Deja en paz al diablo (59 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

BOOK: Deja en paz al diablo
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—Joder, tío, ¿qué coño has hecho con tus cejas?

—Decidí quemarlas y que crezcan de nuevo.

—¿También decidiste convertir tu cara en una puta granada?

—Me alegro de que hayas pasado a verme, Jack. Necesitaba apoyo.

—Joder, en la tele parecías James Bond. Y aquí pareces…

—¿Qué quiere decir en la tele?

—No me digas que no lo has visto.

—¿El qué?

—Vaya por Dios. El hombre promueve la Tercera Guerra Mundial y ahora alega ignorancia. En RAM News llevan toda la mañana pasando lo de anoche: Sterne saliendo de la cabaña; ese puto lanzallamas instalado en el capó del coche de Maxie; Sterne incinerado; Maxie ametrallando al helicóptero de RAM; tu heroica carga en plena noche arriesgando tu vida; la caída del helicóptero de RAM, seguida por lo que los presentadores de RAM llaman la «espeluznante y trágica bola de fuego». Es un espectáculo de la hostia, Davey.

—Espera un momento, Jack. El helicóptero cayó, ¿de dónde ha salido la grabación de su caída?

—Los cabrones tenían dos helicópteros allí. Un ramcóptero cae y el otro se coloca en posición y sigue filmando. Las bolas de fuego trágicas son fantásticas para los índices de audiencia. Sobre todo si hay gente que muere quemada.

Gurney esbozó una mueca. La muerte de Max Clinter abrasado todavía era dolorosamente vívida.

—¿Y eso está en televisión?

—Han estado pasándolo toda la mañana. Es el puto negocio del espectáculo.

—Pero ¿cómo es posible que esos helicópteros estuvieran allí?

—Tu amigo Clinter avisó a los de RAM News. Los llamó antes y les dijo que algo realmente grande iba a pasar esa noche con el Buen Pastor y que deberían estar por la zona, preparados para entrar en escena. Los llamó otra vez justo antes de empezar a actuar. Max siempre odió a RAM por la forma repugnante en que cubrieron su incidente con el Pastor. Parece que derribar el helicóptero formaba parte de su plan.

Mientras Gurney trataba de asimilar aquella noticia, Hardwick salió de la habitación y cruzó una amplia zona abierta hasta el puesto de enfermeras, donde interrumpió a una joven que estaba trabajando con un ordenador.

Volvió con un brillo de triunfo en las pupilas.

—Tienen un par de teles en mesas con ruedas. El melocotoncito de tetas grandes nos va a traer una. Deberías ver esa mierda tú mismo.

Madeleine suspiró y cerró los ojos.

—Entre tanto, Sherlock, dos preguntas: ¿cómo diablos Larry, el dentista, era tan bueno con una pistola?

—Creo que sentía un entusiasmo fuera de lo común por la precisión. La gente así puede ser muy buena en lo que se propone.

—Lástima que no podamos embotellar eso y vendérselo a gente cuerda. La segunda pregunta, un poco más personal: ¿tenías idea de dónde te estabas metiendo en casa de Clinter?

Gurney miró a Madeleine. Ella lo miró fijamente, esperando su respuesta.

—Esperaba encontrarme con el Buen Pastor, pero no podía imaginarme todo este desastre.

—¿Estás seguro?

—¿Qué coño quieres decir?

—¿De verdad creías que Clinter no iba a acercarse, tal y como le pediste?

Gurney hizo una pausa.

—¿Cómo sabes que le pedí que no se acercara?

Hardwick desvió la pregunta con otra pregunta.

—¿Por qué crees que apareció cuando lo hizo?

Gurney también se lo había planteado. La sincronización había sido demasiado perfecta en relación con el desagradable giro de acontecimientos en el interior de la cabaña. De repente, la explicación parecía obvia.

—¿Puso micrófonos en su propia casa?

—Por supuesto.

—¿Y tenía el receptor en el Humvee?

—Así es.

—¿Así que estuvo escuchando mi conversación con Larry Sterne?

—Naturalmente.

—Y su receptor grabó todo lo que se dijo en la cabaña, incluida la llamada telefónica que le hice. Y en algún momento vosotros recibisteis la grabación, y por eso sabes que le pedí que no se acercara. Pero el Humvee estalló en llamas, así pues, ¿cómo…?

—Lo recibimos directamente de él. Envió al DIC el archivo de audio justo antes de que arrancara ese lanzallamas suyo. Parece que sabía cómo podría terminar el baile. También parece que quería que tuviéramos algo concreto que verificara tu teoría sobre el caso.

Gurney sintió un arranque de gratitud por Clinter. Los comentarios y la confesión de Larry Sterne mostrarían, de una vez por todas, lo falsa que había sido la historia del manifiesto.

—Esto va a amargar la vida a mucha gente.

Hardwick sonrió.

—Que se jodan.

Hubo un largo silencio. Gurney se dio cuenta de que su participación en el caso del Buen Pastor había llegado a su fin. El crimen estaba resuelto. El peligro había pasado.

Un montón de gente en la policía y en el campo de la psicología forense pronto tomaría parte en una orgía frenética para señalar a otros con el dedo, insistiendo en que errores de otras personas los habían desviado del buen camino. Gurney tal vez recibiría un pequeño reconocimiento por su contribución, una vez que todo se calmara un poco. Sin embargo, el reconocimiento a veces tenía un precio muy alto.

—Por cierto —dijo Hardwick—, Paul Villani se suicidó.

Gurney pestañeó.

—¿Qué?

—Se disparó con su Desert Eagle. Al parecer, sucedió hace un par de días. Una mujer que trabaja en el establecimiento adjunto a su oficina denunció que, a través del sistema de ventilación, le llegaba un mal olor.

—¿No hay duda de que fue un suicidio?

—Ninguna.

—Vaya por Dios.

Madeleine parecía afectada.

—¿Es ese el pobre hombre del que me hablaste la semana pasada?

—Sí. —Gurney se volvió hacia Hardwick—. ¿Pudiste descubrir desde cuándo poseía el arma?

—Desde hace menos de un año.

—Vaya por Dios —repitió para sí—. De todas las armas posibles que podía haber usado, ¿por qué una Desert Eagle?

Hardwick se encogió de hombros.

—Una Desert Eagle mató a su padre. A lo mejor quería morir del mismo modo.

—Odiaba a su padre.

—A lo mejor ese era el pecado que tenía que expiar.

Gurney miró a Hardwick. En ocasiones decía cosas sorprendentes.

—Hablando de padres —dijo Gurney—, ¿algún rastro de Emilio Corazon?

—Más que un rastro.

—¿Eh?

—Cuando tengas tiempo, tendrás que pensar en una forma de manejar esto.

—¿Manejar qué?

—Emilio Corazón es un adicto al alcohol y a la heroína en fase terminal. Vive en un albergue del Ejército de Salvación en Ventura, California. Mendiga para conseguir dinero para sus adicciones. Se ha cambiado de nombre una docena de veces. No quería que lo encontraran. Necesita un trasplante de hígado para sobrevivir, pero no puede estar sobrio el tiempo suficiente para entrar en la lista de espera. Tiene demencia, por los niveles de amoniaco en la sangre. La gente del albergue cree que estará muerto dentro de tres meses. Puede que antes.

Gurney quiso decir algo, cualquier cosa, pero tenía la mente en blanco.

Se sentía vacío.

Dolorido, triste y vacío.

—¿Señor Gurney?

Levantó la cabeza. La teniente Bullard estaba de pie en el umbral.

—Lo siento si interrumpo algo. Solo… quería darle las gracias… y asegurarme de que estaba bien.

—Pase.

—No, no. Solo… —Miró a Madeleine—. ¿Es usted la señora Gurney?

—Sí, ¿y usted?

—Georgia Bullard. Su marido es un hombre excepcional. Pero, por supuesto, eso usted ya lo sabe. —Miró a Gurney—. A lo mejor, después de que todo esto se calme, bueno, tal vez podría invitarles a cenar a usted y a su esposa. Conozco un pequeño restaurante italiano en Sasparilla.

Gurney se rio.

—Lo espero con impaciencia. —Luego añadió con un guiño—: Lo antes posible.

Ella retrocedió con una sonrisa y un saludo, y tan de repente como había aparecido se marchó.

Gurney volvió a pensar en Emilio Corazon y en el efecto que la noticia podría tener en su hija. Cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.

Cuando los abrió de nuevo, no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado. Hardwick se había ido. Madeleine había desplazado su silla de la esquina de la habitación al lado de la cama y lo estaba mirando. Le recordó cómo había acabado el caso Perry, cuando habían estado a punto de matarlo, cuando había sufrido lesiones que, en cierto modo, todavía lo acompañaban. Al salir del coma, al final de esa experiencia, Madeleine estaba junto a su cama, esperando, mirándolo.

Por un momento, al sostener su mirada, se sintió tentado de soltar un cliché de película: «Hemos de dejar de vernos en estas circunstancias». Pero algo le dijo que no estaba bien, que no tenía gracia, que no tenía derecho a gastar esa broma.

Una sonrisa pícara apareció en el rostro de Madeleine.

—¿Ibas a decir algo?

Él negó con la cabeza. En realidad solo la acunó ligeramente de lado a lado en la almohada.

—Sí, ibas a decir algo —insistió Madeleine—. Algo estúpido. Te lo he visto en los ojos.

Dave se rio, luego esbozó una mueca por el dolor que le provocaba la piel tensa en torno a su boca.

Ella le cogió de la mano.

—¿Estás triste por lo de Paul Villani?

—Sí.

—¿Crees que deberías haber hecho algo?

—Quizá.

Madeleine asintió y le acarició con suavidad el dorso de los dedos.

—Es una lástima que la búsqueda del padre de Kim no haya tenido un final más feliz.

—Sí.

Madeleine señaló su otra mano, la vendada.

—¿Cómo está la herida de la flecha?

Levantó la mano de la cama y se la miró.

—Me había olvidado de ella.

—Bien.

—¿Bien?

—No me refiero a la mano herida. Me refiero a la flecha. El gran misterio de la flecha.

—¿No crees que sea un misterio? —preguntó él.

—No uno que se pueda resolver.

—Así pues, ¿deberíamos olvidarlo?

—Sí. —Al ver que él no parecía convencido, Madeleine añadió—: ¿Acaso no es así la vida?

—¿Llena de flechas inexplicables que caen del cielo?

—Quiero decir que siempre habrá cosas que no podremos comprender perfectamente.

Esa era la clase de afirmación que le molestaba. No es que no fuera cierta. Por supuesto que era cierta, pero sentía que no era del todo razonable, que era un ataque directo a su forma de pensar. Sin embargo, si había una discusión que no merecía la pena tener con Madeleine era esa.

Una joven enfermera se acercó a la puerta empujando un carrito con una tele, pero Gurney negó con la cabeza y la hizo salir. La espeluznante y trágica bola de fuego de RAM podía esperar.

—¿Entendiste a Larry Sterne? —preguntó Madeleine.

—En parte… Sterne era… una criatura inusual.

—Me alegro de que no haya muchos como él.

—Se consideraba un hombre completamente racional. Completamente práctico. Un dechado de razón.

—¿Crees que se preocupó por alguien alguna vez?

—No. Ni un poco.

—¿Crees que confió en alguien?

Gurney negó con la cabeza.

—La confianza no significaba nada para él. No en el sentido normal. La habría visto como una forma de debilidad, un error irracional de otros, un error que podría traer malas consecuencias. Sus relaciones se basaban en la explotación y la manipulación. Veía a las personas como herramientas.

—Entonces estaba completamente solo.

—Sí. Completamente solo.

—¡Qué horror!

Gurney casi dijo que ese podría ser su propio destino. Sabía lo mucho que podía aislarse sin darse cuenta apenas de lo que estaba ocurriendo, cómo podían escapársele las relaciones, como humo en la brisa. Sabía perfectamente lo fácil que le resultaba hundirse en sí mismo; lo naturales y benignas que podían parecer sus ganas de permanecer aislado.

Quería explicárselo a su mujer, contarle que eso formaba parte de él. Sin embargo, entonces, de nuevo tuvo una peculiar sensación que le embargaba a veces, cuando estaba cerca de ella: la sensación de que su mujer ya sabía lo que estaba pensando, de que no hacía falta expresarlo con palabras.

Madeleine lo miró a los ojos, apretándole la mano con más fuerza. Entonces, por primera vez en su vida, Dave tuvo la misma sensación, pero en la dirección opuesta: intuyó lo que Madeleine estaba pensando, sin que ella tuviera que decir nada.

Pudo sentir las palabras en su mano, verlas en sus ojos.

Le estaba diciendo que no tuviera miedo.

Le estaba diciendo que confiara en ella, que creyera en su amor.

Le estaba diciendo que la gracia de la que dependía siempre estaría con él.

En la profunda paz que siguió a aquel silencio, Dave Gurney se sintió alejado de cualquier preocupación mundana, aliviado. Todo estaba bien. Todo estaba tranquilo. Y entonces, en la distancia, un sonido. Era tan débil, tan delicado, que no estaba seguro de si lo oía de verdad o de si eran imaginaciones suyas. Aun así, lo reconoció enseguida.

Era el característico ritmo cadencioso de la «Primavera», de Vivaldi.

— FIN —

Agradecimientos

Las relaciones que se extienden en el tiempo suelen ser buenas en los negocios y en la vida profesional. Y cuando esas relaciones implican talento y personas involucradas de verdad en un proyecto, pueden llegar a ser deliciosas.

Desde la publicación de mi primera novela,
Sé lo que estás pensando
, pasando por la segunda,
No abras los ojos
, hasta llegar a la tercera,
Deja en paz al diablo
, he tenido el privilegio de trabajar con las mismas personas extraordinarias: la fantástica agente Molly Friedrich, su maravillosa socia Lucy Carson, y el inefablemente perspicaz editor, Rick Horgan.

Gracias, Rick. Gracias, Molly. Gracias, Lucy.

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