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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

De La Noche a La Mañana (36 page)

BOOK: De La Noche a La Mañana
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Don Bernardo le dijo lo de siempre: que si él se iba, también él lo dejaba. Que si Luis tenía que aguantar presiones, no sabía lo que él tenía que aguantar. En fin, lo corriente. Inevitablemente, yo me quedé bastante mosqueado por todo el episodio, pero no tanto por Luis, aunque él también, inevitablemente, lo sintiera así, como por esos pellizquitos de monja que al final ni eran de monja ni tampoco eran pellizquitos. Luis dejó el cargo de adjunto a don Bernardo y pasamos unas semanas de cierta tensión. Yo había decidido ya que en
La linterna
iba a seguir haciendo lo que quería hacer, iba a seguir diciendo lo que pensaba y, si pasaba algo, que pasara. Con esa presión no era posible trabajar. Y menos, después de todos los líos políticos con el Gobierno y con la oposición. Es verdad que no tenía ningún otro sitio donde ir, al menos comparable a la COPE, pero me daba igual.

Tratando de explicarme lo sucedido en ese episodio, uno de los más delicados del último año de Luis en
La mañana
, creo que quizá don Bernardo captó nada más entrar en su despacho que yo no estaba dispuesto a aguantar ni una reticencia más. Y es posible que eso le hiciera cancelar hasta el menor aviso, porque vio que me largaba. Y lo hubiera hecho. Si él tenía instrucciones de lo que suele llamarse «la propiedad», salvo cuando hay algún problema, en que se habla de «los obispos», no lo sé; si sólo debía intentar lo que Luis llamaba el «achique de espacios», es decir, la limitación de la autonomía absoluta del programa y la casi absoluta libertad del director, ni lo sé ni lo sabremos nunca. Probablemente había habido algo, pero nada en los términos en que se lo planteó don Bernardo a Luis y Luis a mí. De otro modo, habría pasado algo. Y no pasó. Más bien al contrario, empezó una etapa de recomposición o consolidación del núcleo duro de gestores y profesionales con mayor responsabilidad en la COPE, porque en el horizonte apareció un problema con el que no habíamos contado y que iba a colocarnos, a corto plazo, al borde del abismo. Pero, a largo plazo, iba a abrir el único camino que tenía la COPE para sobrevivir y, si lo sabíamos aprovechar, para resurgir.

Estaba a punto de empezar la guerra de Irak.

Capítulo XI
L
A
COPE
RESISTE, EL
P
APA SALVA AL
PP
Y
L
UIS
H
ERRERO DICE ADIÓS

L
a guerra de Irak, que en términos puramente militares se decidió entre febrero y marzo de 2003, pero que políticamente se decantó en las Navidades de 2002, resultó dramática y decisiva para la COPE en todos los sentidos. En ella se perfilaron las cuatro tendencias esenciales que marcan su trayectoria posterior: 1) el pacto tácito pero férreo de la propiedad (la Conferencia Episcopal con Rouco al frente) y los directores de los grandes programas ante la ofensiva izquierdista contra el Gobierno legítimo de Aznar; 2) la conversión de la COPE en referente ideológico esencial y casi único de la derecha; 3) la animadversión paralela e incondicional de la izquierda, y 4) la consolidación de una línea ideológica e informativa que acabaría llevándome a suceder a Luis Herrero en
La mañana
cuando entrado junio anunció que dejaba la radio y entraba en política.

Estas cuatro tendencias pueden percibirse hoy con absoluta nitidez, pero en el fragor de los acontecimientos no estaban tan claras, ni muchísimo menos. Al empezar ese semestre que decidió el futuro de la cadena por varios años, seguíamos sin saber qué querían realmente los obispos de la COPE y, en consecuencia, no teníamos una línea ideológica e informativa que identificara socialmente a la cadena y la diferenciara de otros medios de comunicación. En cuanto a mí, la duda que flotaba en los despachos de alzacuello expreso o camuflado era si me iba yo o me echaban ellos. Pero esto último no sentaba nada bien en las áreas, digamos, empresariales de la casa, especialmente la comercial, que lo consideraba un suicidio y apostaba porque yo hiciera
La mañana
, con Luis o sin Luis. Por supuesto, nosotros no pensábamos en ello, aunque nos llegaran ecos de todas las intrigas, por la sencilla razón de que no sabíamos qué pensaba de todo lo que estaba pasando el cardenal Rouco, líder indiscutible de la Iglesia española y que, en función de lo que pensara que pasaba, decidiría lo que en la COPE tenía que pasar.

O no. Porque la condición galaica de Rouco parecía encajar perfectamente con la decidida política de indecisión que don Bernardo marcaba en la cadena desde tiempo inmemorial. Pero no sólo por voluntad propia, que también, sino porque entre los obispos había pareceres distintos y aún opuestos sobre el sentido y la existencia misma de la COPE. La mayoría la apreciaba mucho, cada vez más, pero los curas nacionalistas querían su liquidación. Una parte del episcopado hubiera preferido que dejara de ser una radio comercial y de masas, limitándose a los aspectos doctrinales y eludiendo cualquier identificación política. Esta facción seráfica, que básicamente quería quitarse de encima un problema, tropezaba con dos inconvenientes insolubles: las «radio-marías», como suele llamárseles, se oyen poco, tan poco que ni las monjas las oyen, de modo que ese tipo de programación suponía inevitablemente el cierre de la COPE. Acudían entonces en su ayuda los nacionalistas, diciendo que mejor que cerrarla sería venderla cara, a ser posible a algún grupo mediático de Bilbao o Barcelona. Naturalmente, ante ese apoyo tan interesado como indeseado retrocedía la facción seráfica y se acogía al sector mayoritario, cada vez más opuesto a contemporizar con el separatismo, y no sólo el criminal de la ETA.

Sentimientos nacionales aparte, la gélida contundencia de los números obligaba a los obispos a afrontar el hecho de que tanto las vocaciones como la asistencia a misa desaparecían a ojos vista ante lo que Juan Pablo II llamó el «paganismo nacionalista». Y no podían dejar de ver que el nacionalismo suele presentarse de la mano de un laicismo y un anticlericalismo radicales que niegan los valores y hasta el derecho a existir de la Iglesia católica, a la que se achacan todas las taras de la Historia de España, empezando por su existencia misma, inseparable del catolicismo desde hace casi, casi dos mil años. Esto ha tenido un efecto indirecto y en cierto modo paralelo al producido en amplísimos sectores de la sociedad española, que han descubierto con retraso y consternación que la tradicional división derecha-izquierda ha sido sustituida por la que separa a los que defienden la unidad de España y a los que tratan de destruirla.

Quizá el más afectado por el cambio haya sido el sector izquierdista de los obispos, que de forma genérica aunque inexacta suele llamarse «taranconista». Su poder en España ha ido menguando inexorablemente durante el papado de Juan Pablo II por diversas razones, de las cuales la más importante era el anticomunismo natural del Papa polaco que combatió y acabó destruyendo la llamada Teología de la Liberación, doctrinalmente débil y políticamente siniestra, pero acogida a lo que podría llamarse el prestigio ambiental del socialismo tras el Concilio Vaticano II. También la caída del Muro fortaleció la línea, digamos, oficial de Karol Wojtyla, porque ni la más mediocre inteligencia ni la más acorchada sensibilidad podían dejar de constatar la pavorosa ruina y el inmenso cementerio que constituyen la auténtica herencia del socialismo real.

A eso se ha añadido —y es lo que posiblemente ha acabado de hundir al sector «progre» de los obispos— la deriva de los partidos de izquierda, que, ideológicamente despojados de su doctrina marxista, han vuelto a una suerte de radicalismo presocialista que busca en la ruptura de la familia, de las instituciones tradicionales y de todo lo que moral e históricamente define a Occidente la legitimidad que durante un siglo basaban en dos principios: la lucha de clases como motor de la Historia y la estatalización de los medios de producción, que en todas las variantes del socialismo es la forma de acabar con la propiedad privada y, con ella, de erradicar la pobreza, incluida la del espíritu. Pero ese brusco volantazo ha roto todos los puentes del cristianismo con el socialismo y de los socialistas con los católicos. Si a eso se añade la insolidaridad nacionalista y la negación de la Historia de España, se entiende que los obispos setenteros a los que no les gustaba nada el sesgo liberal de la COPE concluyeran que era un mal menor. Incluso un bien mayor si cimentaba un edificio que convenía proteger en tiempos de tribulación.

La medida claridad de Rouco

El excurso anterior era necesario para explicar por qué Rouco, en vísperas de la guerra de Irak, podía decidir la línea inmediata y el futuro mediato de la COPE sin la menor oposición entre los obispos. No sólo por su cargo y su respaldo en Roma, que ya hubiera sido bastante, sino por esa época de transición, de reorganización y de honda preocupación que atravesaba la Iglesia española, y que en un momento tan súbitamente convulso en la vida pública la hacía especialmente dependiente de su líder moral y real.

Yo tenía la intuición de que Rouco acabaría enfrentándose a la marea progre o, al menos, dejando que si en la COPE unos podían defender la paz a cualquier precio, otros pudiéramos atacar el supuesto pacifismo izquierdista, que no es más que el viejo antiamericanismo soviético adobado de antisemitismo posmoderno y manipulado de la forma más demagógica para desgastar y, si fuera posible, derribar al Gobierno del PP. Reconozco que con el discurso que llegaba del Vaticano y que a veces parecía de Chirac o de Arafat no había razones lógicas para pensar en Rouco como una especie de objetor de conciencia al pacifismo obligatorio, más bien al revés. Pero yo le había visto en una entrevista larga que le hizo Popular TV a propósito de la crisis del
Prestige
y me llamó la atención que describiera el chapapote como una especie de símbolo del mal vertido sobre la naturaleza, manchando de negro turbio y viscoso las hermosas rías por las que tanto había paseado cuando tenía a su cargo la sede de Santiago de Compostela. La imagen me pareció tan brillantemente teológica o teolírica que tuve por imposible que alguien tan sutil pudiera unirse a una campaña tan grosera como la de la izquierda contra la guerra, alfombrada además por la misma demagogia violentamente anti-PP de los tíos de Nunca Mais, que a un gallego de Villalba tenía que producirle náuseas.

Entonces, mientras se acercaba la guerra y por esas casualidades que la Iglesia suele tener minuciosamente previstas, don Bernardo nos avisó de que Rouco —a quien él siempre llamaba El Cardenal— quería comer con nosotros. «Nosotros» era también un término impreciso, clericalmente modulable, que podía referirse sólo a Luis y a mí, a nosotros dos con Cristina y Abellán, a nosotros cuatro con el jefe de Informativos, José Apezarena, y el del área de Religión, José Luis Restan, o a nosotros seis con el consejero delegado y el director general, que, con Rouco presidiendo y don Bernardo como anfitrión, elevaba a diez lo que podríamos llamar el pleno del Nosotros. Rouco quería el pleno del comensalato, señal de que venía a oír todos los pareceres sobre la situación y a darnos, es decir, a sugerir o dejarnos adivinar, el suyo.

El peligro letal del «achique de espacios»

Luis estaba siempre en guardia contra dos peligros internos en la COPE: los «católicos profesionales», que son aquellos periodistas o intelectuales poco brillantes que por ir a misa pretenden ser contratados para tertulias o lo que sea, y «el achique de espacios», es decir, la reducción de la libertad de los directores de cada programa según una técnica muy conocida en el fútbol: si la defensa adelanta sus líneas, los delanteros del otro equipo quedan en fuera de juego y son sancionados por el árbitro. En la COPE, eso supondría que los comunicado res más identificados con la línea dominante del episcopado, normalmente responsables del área sociorreligiosa que elabora la línea editorial de la cadena (breves editoriales de opinión que se vierten a menudo en los boletines horarios y que se firman como «Línea COPE») marcaran no sólo esa línea oficial sino los límites de opinión y tal vez de información de los grandes programas.

Los que desconocen la frágil y sutil estructura real de la libertad periodística no entienden la importancia esencial del comunicador o el programa que se sitúa en la zona de más riesgo, el que, por usar de nuevo fórmulas de Luis, «pone más alto el listón». Bajo ese listón de lo aceptado, aunque sea a regañadientes, por la empresa pueden trabajar con holgura y comodidad los demás comunicadores y programas. En vida de Antonio Herrero, el listón siempre lo ponía él. Y si algunos con tendencia a irnos arriba lo sobrepasábamos, cosa difícil dadas sus costumbres, se alineaba en nuestra posición al día siguiente, para proteger al posible infractor y seguir marcando los límites del juego. Claro que, por seguir con el símil futbolero, si el árbitro te pita en poco tiempo varios fuera de juego (
off-side
, en versión castiza
«orsay»
) tiendes a frenarte en las subidas, y si además la defensa se adelanta astutamente, te quedas mucho más lejos del área y del gol.

La guerra de Irak era el escenario perfecto no ya para achicar espacios sino para reducirlos casi a la nada, porque los que pudieran esgrimir la doctrina oficial vaticana e interpretarla
pro domo sua
, tendrían la posibilidad de dejar fuera de juego a los que no la compartían, enfrentándolos no sólo con otros programas sino con el punto de vista de la Iglesia y creando una situación insostenible para ellos. O sea, para nosotros.

Luis veía ese peligro encarnado en el grupo de Apezarena (Opus, informativos muy permeados por el PSOE), Cristina (Comunión y Liberación) y Restan (que era o había sido también de Comunión y Liberación y que se situaba en esa línea pero siempre según la modulación de Rouco, como era obligado en la sección religiosa). Los tres igualaban a los dos que éramos Luis y yo, así como a lo que representábamos. Yo he defendido siempre que según la doctrina de la guerra justa desarrollada en su versión moderna por el Padre Mariana y la Escuela de Salamanca, la Justicia, inseparable de la Libertad, es un criterio superior al de la Paz, si es cualquier Paz, para evitar la Guerra, si es cualquier Guerra. Luis parte siempre de la condena verbal de la guerra por principio (yo prefiero la paz, pero doy por hecho, viendo El Mundo y el hombre que lo habita, que habrá guerras, así que no pierdo el tiempo proclamando el valor de esa paz más teórica que real) pero encauza su análisis y valoración del hecho concreto, aquí la guerra, por la vía de Santo Tomás de Aquino, el tío-abuelo de Mariana y la Escuela de Salamanca. Lo normal, con más o menos estridencia, era que coincidiéramos. Sobre todo porque, tras el aperitivo del
Prestige
, sabíamos que vendría el menú completo del PSOE y toda la extrema izquierda, utilizando la guerra para triturar a un gobierno Aznar ya casi K.O.

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