Marvin Breed seguía contemplando las puertas del cementerio a través de la ventana tras haber dicho su parrafada acerca de Felix Hoenikker.
—Quizá ese holandesito hijo de puta fuese un santo en versión moderna —añadió—, pero maldita sea, siempre hizo lo que quiso y consiguió todo lo que quiso, ¡maldita sea!
—La música —dijo.
—¿Cómo dice? —pregunté.
—Por eso se casó con él. Emily decía que la mente de Felix estaba sintonizada con la música más grandiosa que existía, la música de las estrellas. —Meneó la cabeza—. ¡Qué idiotez!
Y en ese momento, las puertas le recordaron la última vez que había visto a Frank Hoenikker, el modelista, el atormentador de bichos metidos en tarros.
—Frank —dijo.
—¿Qué pasa con Frank?
—La última vez que vi a ese pobre y singular muchacho fue cuando salió por las puertas de ese cementerio. El funeral por su padre aún no había terminado. Al viejo no le habían enterrado todavía, y Frank salió por aquellas puertas. Levantó el pulgar al primer coche que pasó. Era un Pontiac nuevo con matrícula de Florida. El coche se detuvo. Frank se subió y aquella fue la última vez que la gente de Ilium le vio.
—He oído que le busca la policía.
—Aquello fue un accidente, un susto. Frank no era ningún criminal. No tenía tanto valor. Para lo único que servía era para hacer maquetas. El único empleo que le duró fue el que tuvo en la Jack's Hobby Shop, vendiendo maquetas, haciendo maquetas, aconsejándole a la gente cómo hacer maquetas. Cuando se largó de allí, y fue a Florida, consiguió un empleo en una tienda de maquetas de Saratoga. Resultó que la tienda de maquetas era una fachada para un clan que robaba Cadillacs, los metía inmediatamente en lanchas y los enviaban a Cuba. Así es como Frank se vio metido en todo aquel susto. Me figuro que la razón por la que los polis no le han encontrado es porque está muerto. Oyó demasiado mientras pegaba torretas en el acorazado
Missouri
con pegamento Duco.
—¿Y Newt dónde está ahora, lo sabe?
—Supongo que está con su hermana en Indianapolis. Lo último que oí de él es que se lio con esa enana rusa y le echaron del curso preparatorio de medicina en Cornell. ¿Se imagina usted un enano queriendo ser médico? Y en esa misma desgraciada familia, está esa chica gigantona y desgarbada, de más de un metro ochenta. Y ese hombre, famoso por su mente privilegiada, sacó a la chica de su segundo año de instituto para poder seguir teniendo a una mujer que se ocupase de él. Todo su entretenimiento era el clarinete que tocaba en la banda del instituto de Ilium, los
Cien en Marcha
.
»Después de dejar el instituto —siguió diciendo Breed— nadie la invitaba a salir. No tenía amigos, y al viejo ni siquiera se le ocurría darle dinero para que saliese. ¿Sabe lo que la chica solía hacer?
—No.
—Por la noche, cada cierto tiempo, se encerraba en su habitación a oír discos, y con su clarinete acompañaba los discos. El milagro de este siglo, en lo que a mí respecta, es que esa mujer consiguiera un marido.
—¿Cuánto quiere por este ángel? —preguntó el taxista.
—Ya les he dicho que no está en venta.
—Supongo que ya no habrá nadie que haga este tipo de tallado sobre piedra —apunté.
—Tengo un sobrino que sabe hacerlo —dijo Breed—. El chico de Asa. Estaba preparado para ser un investigador de primera, pero entonces lanzaron la bomba sobre Hiroshima y el muchacho se largó, se emborrachó, y apareció por aquí y me dijo que quería trabajar tallando piedra.
—¿Trabaja aquí ahora?
—Es escultor en Roma.
—Si alguien le ofreciera bastante —dijo el taxista—, aceptaría, ¿no?
—Quizá. Pero tendría que ser un montón de dinero.
—¿Dónde pondría usted el nombre en algo así? —preguntó el taxista.
—Ya hay un nombre en el pedestal. —Con las ramas que había amontonadas contra el pedestal, nos era imposible ver el nombre.
—¿No han venido nunca a recogerla?
—No han venido nunca a pagarla. La historia transcurre así: este inmigrante alemán se dirigía al Oeste con su esposa, y ella murió de viruela aquí en Ilium. De modo que el marido encargó que le pusiésemos a su esposa este ángel encima y le hizo ver a mi bisabuelo que tenía dinero para pagarlo. Pero entonces le robaron. Alguien le quitó prácticamente hasta el último centavo que llevaba. Todo lo que le quedaba en este mundo era algo de tierras que había comprado en Indiana, tierra que nunca había visto. De modo que prosiguió su camino, y dijo que volvería pasado un tiempo para pagar el ángel.
—¿Y no regresó nunca? —pregunté.
—No.
Marvin Breed apartó algunas ramas con el pie para que pudiésemos ver las letras que sobresalían en el pedestal. Había un apellido escrito.
—Hay un nombre que les resultará a ustedes rarísimo —dijo—. Si ese inmigrante tuvo algún descendiente, espero que americanizara su nombre. Es probable que ahora se llamen Jones, o Black, o Thompson.
—En eso se equivoca usted —murmuré.
La habitación pareció ladearse, y las paredes, el techo y el suelo se transformaron momentáneamente en las bocas de muchos túneles, túneles que conducían en todas direcciones a través del tiempo. Tuve una visión bokononista de la unidad en cada segundo de todo el tiempo, de todos los hombres errantes, de todas las mujeres errantes, de todos los niños errantes.
—En eso se equivoca usted —dije cuando la visión hubo desaparecido.
—¿Conoce usted a alguien que se llame así?
—Sí.
Aquel apellido era también mi apellido.
De vuelta al hotel vi por casualidad la Jack's Hobby Shop, el lugar donde Franklin había trabajado. Le dije al taxista que parase y esperara.
Entré y encontré al propio Jack presidiendo sus coches chiquititos de bomberos, ferrocarriles, aviones, barcos, casas, farolas, árboles, tanques, cohetes, coches, mozos de estación, mamis, papis, gatos, perros, pollos, soldados, patos y vacas. Era un hombre cadavérico, un hombre serio, un hombre sucio, y tosía muchísimo.
—¿Que qué clase de muchacho era Franklin Hoenikker? —repitió Jack y tosió una y otra vez. Meneó la cabeza y me demostró que adoraba a Frank más de lo que había adorado nunca a nadie—. No es una pregunta que deba responder con palabras. Puedo
enseñarle
qué clase de muchacho era Franklin Hoenikker. —Tosió—. Mire usted —dijo—, y juzgue por sí mismo.
Y me llevó al sótano de la tienda. Jack vivía allí abajo. Había una cama doble, una cómoda y un hornillo eléctrico.
Jack se disculpó por tener la cama sin hacer.
—Mi mujer me dejó hace una semana —tosió—. Todavía estoy intentando volver a recomponer los hilos de mi existencia.
Acto seguido le dio a un interruptor y el fondo del sótano se llenó de una luz cegadora.
Nos acercamos a la luz y descubrí que había amanecido en una pequeña región fantástica construida con madera de chapa, una isla tan perfectamente rectangular como un pueblo de Kansas. Cualquier alma inquieta, cualquier alma que procurara encontrar lo que hay más allá de sus verdes fronteras, se caería por los confines del mundo.
Los detalles estaban hechos a escala de un modo tan exquisito, con una textura y unos matices de color tan estudiados, que no necesité entornar los ojos para poder creer que aquel territorio era real, así como las colinas, los lagos, los bosques, las ciudades, y todo eso que los buenos nativos, de aquí y allá, tanto adoran.
Y aquí y allá discurrían las vías del ferrocarril a modo de espaguetis.
—Mire las puertas de las casas —dijo Jack solemnemente.
—¡Qué precisión! ¡Qué sutileza!
—Tienen tiradores auténticos y los picaportes funcionan de verdad.
—¡Dios mío!
—Y usted pregunta qué clase de muchacho era Franklin Hoenikker. Todo esto es obra suya. —Jack se emocionó.
—¿Todo lo hizo él solo?
—Bueno, yo le ayudé un poco, pero hacía todo según él me decía. Ese muchacho era un genio.
—Eso no hay quien se lo discuta.
—Su hermano era un enano, ¿sabe?
—Sí, lo sé.
—Él hizo algunas de las soldaduras que hay debajo.
—Parece real, no hay duda.
—No fue fácil, y tampoco lo hizo en una noche.
—Roma no se construyó en un día.
—Ese muchacho no tenía ningún calor de hogar, ¿sabe?
—Eso he oído.
—Este era su verdadero hogar. Aquí abajo se pasó miles de horas. A veces ni siquiera ponía los trenes en marcha. Sólo se sentaba a mirar, igual que nosotros ahora.
—Hay mucho que mirar. Prácticamente es como un viaje a Europa, hay tantas cosas para ver si se mira de cerca.
—Frank veía cosas que ni usted ni yo veríamos nunca. De repente echaba abajo una colina, una colina que parecía tan real como cualquier colina que usted o yo hayamos visto. Y no crea usted que hacía mal. Donde había estado la colina ponía un lago, y sobre el lago un puente, y a la vista resultaba mil veces mejor que antes.
—Es un talento que no tiene todo el mundo.
—¡Por supuesto! —dijo Jack apasionadamente. La pasión le costó otro ataque de tos. Cuando se le hubo pasado el ataque, los ojos le lagrimeaban abundantemente—. Fíjese, le dije al muchacho que debía ir a la facultad y estudiar algo de ingeniería, y de ese modo poder trabajar para American Flyer o para alguna empresa así, alguien importante, alguien que de verdad respaldase todas las ideas que tenía.
—Mi impresión es que usted le respaldaba mucho.
—¡Ojalá le hubiese respaldado! ¡Ojalá hubiese podido! —se lamentó Jack—. Yo no tenía dinero. Le daba material siempre que podía, pero gran parte del material él se lo compraba con el dinero que ganaba trabajando arriba para mí. No se gastaba una perra en nada que no fuese esto, no bebía, no fumaba, no iba al cine, no salía con chicas, no le enloquecían los coches.
—La verdad es que este país podría valerse de unos cuantos más como él.
Jack se encogió de hombros.
—En fin... creo que los gángsters de Florida le pescaron por miedo a que hablara.
—Seguramente.
Jack rompió de pronto a llorar y exclamó:
—¡Me pregunto si esos puercos hijos de perra —dijo entre sollozos— tenían idea de qué es lo que mataron!
Durante mi viaje a Ilium y a lugares más lejanos, expedición que duró dos semanas con el puente de Navidad, le dejé mi piso de Nueva York a un pobre poeta llamado Sherman Krebbs. Mi segunda esposa me había abandonado, alegando que yo era demasiado pesimista para que una optimista pudiese vivir conmigo.
Krebbs llevaba barba, era un Jesucristo rubio platino con ojos de perro de aguas. No era ningún íntimo amigo mío. Le había conocido en un cóctel en el que se presentó a sí mismo como el Presidente Nacional de los Poetas y Pintores para la Inmediata Guerra Nuclear. Pidió cobijo, no necesariamente a prueba de bombas, y por casualidad yo podía dárselo.
Cuando regresé a mi piso, cavilando aún sobre las desconcertantes implicaciones espirituales del nunca reclamado ángel de piedra de Ilium, encontré mi piso destrozado, víctima de una orgía nihilista. Krebbs se había marchado, pero antes de marcharse, había puesto conferencias por valor de trescientos dólares, había quemado mi sofá por cinco sitios, había matado mi gato y mi aguacate, y había arrancado la puerta del botiquín.
Escribió este poema, con lo que resultaron ser excrementos, en el suelo de linóleo amarillo de la cocina.
Tengo una cocina.
Pero no es completa, mi cocina.
No me sentiré verdaderamente contento
Hasta que no tenga
Un recogedor de basuras.
Había otro mensaje, escrito con lápiz de labios y letra de mujer, sobre el papel de la pared de encima de mi cama. Decía: «No, no, no, dijo el pollito.»
Desde entonces no he vuelto a ver a Krebbs. No obstante, tengo la impresión de que era miembro de mi
karass
. Y si lo era, su papel fue el de
wrang-wrang
. Un
wrang-wrang
, según Bokonon, es una persona que aparta a la gente de una serie de especulaciones, reduciendo esa serie a un absurdo, con el ejemplo de la propia vida del
wrang-wrang
.
Podría haberme sentido vagamente inclinado a olvidarme del ángel de piedra por ser algo carente de significado, y concluir que todo carece de significado. Pero después de ver lo que Krebbs había hecho, en concreto lo que le había hecho a mi dulce gatito, el nihilismo no era lo mío.
Alguien o algo no deseaba que yo fuese un nihilista. La misión de Krebbs fue, lo supiera él o no, que esa filosofía no ejerciera en mí ningún encanto. Bien hecho, Mr. Krebbs, bien hecho.
Y un buen día, un domingo, averigüé donde se encontraba el fugitivo de la justicia, el modelista, el gran Dios Jehová y el Belcebú de los bichos metidos en tarros de Mason, averigüé dónde podía encontrarse a Franklin Hoenikker.
¡Estaba vivo!
La noticia apareció en un suplemento especial del
Sunday Times
de Nueva York. El suplemento era un anuncio de una república bananera. En la portada aparecía el perfil de la chica más desgarradoramente hermosa que hubiera esperado ver nunca.
Detrás de la chica había unas apisonadoras demoliendo unas palmeras, abriendo una ancha avenida. Al final de la ancha avenida, se veían los esqueletos de acero de tres edificios nuevos.
«¡La República de San Lorenzo —decía la portada— está en marcha. Una nación hermosa, amante de la libertad, progresista, feliz y saludable, que resulta sumamente atractiva tanto para los inversores como para los turistas americanos!»
No tenía ninguna prisa en leer el contenido. La chica de la portada me era suficiente, más que suficiente, ya que me había enamorado de ella a primera vista. Era muy joven y al mismo tiempo muy seria, y luminosamente compasiva y sabia.
Era tan tostada como el café. Su pelo era como lino dorado.
Se llamaba Mona Aamons Monzano, decía la portada. Era la hija adoptiva del dictador de la isla.
Abrí el suplemento, esperando encontrar más fotos de esta sublime Madonna mestiza.
En lugar de eso me encontré con un retrato del dictador de la isla, Miguel «papá» Monzano, un gorila bien entrado en los setenta.
Junto al retrato del «papá» había una foto de un joven inmaduro, con cara de zorro y estrecho de hombros. El joven vestía una casaca militar blanca como la nieve, y de ella colgaba un enjoyado broche. Tenía ojeras en los ojos. Al parecer, toda su vida le había dicho a los barberos que le afeitasen por los lados y por detrás de la cabeza, y que únicamente le dejasen el pelo de arriba, ya que llevaba un copete rígido, una especie de cubo capilar, escalonado, que se elevaba a una altura increíble.