel? Este fue todo el discurso: “Señoras y señores. Estoy aquí ante ustedes porque nunca he dejado de zanganear como un niño de ocho años camino del colegio en una mañana de primavera. Cualquier cosa puede hacer que me pare, mire, me asombre, y algunas veces, aprenda. Soy un hombre muy feliz. Gracias.”
»Luego, mi padre se quedó mirando la cuerda durante un rato y entonces sus dedos empezaron a jugar con ella. Con sus dedos hizo una figura de cuerda que se llama “la cuna de gato”. No sé dónde aprendería mi padre a hacerla. De
su
padre, quizá. Su padre era sastre, ¿sabe?, de modo que cuando mi padre era un crío, debió estar rodeado siempre de hilos y cuerdas.
»Jugar a la “cuna de gato” es lo más cercano a un juego, en el sentido que todo el mundo le da a esta palabra, que yo haya visto jugar a mi padre. No hacía ningún caso de los trucos, juegos y reglas que se inventaba otra gente. En un álbum de recortes que guardaba mi hermana Angela, había un recorte sacado de la revista
Time
en el que alguien le preguntaba a mi padre a qué juegos le gustaba jugar para relajarse, y él decía: “¿Por qué voy a marearme con juegos falsos, habiendo a nuestro alrededor tantos juegos auténticos?”
»Tuvo que sorprenderse a sí mismo cuando hizo una cuna de gato con la cuerda, y quizás aquello le recordara su propia infancia, porque de pronto salió de su estudio e hizo algo que nunca había hecho. Intentó jugar conmigo. No sólo no había jugado nunca conmigo, es que ni siquiera me había hablado.
»El caso es que se arrodilló en la alfombra junto a mí, me enseñó sus dientes, e hizo bailar la maraña de cuerda delante de mi cara. “¿Ves, ves, ves? —preguntó—. Una cuna de gato. ¿Ves la cuna de gato? ¿Ves dónde duerme el gatito? Miau, miau.”
»Sus poros parecían tan grandes como los cráteres de la luna. Tenía las orejas y las narices llenas de pelos. Olía igual que la mismísima boca del infierno. A tan poca distancia, mi padre era la cosa más fea que he visto en mi vida. Es algo con lo que sueño siempre.
»Y entonces se puso a cantar: “Duerme gatito, entre ramas y hojas —cantó—, la cuna se mece cuando el viento sopla; se cae la cuna, la rama está rota; cuna y gatito, se caen de la copa.”
»Me brotaron las lágrimas. Me levanté de un salto y salí de casa corriendo tan deprisa como pude.
»Debo terminar aquí. Son más de las dos de la madrugada y mi compañero de habitación acaba de despertarse quejándose del ruido de mi máquina de escribir.»
A la mañana siguiente, Newt siguió con su carta. La siguió de este modo:
«Mañana siguiente. Aquí me tiene de nuevo, fresco como una rosa después de ocho horas de sueño. Ahora hay mucha calma en el hogar de la hermandad. Todo el mundo está en clase menos yo. Soy un tipo privilegiado. Ya no tendré que ir a clase nunca más. Me expulsaron la semana pasada. Estaba en el curso preparatorio de medicina. Han hecho bien en expulsarme. Habría sido un médico malísimo.
»Cuando termine esta carta, creo que iré al cine. O si sale el sol, quizá vaya a dar un paseo por uno de los barrancos. ¿A que son preciosos los barrancos? Este año, dos chicas se tiraron a uno cogidas de la mano. No consiguieron entrar en la hermandad que querían. Querían ingresar en la Tri-Delta.
»Pero volvamos al 6 de agosto de 1945. Mi hermana Angela me ha dicho muchas veces que aquel día ofendí mucho a mi padre al no mostrar ninguna admiración por la cuna de gato y al no permanecer con él en la alfombra para oírle cantar. Puede que le ofendiera, pero no creo que le ofendiera demasiado. Era uno de los seres humanos mejor protegidos que haya existido. La gente no podía afectarle mucho, simplemente porque no tenía ningún interés por la gente. Recuerdo una vez, aproximadamente un año antes de su muerte, en que intenté persuadirle para que me contase algo acerca de mi madre. No pudo recordar nada al respecto.
»¿Ha oído alguna vez la famosa historia del desayuno, el día en que mi madre y mi padre se iban a Suecia para recoger el Premio Nobel? La historia apareció una vez en
The Saturday Evening Post
. Mi madre preparó un gran desayuno, y entonces, al recoger la mesa, encontró junto a la taza de café de mi padre una moneda de veinticinco centavos, otra de diez centavos y tres centavos. Mi padre le había dejado propina.
»Después de dejar tan espantosamente ofendido a mi padre, si es eso lo que hice, salí corriendo al patio. No sabía adónde iba hasta que encontré a mi hermano Frank bajo una gran espírea. Entonces Frank tenía doce años y no me sorprendió encontrarle allí debajo. En los días de calor pasaba mucho tiempo en aquel sitio. Hacía un hoyo en la tierra fría, alrededor de las raíces, igual que un perro, y nunca sabías lo que Frank tenía allí metido bajo el arbusto. Unas veces tenía un libro obsceno, otras una botella de Jerez para guisar. El día en que lanzaron la bomba, Frank tenía un cucharón y un tarro de cristal. Lo que hacía era meter en el tarro, con la cuchara, diferentes clases de bichos y hacer que se peleasen.
»La pelea de bichos era tan interesante que dejé de llorar en el acto. Todo lo referente al viejo se me olvidó. No recuerdo qué insectos había metido Frank en el tarro aquel día para que se peleasen, pero recuerdo otras peleas de bichos que organizamos después: un escarabajo volador contra un centenar de hormigas rojas, un ciempiés contra tres arañas, hormigas rojas contra hormigas negras. A menos que agites el tarro sin parar, no se pelean. Y eso es lo que Frank estaba haciendo, agitar el tarro sin parar.
»Al cabo de un rato, Angela vino a buscarme. Levantó un lado del arbusto y dijo: “¡Conque aquí estás!” Le preguntó a Frank qué hacía y éste le dijo: “Hago experimentos.” Eso es lo que siempre decía Frank cuando la gente le preguntaba qué estaba haciendo. Siempre decía: “Hago experimentos.”
»Por aquel entonces Angela tenía veintidós años. Ella había sido el verdadero cabeza de familia desde los dieciséis años, desde la muerte de mi madre, desde mi nacimiento. Angela solía contar que tenía tres hijos: Frank, mi padre y yo. Y no exageraba. Recuerdo las mañanas frías en que Frank, mi padre y yo nos poníamos en fila en el vestíbulo y Angela nos abrigaba, tratándonos a los tres por igual. Sólo que yo iba al jardín de infancia, Frank iba al Instituto y mi padre iba a trabajar en la bomba atómica. Recuerdo una mañana en que el quemador de aceite fallaba, los conductos se habían helado y el coche no arrancaba. Allí estábamos todos en el coche mientras Angela no dejaba de apretar el botón de arranque hasta que se acabó la batería. Entonces mi padre dijo en voz alta, ¿sabe lo que dijo?, pues dijo: “Hay algo de las tortugas que me intriga.” Y Angela le preguntó: “¿Qué te intriga de las tortugas?” “Cuando meten la cabeza —dijo—, ¿su columna vertebral se dobla o se contrae?”
»Por cierto, Angela es una de las heroínas desconocidas de la bomba atómica, y no creo que se haya contado nunca esta historia. Quizá le sirva a usted. Después del episodio de la tortuga, mi padre se interesó tanto por las tortugas que dejó de trabajar en la bomba atómica. Algunas personas del Proyecto Manhattan vinieron al final a casa para preguntarle a Angela qué se podía hacer. Ella les dijo que se llevasen las tortugas. De modo que una noche se metieron en el laboratorio de mi padre y robaron las tortugas y el acuario. Mi padre nunca dijo una palabra acerca de la desaparición de las tortugas. Sólo se limitó a ir a trabajar al día siguiente y buscar cosas con las que jugar y en las que pensar, y todo lo que había para jugar y en lo que pensar tenía que ver con la bomba.
»Cuando Angela me sacó de debajo del arbusto, me preguntó qué es lo que había ocurrido entre mi padre y yo. Yo no dejé de repetirle una y otra vez lo feo que era y cuánto le odiaba. De modo que me dio un bofetón. “¿Cómo te atreves a decir eso de tu padre? —dijo—, es uno de los hombres más importantes que haya existido nunca. ¡Hoy ha ganado la guerra! ¿Te das cuenta de lo que eso significa? ¡Ha ganado la guerra!” Y me dio otro bofetón.
»No le reprocho a Angela que me pegara. Mi padre era todo lo que ella tenía. No tenía novio, no tenía un solo amigo. Sólo tenía un pasatiempo. Tocaba el clarinete.
»Volví a decirle cuánto odiaba a mi padre. Ella volvió a abofetearme y entonces Frank salió de debajo del arbusto y le dio un puñetazo en el estómago. Le dolió una barbaridad. Se cayó al suelo y empezó a revolcarse. Cuando recobró el aliento, lloró y llamó a mi padre a gritos.
»“No vendrá”, dijo Frank, y se rio de ella. Frank tenía razón. Mi padre asomó la cabeza por la ventana y nos miró a Angela y a mí, revolcándonos por el suelo, voceando, y Frank de pie ante nosotros, riéndose. El viejo volvió a meter la cabeza y después ni siquiera nos preguntó qué había sido todo aquel escándalo. La gente no era su especialidad.
»¿Le servirá esto de algo? ¿Le será de alguna utilidad para su libro? Ciertamente me tiene usted obsesionado con lo del día de la bomba. Hay un montón de otras buenas anécdotas sobre la bomba y mi padre, que tuvieron lugar otros días. Por ejemplo, ¿sabe usted la anécdota de mi padre el día en que se probó la bomba por primera vez en Alamogordo? Después de que aquello estallara, después de que ya era un hecho seguro el que América podía arrasar una ciudad con sólo una bomba, un científico se volvió hacia mi padre y le dijo: “La ciencia sabe ahora lo que es el pecado” ¿Y sabe lo que respondió mi padre? Respondió: “¿Qué es el pecado?”
Mis mejores deseos,
Newton Hoenikker.»
Newt añadió estas tres posdatas a su carta:
P.D. «En mi caso no puedo firmar con “fraternalmente suyo”. Por el curso en que estoy no me dejarán ser su hermano. Sólo estaba de prueba en la hermandad, y ahora ya ni eso.»
P.P.D. «Califica usted a nuestra familia de “ilustre” y creo que cometería usted un error si la calificase así en su libro. Por ejemplo, yo soy un enano, de uno coma veinte centímetros de altura. Lo último que oí de mi hermano Frank fue que le buscaban la policía de Florida, el FBI, y el ministerio de Hacienda por pasar coches robados a Cuba con antiguas lanchas de guerra. De modo que con toda seguridad, “ilustre” no es de ningún modo la palabra que anda usted buscando. “Fascinante” se acerca probablemente más a la realidad.»
P.P.P.D. «Veinticuatro horas más tarde. He releído la carta y me doy cuenta de que se podría tener la impresión de que lo único que hago es andar por ahí recordando cosas tristes y compadeciéndome de mí mismo. En realidad, soy una persona con mucha suerte y soy consciente de ello. Estoy a punto de casarme con una muchachita maravillosa. En este mundo hay suficiente amor para todos, basta con fijarse. Una prueba de eso soy yo.»
Newt no me contó quién era su novia. Pero unas dos semanas más tarde, me escribió diciéndome que todo el mundo sabía que su nombre era Zinka, Zinka a secas. Al parecer no tenía ningún apellido.
Zinka era una enana de Ucrania, una bailarina del ballet Borzoi. Dio la casualidad de que Newt vio actuar a esta compañía en Illinois, antes de irse a Cornell. Y después la compañía bailó en Cornell. Y al terminar la actuación en Cornell, el pequeño Newt se encontraba en la calle, junto a la entrada de artistas, con una docena de rosas «Belleza de América» de tallo largo.
Los periódicos recogieron la historia cuando la pequeña Zinka pidió asilo político en los Estados Unidos; luego, ella y Newt desaparecieron.
Una semana después, la pequeña Zinka se presentó ante la embajada rusa. Dijo que los americanos eran demasiado materialistas. Dijo que quería regresar a su patria.
Newt se cobijó en casa de su hermana en Indianapolis. Hizo una breve declaración ante la prensa: «Fue una cuestión privada. Un asunto del corazón. No me arrepiento de nada. Lo ocurrido es sólo asunto de Zinka y mío.»
Un valiente reportero americano en Moscú, indagando acerca de Zinka entre los componentes del ballet, hizo el cruel descubrimiento de que Zinka no tenía, como ella afirmaba, veintitrés años.