Dame la mano (57 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: Dame la mano
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—Un tarado, un psicópata… Por mucho que se jugara todo lo que tiene, el fiscal lo rechazaría todo en un santiamén.

—Lo sé. Tengo las manos vacías, en ese sentido.

—Este caso le está… —empezó a decir Reek con cautela. Aun así prefirió corregirse de inmediato—. Nos está afectando demasiado los nervios, inspectora. Un asesinato horrible y ni una sola pista durante meses. No deberíamos obsesionarnos con nadie solo porque…

Valerie soltó una carcajada sin entusiasmo.

—¡Vamos, Reek! ¡Diga lo que piensa! ¿Que me estoy aferrando a Gibson porque finalmente puedo presentar a un posible autor del crimen? No. Eso no sería lógico. Gibson se ha cubierto muy bien las espaldas. Sería idiota por mi parte medir mis fuerzas con él sin estar convencida de que es el autor del crimen, porque no podría probar que es culpable. Ahora no. Por este crimen, no.

Reek se pasó la mano por los ojos. Empezaba a notársele el exceso de horas extras.

—Así pues, ¿qué debemos hacer?

—Voy a remover hasta el último milímetro del terreno que pisa —dijo Valerie—. En sentido figurado. Interrogaré a todos sus conocidos, da igual lo alejados que estén. A su jefe, a sus compañeros de trabajo, a sus vecinos, y a todos sus conocidos, parientes y amigos. Cribaré toda la tierra con la esperanza de que en algún momento aparezca una diminuta pepita de oro.

—¿A pesar de que ya está convencida de que no podrá probar que Stan es culpable?

—Es muy astuto. Es listo, pero también es humano. Tarde o temprano cometerá algún error. Y yo lo seguiré de cerca y sin descanso para caerle encima justo en el momento en que eso suceda.

—¿Qué tipo de error podría ser? —preguntó Reek.

Valerie se acercó a la ventana y miró hacia fuera. No sabía si Gibson había acudido a comisaría en coche o a pie. En cualquier caso, no lo veía en el aparcamiento. Tal vez ya se había marchado pitando a casa, con toda seguridad satisfecho de su actuación.

—Volverá a hacerlo, Reek. Por dos motivos: porque querrá tener a otra mujer. A Ena Witty, no. Se cuidará de ponerle las manos encima porque sabe que la tenemos vigilada. No, a ella no, a otra. Y en algún momento esta no querrá lo mismo que él. Entonces Gibson tendrá un problema. Son ese tipo de situaciones las que lo superan.

—¿Y el otro motivo?

—Está lo suficientemente enfermo para no haberse quedado satisfecho con este éxito que consiste en haber superado a una agente de policía al borde de la úlcera de estómago porque no consigue probar que es culpable. Todo eso no es más que un triunfo para él. De momento se siente embriagado por el éxito, Reek. Necesitará volver a sentir esa embriaguez.

—Es un juego peligroso, inspectora.

Valerie se dio la vuelta. Reek casi se asustó al ver la rabia que expresaban los ojos de Valerie Almond.

—Sí, es un juego de mierda, Reek, en eso tiene razón. Pero no hay otro camino. Esperar. Y luego lanzarnos sobre él de golpe. Es mi única esperanza.

—De todas formas, eso no aclara el asesinato de Amy Mills. En todo caso, no lo aclara oficialmente, ni para los parientes de la chica. Tal vez su padre y su madre no lleguen a ver cómo condenan al tipo que mató a su hija.

—Es posible. Y créame, Reek, eso me tiene al menos tan fastidiada como a usted. Pero es lo que hay. Como siempre. No podemos atraparlos a todos. No podemos atrapar a todos los que hacen cosas como lo que él ha hecho. No siempre podemos cumplir con el deseo de los parientes de las víctimas de que se haga justicia. Es horrible, pero es así. En el caso de Gibson, se trata de sacar de la circulación a un individuo altamente peligroso para evitar más desgracias. —Valerie se sintió muy cansada de repente y presintió que, además, se le notaba mucho—. Es un caso cerrado de forma no oficial, lo que no puede decirse que sea satisfactorio.

Y desde luego no ayudará a mi carrera, añadió mentalmente, aunque enseguida se avergonzó de haberlo pensado.

—A veces las cosas son así —dijo Reek. Se dio cuenta de lo deprimida que estaba su superior—. Inspectora, de todos modos, en lo que respecta a Fiona Barnes, por muy convencidos que estemos de que fue Stan Gibson, eso no nos llevaría a ninguna parte. Quiero decir, que como mínimo debemos pensar si acabamos de mandar a casa a alguien que ha cometido un asesinato o a alguien que ha cometido dos.

—En cualquier caso, no fue el autor del asesinato de Barnes —dijo Valerie—, porque si Gibson carga con más de un asesinato o con alguna que otra violación en la conciencia, probablemente no lleguemos a saberlo jamás. Y respecto al caso Barnes, seguimos andando a tientas, como al principio, y eso no me parece nada tranquilizador. ¿Sobre Tanner no tenemos ninguna pista, todavía?

Por la mañana habían llegado prácticamente al mismo tiempo a la casa de Friargate Road y la casera les dijo que había echado a Dave Tanner a la calle el día anterior.

—¡No quería tener ni un segundo más a un asesino en mi casa! —había gritado la casera una y otra vez, casi al borde de la histeria—. Lo he echado con todos sus bártulos. No me apetecía ser la siguiente, ¿comprenden?

—Estamos casi seguros de que Tanner no tiene nada que ver con el asesinato de Amy Mills —le había explicado Valerie—. Y respecto al caso de Fiona Barnes, no tenemos ninguna prueba que demuestre que fue él.

—Pero sabemos que la noche del sábado se marchó disimuladamente de aquí, ¿no? —dijo la señora Willerton, presumiendo de conocer esa información privilegiada—. ¡Y eso después de haber declarado algo distinto!

Sí, y por desgracia sus mentiras no habían acabado ahí, había pensado Valerie, aunque sin compartirlo en voz alta con la señora Willerton, que estaba furiosa.

—¿Tiene alguna idea de adónde puede haber ido? —le había preguntado—. Quiero decir, que en un lugar u otro tendrá que cobijarse, ¿no?

—Lo ignoro. A casa de su prometida, supongo, si es que ella aún quiere casarse con él. Yo no me sentiría segura con un tipo como ese. Cuando pienso el peligro que corría mientras lo tenía viviendo aquí…

En la granja de los Beckett, que había sido el siguiente lugar en el que Valerie había ido a buscarlo, tampoco lo había encontrado. Y después de lo que le había dicho a Reek el día anterior, era poco probable que Karen Ward lo hubiera acogido en su piso.

—Seguimos sin tener pistas —dijo Reek—. Tengo a un agente apostado frente a la Friarage School. Tanner tiene que dar una clase de español esta tarde, a las seis. Pero algo me dice que no se presentará. ¿Quizá deberíamos dejar de buscarlo?

—No se ha dado a la fuga. Es su casera la que lo echó de casa, por lo que se ha visto obligado a buscar otro alojamiento y no tiene ni idea de que lo estamos buscando —dijo Valerie.

—Pero nos ha mentido en su declaración respecto a lo que hizo la noche del crimen —reflexionó Reek en voz alta—, y no una, sino dos veces.

Valerie consultó el reloj.

—Son las cinco y cuarto. Esperaremos una hora más. Si hasta entonces no ha aparecido, lo buscaremos en serio.

Los dos se miraron fijamente.

—En tal caso empezaremos a investigar a Dave Tanner —dijo Valerie.

8

Tal como había esperado, Leslie no tuvo ningún problema para encontrar en Robin Hood’s Bay la casa en la que vivía Semira Newton. Había preguntado por ella en un puesto de souvenirs y la vendedora había asentido de inmediato.

—Claro que conozco a Semira. Tiene una pequeña alfarería al final de la calle. No tiene pérdida.

Leslie siguió por aquella empinada calle, cuesta abajo.

Robin Hood’s Bay estaba pegada a un acantilado y se extendía casi hasta la bahía que tenía debajo. El pueblecito, a pesar de ser muy turístico y repleto de tiendecitas y de comercios, seguía conservando su encanto original. Casas pequeñas, bajas, calles empedradas, un arroyo que cruzaba el sendero que llevaba hasta el mar. Jardines minúsculos en los que se abrían las últimas flores del año. Terracitas en las que se agolpaban mesas y sillas pintadas que atestiguaban acogedoras noches de verano bajo cielos despejados. Y por encima de todo, el olor a sal y a algas procedente del agua.

Leslie había encontrado enseguida la alfarería, solo un poco más arriba del lugar en el que la calle se ensanchaba para desembocar en la playa. La casa era tan pequeña e inclinada como la mayoría de las que formaban aquel pueblo, con las paredes encaladas y una puerta de madera oscura y brillante. Había dos escaparates junto a la puerta en los que había expuestos los artículos que Semira Newton ofrecía: vasos, tazas, platos y recipientes de grueso barro vitrificado, en algunos casos algo irregulares, pero genuinos y peculiares a la vez. No había ni una sola pieza pintada de colores, si bien, según la temperatura de cocción y el barniz utilizado, el tono marrón variaba entre un ocre claro y un marrón oscuro muy saturado que resumían la variación cromática de las piezas. A Leslie, a quien no le entusiasmaban los platos decorados con florecitas, le gustó la sencillez que ofrecía el escaparate.

Lamentablemente, Semira Newton no estaba en casa o, al menos, no estaba en la tienda. Una nota pegada a la puerta anunciaba: «¡Volveré hacia las cuatro!».

Leslie consultó el reloj. Faltaba poco para las dos.

De todos modos, llamó un par de veces y miró por la ventana con la esperanza de ver algo de movimiento en el interior, pero las cortinas blancas se lo impidieron. Era evidente que Semira no estaba en casa.

Leslie bajó hasta la playa. En esa época del año apenas había turistas. Un grupo de unos veinte niños de ocho o nueve años estaban sentados sobre las rocas planas de la parte superior de la bahía, armados con blocs de dibujo. La maestra leía un libro mientras los niños, enfundados en gruesos anoraks, dibujaban muy concentrados, sacando la lengua entre los labios. El mar, la arena… Leslie echó una ojeada a un par de dibujos al pasar.

Qué bonito, pensó, trasladar aquí la clase de dibujo.

Dos mujeres mayores recorrían la orilla recogiendo piedras y conchas. Un hombre estaba apoyado en el muro en el que se apoyaban las casas más periféricas del pueblo, que quedaban casi sobre la bahía, y miraba pensativo a lo lejos. Otro hombre lanzaba pelotas de tenis a su perro y el animal corría a toda velocidad, dando largos brincos, ladrando con entusiasmo por la playa. Leslie pasó un rato contemplándolos antes de sentarse sobre una roca y ceñirse un poco más la chaqueta. De hecho no es que hiciera mucho frío, pero no podía parar de tiritar. Sabía por qué: tenía miedo de la conversación que estaba a punto de mantener con Semira Newton.

Tal vez lo mejor sería simplemente volver a Scarborough, pensó, y dejar en paz las viejas historias.

Pero tal vez fuera tarde para ello. Ya sabía demasiado. Descubriría lo que había quedado por explicar. Ella podía decidir dejar en paz el pasado, pero ¿el pasado haría lo mismo con ella? ¿La dejaría en paz?

Poco a poco, la playa se fue vaciando porque empezaba a subir la marea. El tipo del perro desapareció, los alumnos de dibujo recogieron los blocs y los lápices. Las dos mujeres ya estaban de vuelta. Cuando Leslie regresó a la alfarería a las cuatro en punto, solo quedaba el hombre apoyado en el muro, contemplando fijamente el mar, algún punto en el horizonte que solo él y nadie más era capaz de ver.

A pesar de que en la nota decía que estaría de vuelta a las cuatro, Semira Newton aún no había aparecido a las cuatro y cuarto, ni tampoco a las cuatro y media. Leslie no hacía más que pasear arriba y abajo frente a la casa, se fumó un par de cigarrillos, cada vez tenía más frío y se sentía más deprimida, a tal punto que casi valoró la situación como una señal del destino: no tenía que suceder. No serviría de nada, no traería nada bueno. Tal vez no era más que una oportunidad de evitar encontrarse con Semira y al final terminaría deseando haberla aprovechado.

A las cinco menos diez finalmente decidió marcharse de Robin Hood’s Bay, pero justo en ese momento divisó una figura que bajaba por la calle y el instinto le dijo que se trataba de la mujer a la que llevaba un buen rato esperando. Era una mujer menuda que se movía con gran dificultad con la ayuda de un andador por aquella calle, cuya acusada pendiente dificultaba aún más su desplazamiento. Avanzaba muy despacio, parecía como si cada paso le costara gran esfuerzo y mucha concentración. Llevaba unos pantalones de color beis y un anorak marrón; iba vestida con los mismos colores que decoraban las piezas de alfarería que fabricaba y vendía. El oscuro color de su piel, el pelo y los ojos negros la identificaban claramente como india o paquistaní.

A Leslie el corazón le latía con fuerza. Dio un par de pasos para acercarse a la anciana.

—¿Señora Newton? —preguntó.

La mujer, que durante todo el rato había tenido los ojos fijos en la calle, alzó la mirada.

—¿Sí?

—Soy la doctora Cramer. Leslie Cramer. La estaba esperando.

—He tardado más de la cuenta —dijo Semira. No parecía dispuesta a disculparse por ello, pero de todos modos le dio una explicación—. Cada jueves me hacen masajes. Una amiga mía, que también vive en el pueblo. Es importante, porque ya tengo la carcasa —dijo refiriéndose a su cuerpo— muy torcida y encorvada. Hoy nos hemos quedado charlando un rato más mientras tomábamos un té. —Ya delante de la tienda, sacó trabajosamente las llaves del bolsillo del anorak y abrió la puerta—. En esta época del año rara vez viene alguien a comprar algo. En verano esto está mucho más animado, pero ahora… No creí que hubiera nadie esperando. —Muy despacio, entró en la tienda y encendió la luz—. ¿Quiere comprar algo, doctora Cramer?

La tienda era muy modesta. Los estantes de madera con objetos de alfarería expuestos recubrían las paredes. En medio de la sala había una mesa con una caja de hojalata encima que debía de hacer las veces de caja registradora. Una puerta conducía a otra sala, y Leslie supuso que allí es donde tenía el taller.

Semira rodeó la mesa con dificultad y se sentó con un gemido sobre una silla sin apartarse mucho del andador.

—Disculpe que me siente nada más llegar. Pero es que me canso enseguida, caminando. Aunque debería hacerlo más a menudo. Mi médico siempre se enfada conmigo, pero claro ¡a él no le duelen los huesos! —Se quedó mirando a Leslie con atención—. Entonces ¿qué? ¿Quiere usted comprar algo?

—De hecho he venido por otro motivo —dijo Leslie—. Me gustaría… hablar un momento con usted, señora Newton.

Semira Newton señaló un taburete que estaba en un rincón.

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