—Ahora mismo me siento como Francine Pefko —dije—, y como todas las chicas del departamento. Hoenikker no me podría haber explicado nunca cómo algo que puede llevarse bajo la uña de un dedo puede dar a una ciénaga la solidez de su mesa.
—Ya le he dicho lo bueno que era Felix explicando...
—Aun así...
—Fue capaz de explicármelo a mí —dijo el doctor Breed— y estoy seguro de que yo puedo explicárselo a usted. El enigma es cómo sacar a los marines del fango, ¿no es así?
—Así es.
—Muy bien —dijo Breed—, escuche atentamente. Allá vamos.
—Hay varios modos —me dijo el doctor Breed— en que ciertos líquidos pueden cristalizar, pueden congelarse. Diversos modos en que sus átomos pueden amontonarse y trabarse rígida y ordenadamente.
El anciano de manos manchadas me invitó entonces a pensar en los diferentes modos en que unas balas de cañón podían amontonarse en el césped de un palacio de Justicia, o en los diferentes modos en que podrían meterse unas naranjas en una caja.
—Lo mismo ocurre con los átomos en los cristales, y dos cristales distintos de la misma sustancia pueden tener propiedades físicas muy diferentes.
Me habló de una fábrica que había estado produciendo cristales enormes de etileno diamina tartrato. Los cristales eran útiles para algunas operaciones de fabricación, dijo. Pero un buen día, la fábrica descubrió que los cristales que estaban produciendo ya no tenían las propiedades deseadas. Los átomos habían empezado a amontonarse y a trabarse, a congelarse, de forma diferente. El líquido que cristalizaba no había cambiado, pero los cristales que formaban eran, en lo que a aplicaciones industriales se refería, pura basura.
El cómo había ocurrido aquello era un misterio. Lo malo de la teoría, sin embargo, era lo que Breed llamaba «una semilla». Con ello quería aludir a un grano diminuto del modelo de cristal indeseado. La semilla, que procedía de sólo-Dios-sa-be-dónde, les había enseñado a los átomos el nuevo modo de amontonarse, trabarse, cristalizarse y congelarse.
—Ahora vuelva a pensar en las balas de cañón del césped de un palacio de Justicia, o en las naranjas de una caja —me sugirió. Y me ayudó a ver que el modelo del estrato inferior de balas de cañón o de naranjas, determinaba el modo en que los estratos posteriores se amontonaban y se trababan—. El estrato inferior es la semilla que determinará el modo en que cada bala de cañón o cada naranja que venga después se comporte, y así hasta un infinito número de balas de cañón o de naranjas.
»Y ahora imagínese —siguió el doctor Breed con una risita, disfrutando— que hubiese muchos modos en que pudiese cristalizar el agua, en que pudiese congelarse. Imagínese que el tipo de hielo en el que patinamos y que ponemos en los vasos de whisky, al que podríamos llamar
hielo-uno
, fuese sólo una de las clases de hielo. Imagínese que el agua sólo se congelara como el
hielo-uno
en la Tierra, porque nunca ha habido una semilla que le enseñase cómo formar
hielo-dos
,
hielo-tres
,
hielo-cuatro
... E imagínese —volvió a dar un golpe seco en la mesa con su mano de anciano— que hubiese una forma, que llamaremos
hielo-nueve
, un cristal tan duro como esta mesa con un punto de fusión de, digamos, treinta y siete grados centígrados, o aún mejor, un punto de fusión de cincuenta y cinco grados.
—Muy bien, aún le sigo —dije.
Breed se vio interrumpido por los cuchicheos de la antesala, cuchicheos fuertes y potentes. Los cuchicheos de las chicas del departamento.
Las chicas se preparaban para cantar en la antesala.
Y vaya si cantaron, en cuanto el doctor Breed y yo nos asomamos por el umbral de la puerta. Cada una de las alrededor de cien chicas se había transformado en una niña cantora, poniéndose un cuello de papel de cartas blanco sujeto con un clip. Cantaron maravillosamente.
Me quedé sorprendido y con el corazón sensibleramente partido. Siempre me conmueve ese tesoro raramente aprovechado, esa dulzura con la que saben cantar la mayoría de las mujeres.
Las chicas cantaron «Oh, aldeíta de Belén». Creo que tardará en olvidárseme la interpretación que hicieron del verso:
«Las esperanzas y los temores de todos los años están aquí esta noche con nosotros.»
Cuando el anciano Breed, con ayuda de Miss Faust, hubo repartido las chocolatinas de Navidad, volvimos a su despacho.
Una vez allí me dijo:
—¿Por dónde íbamos? Ah sí. —Y el anciano me pidió que pensara en los marines de los Estados Unidos, en una ciénaga dejada de la mano de Dios.
—Los camiones, tanques y obuses se revuelcan —se quejó—, y se hunden en una pestilente miasma y en el cieno.
Levantó un dedo y me guiñó un ojo.
—Pero imagínese, jovencito, que un marine llevase consigo una cápsula diminuta con una semilla de
hielo-nueve
dentro, un nuevo modo en que los átomos del agua se amontonen y se traben, se congelen. Si el marine tirase la semilla al charco más próximo...
—El charco se congelaría —supuse.
—¿Y todas las heces que rodean el charco?
—¿Se congelarían?
—Y todos los charcos que hubiese en las heces congeladas...
—¿Se congelarían?
—Y las charcas y los arroyos que hubiese en las heces congeladas...
—¿Se congelarían?
—¡Ya lo creo que sí! —exclamó—. ¡Y los marines de los Estados Unidos se alzarían de la ciénaga y seguirían marchando!
—¿Existe esa materia? —pregunté.
—No, no, no, no —dijo el doctor Breed, volviendo a perder la paciencia conmigo—. Sólo le he contado todo esto para que se forme usted una idea de la extraordinaria novedad existente en la manera en que Felix podía considerar un viejo problema. Lo que le he contado es lo que él le contó al general de la marina que le acosaba con lo del fango.
Felix comía todos los días sólo en la cafetería. Por norma, nadie iba a sentarse con él, para no interrumpir el hilo de sus pensamientos. Pero el general de marina se plantó a su lado, se buscó una silla y empezó a hablar del fango. Lo que le he contado fue lo que Felix le soltó.
—¿De... de verdad que no
existe
semejante cosa?
—Le acabo de decir que no existe —gritó el doctor Breed acalorado—. ¡Felix murió al poco tiempo! ¡Y si hubiese estado escuchando lo que he estado intentando decirle acerca de los investigadores puros, no me haría tal pregunta! Los investigadores puros trabajan en lo que les fascina a ellos, no en lo que fascina a los demás.
—Sigo pensando en la ciénaga...
—¡Puede
dejar
de pensar en ella! Ya le he dicho todo lo que tenía que decirle de la ciénaga.
—Si los arroyos que corren por la ciénaga se congelasen como
hielo-nueve
, ¿qué pasaría con los ríos y lagos que los arroyos alimentan?
—Se congelarían. Pero el
hielo-nueve
no existe.
—¿Y los océanos que alimentan los ríos congelados?
—Se congelarían, por supuesto —contestó bruscamente—. Supongo que no tardará usted nada en comercializar una historia sensacionalista acerca del
hielo-nueve
. ¡Volveré a repetírselo: no existe!
—¿Y los manantiales que alimentan los lagos helados y los arroyos y toda el agua subterránea que alimenta los manantiales?
—¡Se congelaría, maldita sea! —gritó—. Si hubiese sabido que era un miembro de la prensa amarilla —dijo orgullosamente poniéndose de pie—, ¡no habría desperdiciado un minuto con usted!
—¿Y la lluvia?
—Cuando cayese, se congelaría formando duros clavitos de
hielo-nueve
, ¡y eso sería el fin del mundo! ¡Y también el fin de esta entrevista! ¡Adiós!
Breed se equivocaba al menos en una cosa: el
hielo-nueve
sí existía.
Y el
hielo-nueve
estaba en la Tierra.
El
hielo-nueve
era el último obsequio que Felix Hoenikker creara para la humanidad, antes de recibir su merecido premio.
Lo elaboró sin que nadie se diese cuenta de lo que estaba haciendo. Lo elaboró sin dejar testimonio de lo que había hecho.
Es cierto que para su creación se necesitaba un aparato sofisticado, pero en el Laboratorio de Investigaciones ya existía ese aparato. Hoenikker sólo tuvo que acudir a sus compañeros del Laboratorio, pedir prestado esto y aquello, dando la lata y poniéndose pesado hasta que, por así decirlo, hubo puesto a cocer la última hornada de pastelillos de chocolate.
Elaboró un pedacito de
hielo-nueve
. De color blanco azulado. Su punto de fusión era de 45,7 Cº.
Y Felix Hoenikker metió el pedacito en una botellita, botella que metió en su bolsillo. Y se fue a su casita de campo de Cape Cod con sus tres hijos, con la intención de celebrar allí las Navidades.
Angela tenía treinta y cuatro años, Frank tenía veinticuatro. El pequeño Newt tenía dieciocho.
El viejo murió en Nochebuena, habiendo hablado del
hielo-nueve
sólo con sus hijos.
Y sus hijos se dividieron el
hielo-nueve
entre ellos.
Y todo esto me lleva a definir el concepto bokononista de
wampeter
.
El
wampeter
es el centro de un
karass
. No hay
karass
sin
wampeter
, nos dice Bokonon, del mismo modo que no hay rueda sin eje.
Cualquier cosa puede ser un
wampeter
: un árbol, una roca, un animal, una idea, un libro, una melodía, el Santo Grial. Sea lo que fuere, los miembros de su
karass
giran a su alrededor en el majestuoso caos de una nebulosa espiral. Las órbitas de los miembros de un
karass
giran alrededor de su mismo
wampeter
, y se trata de órbitas espirituales, naturalmente. Lo que giran son las almas y no los cuerpos. Tal y como Bokonon nos invita a cantar:
En torno y en torno y en torno giramos
Con pies de plomo y alas de estaño.
Y
wampeters
van y
wampeters
vienen, nos dice Bokonon.
Un
karass
tiene siempre, en cualquier momento, dos
wampeters
: uno que crece en importancia y otro que mengua.
Y casi estoy seguro de que mientras hablaba con el doctor Breed en Ilium, el
wampeter
de mi
karass
que estaba a punto de florecer era esa forma cristalina de agua, esa gema de un blanco azulado, esa fatídica semilla llamada
hielo-nueve
.
Mientras yo hablaba con Breed en Ilium, Angela, Franklin, y Newton Hoenikker tenían en su poder semillas de
hielo-nueve
, semillas producidas a partir de la semilla de su padre, pedacitos, por así decirlo, desprendidos del antiguo bloque.
El futuro de aquellos tres pedacitos era, estoy convencido, de la mayor incumbencia para mi
karass
.
Dejemos, por ahora, el
wampeter
de mi
karass
.
Después de mi desagradable entrevista con Breed en el Laboratorio de Investigaciones de la Compañía General de Forjas y Fundiciones, me pusieron en manos de Miss Faust. Le habían ordenado que me mostrase por dónde salir. Sin embargo, la persuadí para que me mostrara primero el laboratorio del difunto Hoenikker.
De camino, le pregunté hasta qué punto había conocido a Hoenikker. Me dio una respuesta interesante y sincera, acompañada de una picante sonrisa.
—Creo que no era conocible. Me explico; cuando la mayoría de la gente dice conocer mucho o poco a alguien, se refieren a secretos que les han contado o que no les han contado. Se refieren a cosas íntimas, cosas de familia, cosas de amor —me dijo aquella simpática ancianita—. En la vida del doctor Hoenikker existían todas esas cosas, como deben existir en la vida de toda persona viviente, pero en su caso no era eso lo más importante.
—¿Qué era lo más importante? —le pregunté.
—El doctor Breed siempre me dice que lo más importante en el caso del doctor Hoenikker era la verdad.
—Parece no estar usted de acuerdo.
—No sé si estoy de acuerdo o no. Es sólo que me cuesta comprender cómo la verdad, por sí misma, puede ser bastante para una persona.
Miss Faust estaba ya madura para el bokononismo.
—¿Habló usted alguna vez con Hoenikker? —le pregunté a Miss Faust.
—Oh, claro. Le hablaba muchas veces.
—¿Se le ha quedado a usted grabada alguna conversación?
—Tuvimos una conversación en la que me apostó que no podía decirle nada que fuese absolutamente verdad. De modo que yo le dije: «Dios es amor.»
—¿Y él que dijo?
—Dijo: «¿Qué es Dios? ¿Qué es amor?»
—Uhmm.
—Pero es verdad que Dios es amor —Miss Faust—, da igual lo que dijera el doctor Hoenikker.
La habitación que había sido el laboratorio del doctor Felix Hoenikker estaba en la sexta planta, la última planta del edificio.
En la puerta había un cordón púrpura, y en la pared una placa conmemorativa que explicaba por qué aquella habitación era sagrada.
EN ESTA HABITACION, EL DOCTOR FELIX HOENIKKER, GALARDONADO CON EL PREMIO NOBEL DE FISICA, PASO LOS ULTIMOS VEINTIOCHO AÑOS DE SU VIDA. «ALLI DONDE EL SE ENCONTRABA, ESTABA LA FRONTERA DEL SABER.» LA IMPORTANCIA DE ESTE HOMBRE UNICO EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD ES INCALCULABLE.
Miss Faust se ofreció a desatar el cordón púrpura para que yo pudiese entrar, y tratar más íntimamente con quienesquiera que fuesen los fantasmas que allí había. Acepté.
—Está todo como él lo dejó —dijo—, excepto las gomas elásticas que había por toda una repisa.
—¿Gomas elásticas?
—A mí no me pregunte qué hacían allí. A mí no me pregunte qué hace aquí nada de todo esto.
El viejo había dejado el laboratorio hecho un desastre. Lo que atrajo mi atención enseguida fue la cantidad de juguetes baratos que había por todas partes. Había una cometa de papel con una varilla rota. Había un giroscopio de juguete con la cuerda enrollada y listo para rechinar y equilibrarse. Había una peonza. Había una pipa de hacer burbujas. Había una pecera con un castillo y dos tortugas dentro.