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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Otros, #Biografía, #Memorias

Descanso de caminantes (22 page)

BOOK: Descanso de caminantes
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Creo que el martes me anunció Junior que el abogado que se ocuparía del caso, su corresponsal en Azul, opinaba que mi presencia era necesaria. Campos Carlés padre apoyaba esa opinión. Hablé con él. Me dijo que el Gran Hotel del Azul era excelente y que su restaurant era famoso en todo el país. La idea del viaje perdió un poco de su aspereza. El prestigio del turismo, en su versión más elemental, la gastronómica y hotelera, fomentada por las queridas guías Michelin, que siempre tuvo predicamento conmigo, empezó a seducirme con imágenes mentales en que me veía entregado al descanso en prodigiosos hoteles de Francia y de Suiza.

El jueves 5, a las 6 de la tarde, emprendimos viaje hacia el Azul, en el Volvo de Junior. Era un día oscuro, lluvioso y frío. En Ezeiza, en lugar de seguir por las habituales rutas 205 y 3 (Cañuelas, Montes, Las Flores) tomó la ruta 3 hasta Cañuelas y de ahí siguió las 41 o 51 (Lobos, Saladillo, General Alvear, Tapalqué) hasta el Azul. Yo no conocía estas rutas: me gustan mucho; tenían poco tráfico, sobre todo de camiones, y se extendían entre campos muy lindos (es cierto que la lluvia avivaba su verde).

Cuando bajamos del coche, en el Azul, nos sorprendió la intensidad del frío. Es claro que esto era nada comparado con el de nuestras habitaciones del Gran Hotel; pero vamos por partes, como decía el calígrafo Basile. La entrada del hotel nos pareció fría y deprimente, con muebles comprados en alguna mueblería de la calle Sarmiento. Los cuartos eran chicos, de dos camas, con minúsculos baños, de bañadera descascarada, canillas difíciles de cerrar e higiene dudosa. Me recordaban hoteles de ciudades no turísticas de provincia, de Francia e Italia, en mi viaje del 49, es decir cuando la pobreza de la guerra no había sido superada. Lo que me pregunté es cómo superaría esa noche de frío sin enfermarme. Con horror comprobé que el radiador de calefacción que funcionaba estaba tibio. Su ineficacia era absoluta.

De todos modos me preparaba para una opípara comida en el famoso restaurant. Cuando supe que el abogado vendría a conversar un rato «a las 9 y media, antes de comer», debí disimular mi impaciencia.

El abogado, Álvarez Prato, me pareció un hombre muy agradable. Era joven, inteligente, preciso y con sentido del humor. Me recordaba, no sé por qué, a un amigo del protagonista en alguna novela de Eça de Queiroz. De ninguna manera esta comparación es peyorativa. Las novelas de Eça de Queiroz son para mí gratísimas. Me explicó Junior que era hombre de vieja familia de estancieros y abogados. Estoy seguro de que es bastante pobre y decente. Me dijo que si había pleito lo ganaríamos; el demandante no tenía el campo encerrado; podía salir por otro camino, nosotros le habíamos ofrecido salir por el nuestro, si firmaba una declaración por la que reconocía que ese paso no significaba un derecho de servidumbre y él no quiso firmar la declaración.

Cuando se fue, entramos en el enorme, inhóspito comedor, con luces de neón, ventiladores con aletas, en el techo, y avisos de colores de un «pancho gigante». Había cuatro o cinco mesas ocupadas. Nos trajeron un carrito de fiambres oscuros, que parecían de utilería de algún viejo teatro. Me resigné a un jamón glacé, con un ananá que tenía una mitad de un color verdoso, de verdín. Después comí un bife con un puré de papas que no debió de contener papas, sino algún producto que las imitaba casi perfectamente en el color, pero no en el sabor. Cuando volvimos a los cuartos seguían tan fríos como antes. Hablé con el portero. Me aseguró que la calefacción andaba «a todo lo que daba». Elegí la cama de mejor (más duro) colchón, le sumé las tres frazadas de la cama vacía. La visita al baño fue una audacia fugaz. Aquello era, en cuanto a frío, un desfiladero. Me metí en cama. Por la respiración el frío me llegaba dolorosamente. Pensé que no enfermaría si tenía mucha suerte.

Sospecho que los cuartos estaban tan fríos porque no les mandarían calefacción hasta la llegada de los pasajeros. Éstos eran pocos.

A la mañana siguiente desperté bien, en un cuarto templado. Abrí las persianas, Había un sol radiante y un cielo muy azul. La gente que vi parecía abrigada, encogida y presurosa, Me enteré después de que la temperatura era de 6°.

Cuando íbamos a los tribunales con Junior, el abogado e Ibarbia, que acababa de llegar de Pardo, en una calle vi a un viejo flaco y alto, con aire de artesano decente. El abogado nos dijo:

—Ése es don Juan Arrastúa.

Del grupo sólo yo nunca había oído el nombre de esa persona. Me explicaron: Arrastúa tiene treinta y dos estancias, sesenta y dos mil cabezas de vacunos, ha sembrado este año quince mil hectáreas. Pregunté si había heredado algo o si se había hecho solo. Cada uno de los hermanos Arrastúa (don Juan es el mayor) heredó treinta hectáreas. Hoy el más pobre de los hermanos tiene siete mil. Don Juan es un hombre muy rico. Dos hijos se le mataron en accidentes: entonces se volcó al trabajo. En realidad, le gusta mucho. Nadie entiende de campo como él. En el Azul, cuando hay que repartir un campo entre varios, se le llama a don Juan para que haga los lotes. Don Juan siempre acepta el encargo y no cobra nada. Nadie duda de su buena fe y de su saber. Nadie le va a discutir si dice que una hectárea de tal potrero vale tres de tal otro. Tiene un hermano, Noel, que anda como un linyera. Un día viajó a Buenos Aires a comprar un campo; llevaba toda la plata encima. La policía detuvo el colectivo y pidió documentos. A él lo bajaron, por creerlo un croto. Cuando le encontraron toda esa plata encima no dudaron de que era el botín de un asesinato. Él pidió que llamaran a Azcona por teléfono. Cuando Azcona les dijo que lo soltaran, que tenían preso a uno de los más fuertes estancieros del Azul, los policías no podían creerlo.

Llegamos al tribunal. Ahí vi a uno de los dos hermanos Fabro, que hacían la demanda, y al abogado de ellos, de traje entallado, cruzado gris, con gruesos y grandes cuadros azules, corbata multicolor, pañuelo en el bolsillo de arriba, cabeza angosta, pelo entrecano, peinado con gomina, aplastado en lado y con alto y engominado jopo. En un meñique, un anillo con rubí. Nuestro abogado dijo que parecía un abogado de la mafia, en los Estados Unidos de los años treinta. Todos estuvieron amables.

Al leer nuestra respuesta, el abogado desistió de la demanda contra mí y la mantuvo contra Rincón Viejo. Cuando salimos se acercó, me dijo que mi profesión era sublime, que leía todos mis libros, que me quería entrañablemente, como a todos los escritores argentinos, y me preguntó por qué no reconocía ahí nomás la servidumbre de paso y todo quedaba arreglado. Le dije que no.

Nosotros fuimos a tomar un café en el Colegio de Abogados y después partimos a la estancia. Almorzamos allá, con la hospitalaria Josefina y con Fernando Ibarbia. Josefina dice que sus amigas, que ven fotografías del Rincón Viejo, le dicen que tiene suerte de vivir en un sitio así.

Citado por Junior, que no tiene pereza de pasar por tragos amargos, después del almuerzo llegó Montoya, limpísimo, paquetísimo: con una enorme rastra de monedas. Es un hombre cetrino, de cara de trazos firmes, pelo blanco, más bien corto, impecable pañuelo blanco al cuello, camisa celeste, la rastra y botas cortas. Nos saludamos efusivamente. Pronto Junior puso las cosas en su sitio, un sitio poco grato. Ahora o firma un papel en que dice que pasa por mi campo por gentileza mía o le cerramos la tranquera. Si él firma eso el otro no lo deja pasar por su campo, que está entre el mío y el suyo. En realidad, si no firma, ahora no tendrá inconvenientes porque durante el verano el otro camino de salida no se inunda; para el invierno, ya habrá fallado el juez; si falla a mi favor, podrá pasar porque se lo permitiré o porque habré perdido el pleito y tendrá derecho a pasar.

A las seis estaba en casa, en Buenos Aires.

Idiomáticas. Señor, persona de sexo masculino. Señora, persona de sexo femenino. «Los asaltantes eran dos. Un señor y una señora» (parte policial, leído en diario de Buenos Aires, el 3 de noviembre de 1981).

Me dijo que a quien realmente envidiaba era el judío errante. ¡Libre de la casa, de la mujer, de los chicos, del los chicos, del servicio doméstico! ¡De cuanto nos lleva a pensar que sin la muerte la vida sería intolerable! Si fuera el judío errante, después de un primer tiempo, siempre duro, pasaría largas temporadas en los mejores hoteles, auténticos palacios donde todos los huéspedes son libres.

Un viejo
. Un viejo me refirió que si compra algo para él siente que le debe explicaciones a su mantenida. Como no me dejaba convencer, por último explicó: «Siempre teme que se le achique lo que le voy a dejar» (en herencia).

En sus
Memorias
, Stuart Mill dice que hay que distinguir los actos
mala per se
y
mala prohibita
(que corresponden a las convenciones, etcétera).

Historias de mujeres
.

27 años, muy católica,
soubrette
. Ve a un brujo todas las semanas. Un día descubrió jubilosamente que esperaba un chico y, de acuerdo con su novio, fijaron fecha para el casamiento. Al poco tiempo apareció en casa con aire melancólico y, ante preguntas de Silvina, explicó que gente que no mlos quiere bien «le cortaron al novio abajo», Así, es claro, no pueden casarse. El muchacho, desesperado, no se deja ver, aunque ella le ha dicho por teléfono que tenga confianza, porque no todo está perdido. En efecto, el muchacho está en tratamiento: ella le explicó todo al brujo, que se ocupa del caso a la distancia.

45 años, viuda, madre de dos hijos, atractiva, de buena posición, eficaz administradora de sus bienes, una mujer de consejo para sus amigas. Tiene novio. Lo ve una o dos veces al año; no más porque él vive preocupado por sus padres, que son «viejitos». Lo ve cuando él la llama; ella nunca lo llama, porque eso a él no le gusta. Son novios desde hace cuatro años. Se han visto y acostado seis veces.

42 años, soltera, atractiva, de sólida fortuna. Hará unos quince años la dejó el amor de su vida: hombre casado, que entonces se divorció, para casarse con otra, con la que vive feliz. Ahora, de vez en cuando, la visita en su casa. Conversan; alguna vez el hombre le llevó algún regalo. Ella declara que han reanudado el amor.

32 años, estudiante, rubia, más bien atractiva. Unos la dejan porque temen enamorarse de ella; otros, «porque quieren encontrar a una chica seria, para casarse y tener hijos»; otros, sin explicaciones, porque ella se avino a salir con compromiso para nadie y a no llamarlos

Diciembre, 1981
. Noticia que debiera agregarse a edición escolar de cualquiera de mis libros
[12]
:

Para el alumno

Desconfiado estudiante, a este librito

no tienes que aprenderlo de memoria
.

Para eso, francamente, no fue escrito
,

ni para ser lectura obligatoria
.

Para el profesor

Ni con el torpe, de cabeza enhiesta
,

lo uses de instrumento de tortura
.

Tú inicias a la gente en una fiesta
.

No es otra cosa la literatura
.

1.º enero 1982
.
Cuento policial

Murió el pobre canario que a tu novia trajiste
.

Inútil que lo niegues, devorador de alpiste
.

Sueño
. Mi chica y yo nos encontramos con unos amigos míos que desde hacía mucho yo no veía: dos hermanos, el mayor alto y fuerte, el menor, alto y flaco, y una hermana, morena, de facciones regulares, grandes ojos, pelo corto y un cierto aire de mujer inteligente, precisa, de sentido práctico; tal vez abogada o médica, sin duda una doctora. Les dije a estos amigos con cuánto placer los veía y pensé: «No miento. Me traen los mejores recuerdos de la mejor época». Nos encaminamos a casa. Mi chica y la doctora iban adelante. Pude oír que mi chica los invitaba a quedarse a vivir con nosotros. «Hay cuartos de sobra», le decía. Yo hubiera querido que mi chica no se apartara tan pronto, porque me hubiera sacado de una situación incomodísima en que me hallaba: no podía recordar cómo se llamaban estos amigos. Siempre tuve huecos en la memoria, huecos donde se esconden los nombres de personas que encuentro después de ausencias más a menos largas y también, en ocasiones, los nombres que se me van de la memoria, en el momento de presentarlas a otros, corresponden a personas que veo frecuentemente. He notado que en los últimos tiempos estos olvidos son para mí casi inevitables.

Mi casa quedaba en la calle Rodríguez Peña, a la altura del 500. ¿O del 600? En todo caso, a mitad de cuadra y del lado de los números pares. Era un petit hotel de frente francés, en imitación piedra, bastante parecido a otro, contiguo, un poco más grande y suntuoso, con zócalo de piedra gris, que pertenecía a una familia muy amiga de mis padres y de mis abuelos. Yendo en dirección a la plaza del Congreso, nuestra casa era la segunda (¿o la primera?) de esas dos. La luz en la calle Rodríguez Peña, muy blanca en aquella hora, un poco lechosa, como de amanecer, me recordaba viejas fotografías desteñidas. No andaba casi nadie por la calle.

Al temor de que mis amigos descubrieran que yo no recordaba cómo se llamaban, se agregó el temor de que descubrieran que yo no recordara cuál era mi casa. Traté de entretenerlos en conversaciones insustanciales, para dar tiempo a mi chica, para abrir la puerta: ella también tenía llave. Lo malo es que ella conversaba con la doctora, como yo conversaba con los hermanos, y no se acordaba de abrir.

Había una diferencia: las dos mujeres estaban interesadas en lo que hablaban. Mi conversación con los hermanos languidecía, y en cualquier momento empezarían a preguntarse si yo no la mantenía nada más que para disuadirlos de entrar, para que me dijeran: «Bueno, hasta pronto». Empecé a notar cansancio, tristeza, en sus caras.

Como serpiente que se muerde la cola
. Estoy escribiendo con los mismos procedimientos,
mutatis mutandis
, que usé para mis primeros cuentos; para todos los horribles cuentos anteriores a 1940.

Un viejo enamoradizo, piensa en ellas
.

¡Con cuánto amor desean las mujeres

el traspaso veloz de tus haberes
!

Variante:

Entienden el amor esas mujeres

como pronta absorción de tus haberes
.

Query
. Leo: «Encadenar una muchacha sana». Corrijo: «Encadenar a una muchacha sana». Sigo leyendo: «a un hombre derruido». Recapacito: «Entonces, no. No voy a escribir 'Encadenar a una muchacha sana a un hombre derruido'… ». ¿Habrá que tratar a esa muchacha como si fuera un objeto y despojarla de la preposición
a
? Parece que sí. O ponerla en la frase anterior: «Encadenarla a un hombre derruido».

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