Deja en paz al diablo (39 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

BOOK: Deja en paz al diablo
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—Hum.

—¿Qué pasa?

—Supón que dispararan a todos.

—No lo hicieron.

—Pero supón que sí. Supón que dispararan a todos porque esa era la única forma de asegurarse de que eliminaban al que perseguían. Y supón que luego llegó la policía y se encontró con todos esos cadáveres en la calle. ¿Qué habrían pensado?

—¿Qué habría pensado la policía? No tengo ni idea. Quizá que algún maniaco quería matar a los feligreses.

Gurney asintió.

—Exactamente, sobre todo si ese mismo día reciben una carta de alguien que afirma que las personas religiosas son la escoria de este mundo y que planea matarlas a todas.

—Pero… espera un momento. —Madeleine parecía incrédula—. ¿Estás sugiriendo que el Buen Pastor mató a todas esas personas porque no sabía cuál era su objetivo real? ¿Y que siguió matando a gente que conducía determinada clase de coche hasta que estuvo seguro de que había acabado con la persona a la que buscaba?

—No lo sé, pero pretendo descubrirlo.

Ella negó con la cabeza.

—Es solo que no veo cómo… —La interrumpió el sonido del teléfono fijo que había sobre la encimera, al lado de la nevera—. Será mejor que lo cojas. Ya sabes quién es.

Lo cogió. Era él.

—¿Aún no has salido de la puta ducha?

—Buenos días, Jack.

—He recibido tu mensaje: tu premisa junto con una lista de preguntas.

—¿Y?

—¿Estás diciendo que hay una contradicción evidente, en cuanto al estilo, entre las palabras del manifiesto y el modo de obrar del asesino?

—Podría decirse así.

—Estás diciendo que el
modus operandi
del asesino prueba que es demasiado práctico, demasiado tranquilo, calmado y contenido como para que las ideas del manifiesto sean suyas. ¿Lo ha entendido bien mi pequeño cerebro?

—Lo que estoy diciendo es que hay cierta desconexión.

—De acuerdo. Es interesante. Pero eso crea un problema mayor que el que resuelve.

—¿Por qué?

—Estás diciendo que la razón por la que se cometieron esos crímenes es distinta de la que se dice en el manifiesto.

—Sí.

—Entonces se eligió a las víctimas por otra razón, no porque exhibieran determinados artículos de lujo, no porque fueran unos cabrones codiciosos que merecían morir.

—Sí.

—Así pues, ¿este genio superpragmático y supertranquilo tenía una razón oculta para matar a esa gente?

—Sí.

—¿Te das cuenta del problema?

—Cuéntamelo.

—Si el asesino eligió a cada una de las víctimas no porque condujeran un Mercedes de cien mil dólares, sino por otra razón, entonces hemos de creer que el hecho de que condujeran un Mercedes de cien mil dólares era irrelevante. Una puta coincidencia. ¿Alguna vez has encontrado algo parecido a eso, Davey? Sería como descubrir que todas las víctimas de Bernie Madoff casualmente tenían un duende tatuado en el culo. ¿Me entiendes?

—Sí, Jack. ¿Alguna cosa más que te moleste del
mail
?

—De hecho, sí, otra de tus preguntas. En realidad son tres preguntas, pero todas giran en torno a la misma cuestión. ¿Eran todos los crímenes igual de importantes? ¿Era importante la secuencia? ¿Alguno de ellos necesitaba de otro? En fin, ¿vas a decirme qué te ha llevado a plantearte tales cuestiones?

—A veces lo que me llama la atención es lo que no está. Y en este caso, gracias a la hipótesis que se ha seguido, faltan un montón de cosas. Hay muchas vías sin explorar, muchas preguntas sin responder. Desde un principio se partió de la idea de que los asesinatos entroncaban con una suerte de declaración filosófica, el manifiesto. En cuanto se aceptó tal premisa, a nadie le dio por verlos como hechos aislados que podrían tener propósitos diferentes. Sin embargo, es posible que no todos los asesinatos fueran igual de importantes. Además, no cabe descartar la posibilidad de que no todos se cometieran por la misma razón. ¿Me sigues, Jack?

—No lo sé. ¿Tienes algo concreto?

—¿Alguna vez has visto una película llamada
El hombre del paraguas negro
?

Ni siquiera había oído hablar de ella. Gurney le contó la historia. Terminó con lo que le había contado Madeleine en relación con los francotiradores.

Después de un largo silencio, Hardwick fue un poco más allá de lo que había ido su mujer.

—¿Me estás diciendo que los cinco primeros casos fueron errores y que el asesino, por fin, tuvo suerte con el sexto? Ayúdame a entenderlo. Quiero decir, si era un profesional contratado, como los tipos de tu película, ¿qué indicación le dieron? ¿Solo que el objetivo conducía un Mercedes de gama alta? Así pues, se supone que tenía que ir conduciendo por la noche, disparar por las ventanas de los Mercedes con la pistola más grande del planeta… y a ver a quién se cargaba. Cuesta de creer.

—A mí también, pero, ¿sabes?, empiezo a sentir que podría estar en el estadio correcto, aunque no estoy seguro de a qué estamos jugando.

—¿No estás seguro? ¿Qué tal si dices que no tienes ni una puta pista?

—Tienes que ser más positivo.

—¿Alguna píldora más de sabiduría, Sherlock, antes de que vomite?

—Solo una cosa. El agente especial Trout está obsesionado con que yo pudiera poseer cierta información privilegiada a la cual no debería tener acceso. Ten cuidado, Jack.

—A tomar por el culo Trout. ¿Hay algún otro secreto que te interese?

—Ya que lo preguntas, ¿algún progreso sobre Emilio Corazon?

—Todavía no. Sorprendentemente, parece haberse evaporado de la faz de la Tierra.

A las 8.45, Madeleine se marchó a la clínica donde trabajaba a tiempo parcial. Todavía estaba lloviendo.

Gurney fue a su ordenador, sacó una copia de su mensaje de correo a Hardwick y repasó la lista de preguntas que incluía. Se detuvo en la que decía: «¿Por qué los asesinatos se cometieron cuando se cometieron, en la primavera del año 2000?». Cuanto más seguro estaba de que los asesinatos eran esencialmente pragmáticos, más significativo se hacía el momento en el que habían sucedido.

Los asesinatos que hunden su raíz en una misión podían adoptar dos formas. Una era el enfoque del Big Bang, donde el asesino camina entre la niebla de múltiples objetivos en la oficina de correos o en la mezquita, y empieza a disparar, sin ningún plan de escape. En el noventa y nueve por ciento de aquellos casos, esos hombres (y siempre son hombres) terminan disparándose ellos mismos cuando no queda nadie más a quien disparar. Luego estaba el otro tipo de asesino, que babea su bilis durante diez o veinte años. Los tipos a los que les gusta volarle la cabeza o la mano a alguien con una carta bomba cada cierto tiempo, uno o dos años, pero que no desean suicidarse.

Los asesinatos del Buen Pastor no parecían encajar en ninguna de esas categorías. Había una frialdad palpable, una ausencia de emoción, una planificación y una ejecución impecables.

De repente, a eso de las nueve y cuarto, sonó el teléfono. Una vez más era Hardwick, pero su tono era más apesadumbrado que antes.

—Sea lo que sea a lo que se está jugando en ese puto estadio se acaba de poner todo más chungo. Ruthie Blum ha aparecido muerta.

Gurney pensó de inmediato que le habrían disparado en la cabeza, como, diez años atrás, a su marido. Sintió náuseas al imaginarse el alegre peinado de yorkshire convertido en una masa de sangre y sesos.

—Oh, Dios, no. ¿Dónde? ¿Cómo?

—En su casa. Picahielos en el corazón.

—¿Qué?

—¿Te sorprende o es que te estás quedando sordo?

—¿Con un picahielos?

—Una sola herida, trayectoria hacia arriba desde el esternón.

—Cielo santo. ¿Cuándo?

—Anoche, poco después de las once.

—¿Cómo lo saben?

—Publicó un mensaje en Facebook a las 22.58. Encontraron el cadáver a las 3.40 de la madrugada.

—¿La misma casa donde vivía hace diez años cuando…?

—Exacto. La misma casa. También la misma casa donde la pequeña Kimmy la entrevistó para RAM TV.

La mente de Gurney trabajaba a toda velocidad.

—¿Quién la encontró?

—Agentes de la comisaría de Auburn en la Zona E. Una larga historia. Una amiga de Ruth, de Ithaca, leyó su mensaje de Facebook. Le resultó inquietante. Le preguntó si estaba bien. No recibió respuesta. Le envió un mensaje de correo electrónico, tampoco recibió respuesta. Empezó a llamarla por teléfono, pero nada, solo el buzón de voz. Así que le entró pánico. Llamó a la policía local. Pasaron la llamada a la oficina del sheriff y, finalmente, el aviso llegó a Auburn, que contactó con un coche patrulla cercano. La policía fue a la casa. Todo parecía en calma, ningún problema, ninguna señal de que alguien hubiera entrado en la casa, ningún…

—Espera un segundo. ¿Sabes qué decía el mensaje de Ruth Blum?

—Te lo acabo de enviar por
mail
.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Andy Clegg.

—¿Quién demonios es Andy Clegg?

—Un joven de la Zona E. ¿No lo recuerdas?

—¿Debería?

—Del caso Piggert.

—Ah, sí, me suena, pero no logro ponerle cara.

—Su primera misión (de hecho, el primer encargo que le tocó en su primer día en el departamento) fue responder a mi llamada, cuando descubrí mi mitad del cadáver de la señora Piggert. Al parecer, fue la primera oportunidad que tuvo Andy para vomitar. Y la aprovechó bien.

El infausto caso de asesinato e incesto de Peter Piggert fue el inicio de una relación tensa pero productiva entre Hardwick y Gurney. Entonces él estaba en el Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York; Hardwick, en la Policía del Estado de Nueva York. En el curso de la investigación del caso Piggert, un elemento de azar los unió. A casi doscientos kilómetros de distancia, el mismo día, ambos descubrieron sendas mitades del mismo cadáver.

—El joven Andy Clegg participó en una reunión conjunta con nosotros dos después de que trincaras al señor Piggert, que lo mismo se follaba a su madre que la mataba. Andy quedó impresionado con tu talento y, en menor medida, con el mío. Mantuvimos el contacto.

—Y todo esto se resume en…

—Después de que esta mañana llegara a través del CJIS la información del homicidio, he llamado al detective Clegg y he conseguido la historia completa. He pensado que era ahora o nunca. En cuanto Trout se entere de esto y descubra lo que implica, se pondrá manos a la obra, declarará que el homicidio forma parte de la investigación del Buen Pastor y cerrará la puerta.

—Lo que me devuelve a mi pregunta: ¿qué dijo Ruth…?

—Mira el correo.

—Sí.

Gurney dejó el teléfono y abrió su correo:

Publicado por Ruth J. Blum:

¡Qué día! He pasado mucho tiempo preguntándome cómo sería el primer episodio de
Los huérfanos del crimen
. No he dejado de tratar de recordar las cosas que Kim me preguntó cuando vino aquí. Y mis respuestas. No podía recordarlas todas. Confiaba en haber podido expresar lo que sentía. Creo, como dice Kim, que la televisión a veces se equivoca. Presta demasiada atención a cosas sensacionalistas y no a lo que de verdad importa. Esperaba que
Los huérfanos del crimen
fuera diferente, porque Kim parecía diferente. Pero ahora no lo sé. Me he quedado un poco decepcionada. Creo que han cortado una parte muy extensa de nuestra entrevista para dejar sitio a sus «expertos», a los anuncios y a todo lo demás. Mañana llamaré a Kim para preguntarle.

Lo siento. Ahora he de parar. Alguien ha aparcado en mi sendero. Caramba, son casi las once. ¿Quién será? Uno de esos coches grandes de estilo militar. Luego sigo.

Gurney lo leyó otra vez antes de volver a coger el teléfono.

—¿Sigues ahí, Jack?

—Sí. Así que su amiga de Ithaca va a su correo electrónico, en torno a la medianoche, descubre que tiene un aviso de Facebook, hace clic y encuentra el mensaje que ha enviado Ruth a las 22.58, aparentemente antes de que bajara la escalera para ver quién venía a verla en ese trasto de aspecto militar. ¿Crees que podría ser un Hummer?

—Podría ser. —Gurney imaginó el Hummer de Max Clinter, preparado para el combate y pintado de camuflaje.

—Bueno, si no era un Hummer, ¿qué coño era? En todo caso, la amiga hace todos los esfuerzos posibles para contactar con Ruth. Finalmente llega una patrulla, comprueba el exterior de la casa y decide que todo está en orden. Está a punto de marcharse cuando aparece en su coche la amiga ansiosa, después de conducir cuarenta kilómetros desde Ithaca, e insiste en que entren en la casa. La mujer teme que haya ocurrido algo malo. Les dice que si ellos no entran en la casa, lo hará ella. Se monta una buena. El agente en cuestión casi la detiene. Luego viene otro policía, mayor y más sensato, y pone paz. Empiezan a echar un vistazo por el exterior de la casa. Por fin encuentran una ventana abierta: otra vez empiezan a discutir. Entonces los agentes entran y encuentran el cadáver de Ruth Blum.

—¿Dónde?

—En el recibidor, justo al otro lado de la puerta. Como si hubiera abierto la puerta y zas.

—¿El forense está seguro de que la mataron con un picahielos?

—No había mucha duda. Según Clegg, todavía lo tenía clavado.

—¿Crees que podría conseguir que me dejara entrar en la casa? Supongo que no…

—Ni hablar. Está sellada con un kilómetro de cinta amarilla. Además, la vigilan unos tipos que te ven como alguien que les trae problemas. Su trabajo es mantener la escena inmaculada hasta que lleguen los técnicos de pruebas y el equipo del DIC se lo entregue todo al FBI. No van a jugarse el cuello por dejar pasar a un listillo de poli retirado.

Gurney necesitaba verlo todo por sí mismo. Que te describieran la escena servía para bien poco: el noventa por ciento de la información que podías extraer se perdía. Sin embargo, sospechaba que Hardwick tenía razón. No se le ocurría razón alguna para que pudiera convencer al DIC, y mucho menos al FBI, para que le dejaran pasar. Y eso le hizo plantearse otra vez qué tenía de positivo todo eso para Hardwick. Cada vez que él pasaba información de un archivo confidencial o una fuente interna, se estaba poniendo en peligro. Y lo hacía mucho.

¿Le interesaba tanto la verdad que no le importaba dejar de lado las reglas, aun a riesgo de comprometer su propia carrera? ¿Le impulsaba un deseo obsesivo de avergonzar al poderoso? ¿O el riesgo en sí, el vértigo de estar al borde del precipicio, lo atraía con la misma intensidad con la que repelía a hombres más cuerdos? Hacía tiempo que se planteaba todo eso sobre su amigo. Supuso, una vez más, que un «sí» podía responder a todas esas preguntas.

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