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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

De La Noche a La Mañana (49 page)

BOOK: De La Noche a La Mañana
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—Oye, Federico, que la COPE está llamando también a manifestarse ante la sede del PP, que no dejan de hacer conexiones en directo, lo mismo que la SER, para que se congreguen los jóvenes más radicales y cercar Génova con Rajoy dentro. O asaltarla.

—¿En qué programa están haciendo eso? ¿En alguno de la Cadena 100?

—No, no, en la COPE-COPE, en los deportes. En
Tiempo de Juego
.

—O sea, que no es Abellán. Es Edu García.

—Ese, me parece. Oye, pero que esto es ya golpismo descarado. Me dicen que va a salir Rajoy en la tele denunciándolo.

—Ahora mismo la pongo.

Efectivamente, Rajoy salió denunciando el acoso a sus sedes, que se estaba produciendo en toda España. Pero Rubalcaba salió dos veces, no una, acusando al Gobierno de mentir sobre el 11-M para ocultar sus responsabilidades. Ahí fue cuando pronunció su famosa frase: «España no se merece un Gobierno que miente». Y en parte todavía era cierto. Hasta el día siguiente, España sólo tuvo instalada en la Mentira a la Oposición. El 14-M, a las nueve de la noche, la Mentira había conquistado el Gobierno.

La noche triste de la derecha en la COPE y los diez millones de huérfanos del 14-M

Al día siguiente, después de votar, me fui a la radio a preparar el programa de las elecciones generales, que por primera vez me tocaba dirigir y presentar a mí. La verdad es que no tenía claro cuál podría ser el resultado, y, aunque por los pelos, creía que podría ganar Rajoy, aunque la formación de Gobierno pudiera ser más dificultosa. Sin embargo, desde que a las ocho cerraron los colegios electorales y las televisiones dieron sus primeras «israelitas», o sea, encuestas al salir de votar, se perfiló una posible victoria del PSOE. Luis Herrero iba entrando y saliendo del estudio, pasándome los datos que le daban desde Moncloa. Hasta las nueve hubo dudas, aunque en la sede del PSOE empezaban a cantar victoria. Sólo el patinazo sufrido en las elecciones municipales les impuso algo de discreción. Pero de pronto las cosas se precipitaron. El PP empezó a dar por perdidas las elecciones y se anunció que Rajoy iba a salir en televisión reconociendo la victoria de Zapatero. Que es lo que hizo casi de inmediato. La elegancia, discreción y repidez con que reconoció su derrota y felicitó al PSOE, incluso después de la campaña electoral y la jornada de reflexión más sucias, tramposas y golpistas de la democracia, no sirvieron de nada. No había bálsamo capaz de suavizar el cainismo izquierdista. Y, como siempre, las buenas maneras del PP sólo reafirmaron a la izquierda en la absoluta legitimidad de su política de linchamiento de la derecha política.

Pero la derecha sociológica vivió de otra manera la noche del 14-M. Cuando Rajoy reconoció la derrota del PP hubo un aluvión de llamadas que me iban pasando Marga, Mercedes y Susana, las veteranas del equipo, y cuyo resumen era muy sencillo: «Nos han robado las elecciones». Evidentemente, si el robo era cierto, el futuro Gobierno socialista era ilegal y, en todo caso, ilegítimo. Y ése fue el gran debate en la COPE hasta la medianoche: la legitimidad del PSOE para ejercer el Gobierno. Algunos contertulios se alinearon con la opinión mayoritaria de los oyentes: Zapatero no estaba legitimado para gobernar porque, especialmente durante la jornada de reflexión, había roto todas las reglas del juego limpio propias de una democracia. Pedro Jota y Luis Herrero se atrincheraron en la posición contraria: negar la legitimidad de la victoria socialista era negar la democracia. Y el debate, que empezó razonablemente versallesco, se fue agriando y radicalizando.

Yo defendí entonces una tesis que no contentaba a nadie pero que, todavía hoy, me parece esencialmente correcta: «La victoria del PSOE es legal y, por tanto, legítima». Y lo explicaba así: «Si los españoles han podido votar hoy libremente y la oposición ha reconocido su derrota, no se puede objetar nada legalniente a los resultados; y si son legales, son legítimos». Naturalmente, yo también consideraba ilegítima e inmoral la actitud de la izquierda, pero no hasta el punto de quebrantar la legalidad electoral. Y no dejé de insistir una y otra vez, porque además de la opinión de algunos contertulios era el sentido mayoritario de las llamadas, en que «los ciudadanos y, sobre todo, los medios de comunicación, no podemos ser más papistas que el Papa, no podemos defender a Rajoy de lo que Rajoy dice que no hay que defenderle».

Para mí era absolutamente esencial, dentro del proyecto de recuperación de audiencia y viabilidad empresarial de la COPE, que nuestros oyentes sintieran que no estábamos desautorizando al PP, partido al que votaban casi todos ellos y casi todos nosotros. Sin abdicar de nuestro espíritu crítico, estaba claro que el PP había quedado tras el 14-M en una situación malísima. Contados los votos, parecía —y en el fondo era— extraordinaria: nueve millones setecientos mil, casi los diez millones de la mayoría absoluta de Aznar y obtenidos en circunstancias particularmente difíciles. El grueso de la derecha no se había desperdigado ni marchado a casa. Pero la dinámica política interna, con unas elecciones europeas en tres meses, hacía temer lo peor para el PP, ya que después de una victoria tan sorprendente como la del PSOE, lo normal era que consolidase posiciones al alza, mientras que en el PP, después de una derrota tan imprevista y dramática, lo normal era que cundiera el desánimo en candidatos, militantes y votantes, y se hundiera electoral y políticamente todo el partido. Al día siguiente, pese al excelente resultado cuantitativo, ése era el punto central del análisis. Y a esa situación debíamos hacer frente.

El 15-M, yo tenía algunas ventajas intelectuales sobre los medios que hasta la víspera habían sido aznaristas o peperos: la primera, que cuatro años antes había advertido del «invierno mediático» al que la derecha sociológica estaba abocada por la infame política de comunicación del PP; la segunda, que todos esos medios que el PP quiso que fueran gubernamentales y sólo gubernamentales —nunca de derechas y, menos aún, liberales— se disolverían o se pasarían en bloque al PSOE para seguir siendo lo que eran y el PP quiso que siguieran siendo: escribas, portavoces y lamelibranquios del Poder; y la tercera, que estaba mentalmente preparado para asumir una soledad casi absoluta defendiendo a la derecha frente a una inmensa mayoría de medios, todos los públicos nacionales y casi todos los privados, abiertamente alineados con la izquierda.

Faltaba que la propiedad, o sea, los obispos, respaldaran a su modo (es decir, no obstaculizaran) esa línea política que, pese a ser la única que aseguraba la supervivencia de la COPE, supondría inevitablemente presiones del recién nacido y amenazador poder socialista, cuyo frente político real era el de la alianza de la izquierda y los nacionalistas (sin olvidar a la ETA) contra el PP y la media España a la que representaba; incluidos, por supuesto, los católicos. Confieso que después de catorce años en la COPE no sabría definir qué significa eso de «los católicos» referido a la dirección de la cadena, pero he aprendido que lo esencial es ver cuál es el análisis que los responsables de mediar entre la jerarquía y la base, pasando por la radio, hacen de la situación política.

El hombre clave en ese momento, porque era el segundo de don Bernardo y posible sucesor, pero sobre todo porque tenía la confianza de Rouco y el Ejecutivo de la Conferencia Episcopal, era Fernando Jiménez Barriocanal. Con él hablé a solas en mi despacho la noche triste del 14-M y, de esa charla, sólo recuerdo el concepto de los «diez millones de huérfanos» que desde esa misma noche deberíamos conquistar, haciéndoles ver que la COPE era su emisora, la única en la que no se les iba a atacar y, en principio, se les iba a defender. Lo de los «huérfanos» del 14-M creo que fue idea de Barriocanal a eso de la medianoche, pero yo lo asumí públicamente a las seis de La mañana del 15. En parte porque me parecía exacto y en parte porque sabía que, de producirse en algún sector episcopal —nacionalista de soslayo o medroso clásico— protestas, ayes, sustitos de oficio y escandalitis meliflua, Barriocanal defendería como suya esa posición.

No hubo necesidad o, de haberla, no fue necesario informarme. Desde la llegada al Gobierno del PSOE y durante un año complicadísimo, mi alianza con Barriocanal fue muy sólida y realmente decisiva para la consolidación de la cadena. Quizá funcionó porque no se trataba de una identificación confesional, ideológica o sentimental, sino de un acuerdo de interés mutuo. Él me veía a mí como el salvavidas temporal pero imprescindible de la COPE y yo lo veía a él como un socio esencial a medio plazo para seguir desarrollando un proyecto de derecha liberal en el ámbito intelectual y mediático. Creo que de ese acuerdo de interés mutuo ambos salimos beneficiados. También que la alianza de católicos y liberales como base de resistencia y reorganización intelectual de la derecha española frente a los grandes retos políticos e ideológicos del nuevo siglo ha ido, va y espero que en el futuro siga yendo mucho más allá de un acuerdo coyuntural.

El tropezón con el Rey y la invitación a la boda del Príncipe

La defensa de los «diez millones de huérfanos» de la derecha española supuso, sólo dos días después del 14-M, el encontronazo con La Zarzuela, es decir, con el Rey, que desde que el PSOE llegó al Poder ha sido el peor y más peligroso enemigo que he tenido en la COPE. ¿Peor que Aznar? Mucho peor. ¿Peor que Zapatero? Bastante peor. ¿Peor que Maragall? Todavía peor. ¿Peor que Polanco? Allá se andan, pero sí: peor.

Expliquemos, como diría un lector de
El juguete furioso
de Roberto Arlt o un cronopio devenido catedropenene, los aspectos formales de tan severo desencuentro.

Desde que me hice cargo de
La mañana
en septiembre de 2003, provoqué sin pensar un conflicto que, en cierto modo, podríamos llamar personal con el Rey; y es que, siendo personal e íntima su amistad con Alberto Alcocer, yo tomé, en homenaje a Antonio Herrero, la costumbre satírica de recordar cuando daba la hora algún deseo político incumplido pero moralmente imprescriptible. Por ejemplo: «Son las seis cuarenta y cinco de La mañana, una hora menos en Canarias, y Bacigalupo, hasta ahora, no ha vuelto al Río de la Plata»; o bien: «Las siete y diez de La mañana, las seis y diez en Canarias, y los Albertos todavía no han entrado en la cárcel». Condenados en firme por estafar cuatro mil quinientos millones de pesetas a sus socios en el escándalo de las Torres inclinadas de KIO, los primos habían visto providencialmente dilatada su entrada en prisión tras diversas gestiones al más alto nivel, que, según reveló Maite Cunchillos cuando aún estaba al frente de la sección de Tribunales en la COPE, incluyeron una llamada de La Zarzuela al juez de la Audiencia encargado del caso.

A mí, que la gente, sobre todo cierto tipo de gente, entre o salga de la cárcel no me produce interés de ningún tipo. Lo que sí me interesa y, en el fondo, lo que más me preocupa es que en un Estado de Derecho haya una Justicia para los ricos y otra para los pobres, una para los que tienen estrechas relaciones con el Poder y otra para los que no conocen a nadie. Que un señor vaya a la cárcel si debe cuarenta millones a Hacienda y otro señor no vaya aunque estafe cuatro mil porque es amigo del Rey, verdaderamente me subleva. Y de esa convicción en la absoluta necesidad de que todos los ciudadanos sean iguales ante la Ley no me apearán Austrias ni Borbones, monarquías ni repúblicas. No es que no sepa que el rico suele tener más posibilidades de que le hagan justicia que el pobre, porque para eso tiene más medios y puede pagarse una mejor defensa, pero eso es una cosa, y otra que, con una condena en firme en la máxima instancia, unos deban ir a la cárcel y otros eviten lo que Bacigalupo llamó «estigmatización» de Felipe González. O la justicia es —o trata de ser— igual para todos o la estigmatizada es la Justicia. Y ese estigma, ese baldón lo llevamos a cuestas los ciudadanos, que lo somos, digamos, por lotería: según el juez, el dinero, el perfil político o según las aldabas institucionales.

Naturalmente, me iban llegando noticias de diversas cenas de postín en las que alguno de los dos amigos me había puesto verde o había vertido amenazas inconcretas para el futuro. No hay que dar importancia a esos chismes, aunque sean verídicos, porque algunos alardean de lo que no piensan hacer y otros provocan el alarde para luego contárselo al alardeado. En todo caso, cuando llega una amenaza, expresa o sugerida, por algo que has dicho y crees que estuvo bien dicho, lo que yo aprendí de Antonio y luego de mi experiencia es que debes repetirlo, corregido y aumentado. Los dimes y diretes, las amenazas de sobremesa y los retos de rebote entran dentro del juego del Poder y de tocarle las narices al Poder, que es el poder que tenemos en los medios.

El segundo motivo de conflicto con La Zarzuela fue más serio o más político: la calurosa recepción del Rey al nuevo presidente del Parlamento catalán, Ernest Benach, un tipo sin estudios que proviene del área terrorista de Terra Lliure-Amics de la Terra, prósperamente injertada en el tronco de Esquerra Republicana de Cataluña, y que, como simple barrendero o jardinero, se convirtió en ejemplo de cómo un trabajo sin cualificar se cualifica gracias al carné de partido, que hace de hombres prohombres o instituciones bípedas. La picaresca de los iletrados convertidos en hijosdalgo gracias a la política es tan abundante que nadie hubiera prestado atención al tal Benach si, tras tomar posesión del cargo, no hubiera afrentado públicamente a la nación española, y si, tras hacerlo, no hubiera sido recibido por el Rey y gratificado, según dijo, con un «hablando se entiende la gente», tan típicamente juancarlista que nadie pensó que el limitado Benach pudiera inventarlo. Por supuesto, a los socios de ERC, es decir, a los socialistas, les pareció estupendo, de lo más profesional. A mí me pareció horroroso, porque mostraba la obvia voluntad de dialogar sobre cualquier cosa, aun lo más sagrado, con cualquiera, aun lo más lerdo. Y cuando se concretó la gran traición a España y a la Libertad del Pacto de Perpiñán, no me privé de recordar ese «hablando se entiende la gente» como símbolo de la claudicación de la Corona ante el nacionalismo y el terrorismo, cuando La Razón de ser de esa institución es representar a España. Y esa voluntad de ponerse de perfil, en línea con la izquierda y Polanco, fue confirmada por los hechos al llegar Zapatero al Poder.

Sucedió a los tres días del 14-M, en dos escandalosos espectáculos ante la prensa nacional e internacional de muy diverso pelaje y protagonismo pero coincidentes en la voluntad denigratoria, a través de la mentira y la calumnia, contra el Gobierno de Aznar. El primer número lo montó Almodóvar ante cuatrocientos periodistas de todo el mundo que habían sido convocados para hablar de la candidatura al Oscar de una película suya. Con cara de molinera indignada, de
locandiera
a la que sólo falta ponerse enjarras para homenajear a Goldoni, el cineasta manchego aseguró que el malvado Gobierno del PP había tratado de impedir la celebración de elecciones, una especie difundida en la SER por Carlos Carnicero en vísperas del 14-M dentro del cúmulo de trolas y bolas del Imperio Polanquista contra el PP y la democracia. Pero una mentira que, pasadas las elecciones y tras el impecable comportamiento de Rajoy y del Gobierno en la noche electoral, resultaba particularmente miserable, siniestra y antidemocrática. Respondía, en rigor, a la implacable campaña desarrollada por Polanco y el PSOE en las semanas siguientes para imponer en todo El Mundo occidental la verdad oficial de que el PP había perdido el Poder por mentir a la gente. Fechoría totalitaria que cumplieron con férrea determinación ante la mirada idiotizada y muda de los líderes de la derecha.

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