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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (13 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Varios cuadros de gran calidad habían pasado por la galería Kunsthandel. El último en aparecer había sido
Retrato de una dama
, de Ûte Firsch-Pieke.

—Sin embargo, la última transacción ha sido un poco extraña —dijo Boris, inclinándose sobre la mesa y adoptando un tono más bajo.

Julia se puso alerta al instante.

—¿Extraña en qué sentido? —inquirió, envarándose en el asiento.

—De entrada, no quiso que fuera a ver el cuadro a su casa. Lo trajo él mismo, empaquetado y listo para ser transportado. Sólo he visto una fotografía que me dio para el archivo.

—¿Cómo sabe que el cuadro iba dentro? —preguntó Julia.

—No tengo por qué desconfiar de un buen cliente —respondió Boris sorbiendo el licor—. El profesor es un hombre excéntrico, pero es un
buen
cliente. Hacerle abrir el embalaje sería toda una ofensa. La confianza es uno de mis lemas,
fraulein
Andrade.

»Sin embargo, noté un cierto cambio en
herr
Grosshinger —siguió diciendo—. No sé, quizá ansiedad, una dejadez inusual para él, siempre tan pulcro y tranquilo. Aceptó la primera oferta que le ofrecí por la obra y estaba volviéndose continuamente con sobresalto y escudriñando a cada uno de los visitantes que entraban aquí mientras hablábamos. El cuadro de la belga ha sido el último que ha puesto a la venta, y no ha vuelto a poner los pies en la galería desde entonces.

»Y lo más extraño —concluyó, sirviéndose un poco más de licor—, es que todavía no ha venido a cobrar el cheque.

La mente de Julia había estado absorbiendo cada una de las palabras de Boris Wilnitsky como una esponja y colocándolas en el rompecabezas, que seguía ofreciendo una imagen parcial, nada reconocible, pero cada vez más siniestra. Finalmente, no pudo contenerse.

—Pero ¿
quién
ha comprado el cuadro?

El súbito aumento de volumen que traicionó su nerviosismo casi hizo que su interlocutor derramara el contenido de la copita de cristal tallado y engranado de oro y verde. Posándola con sumo cuidado sobre un posavasos redondo que imitaba los medallones franceses de cerámica esmaltada, Boris se recostó en la silla y se quedó mirándola un momento. Cuando habló, lo hizo con un tono que denotaba desilusión.

—Siento no poder complacerla en esto,
fraulein
Andrade —dijo, mirando a Julia con reprobación—, pero creo que ambos conocemos las reglas del juego. No puedo revelar información confidencial de mis clientes, al igual que usted no lo haría con los suyos.

Julia estuvo a punto de gritar que sí, que le revelaría todo —sus clientes y sus aficiones, sus secretos bancarios y los de alcoba— si con ello conseguía el cuadro. Su vida dependía de eso, el mundo no era lo que parecía y que horrores sin nombre acechaban en la oscuridad desde tiempo inmemorial, esperando, trazando un plan tan diabólico como desconocido, eliminando a todos los infortunados que conseguían alzar el velo de Isis por un breve y pavoroso instante. Era su vida contra la de aquel payaso engominado y parlanchín que sorbía licor como si no le importara nada más en el mundo. Súbitamente furiosa, estuvo tentada de sacar el extraño bastón coralino, agarrar al tipo por las inmaculadas solapas y sacarle la información por la fuerza.

Sin embargo, bajó la cabeza, consciente de que la historia que todavía se estaba hilvanando era demasiado inverosímil y fantástica para ser comprendida. Si quería conseguir alguna cosa y solucionar el enigma, debía seguir las reglas del juego que Boris había mencionado y que ella había roto un par de días antes. Amenazar o agredir no haría sino complicar aún más una situación que no admitía más problemas.

—Lo siento —dijo con un hilo de voz mientras dejaba la pequeña copa en el posavasos—. Tiene toda la razón. Pero llevo mucho tiempo persiguiendo ese cuadro y ya empiezo a estar un poco desesperada. Me han traicionado los nervios —añadió alzando la vista y posándola en su enojado interlocutor.

La expresión de Boris se fue dulcificando y de nuevo afloró la ancha sonrisa del principio mientras asentía con la cabeza y emitía un ruidito de comprensión.

—No se preocupe,
fraulein
Andrade —dijo con un tono mucho más cálido—, los nervios pueden traicionar a cualquiera en este mundo loco del arte. Es una reacción del todo comprensible, y más teniendo en cuenta que acaba de llegar de Londres. De verdad que quisiera ayudarla, pero…

De súbito, se le iluminó la cara. Se levantó murmurando una excusa y desapareció por una pequeña puerta que había al fondo. Se oyó un trajín de cajones metálicos y papeles, y reapareció un momento más tarde con una carpeta en la mano.

—No puedo facilitarle el nombre del comprador —dijo con una sonrisa cómplice, agitando la carpeta en el aire—, pero nada me impide darle la dirección del vendedor. Tal vez haya algo que sea de su agrado en la colección del profesor. Sé que aún le quedan algunas obras y además —añadió extendiéndole una pequeña hojita rectangular que extrajo de la carpeta mientras le guiñaba un ojo—, creo que será muy bien recibida.

Julia cogió lo que resultó ser un cheque de una cifra nada desdeñable a nombre del profesor Grosshinger y se mantuvo en silencio, temerosa de romper la racha inesperada de buena suerte, mientras Boris escribía con diligencia la dirección del profesor en una hoja de papel con membrete de la galería. A continuación, el hombrecillo de pelo engominado sacó de un cajón un pequeño mapa de carreteras e hizo una fotocopia de la zona donde se encontraba la casa. Finalmente, lo metió todo en una carpeta que también portaba el anagrama de la galería y que dejó frente a Julia.

—El profesor Grosshinger vive en el Wienerwald —explicó mientras trazaba sobre el mapa con un rotulador la combinación adecuada de carreteras—. No tiene teléfono, por lo que es bastante difícil localizarlo, así como la razón de que su cheque esté aún aquí.

—¿El… Wienerwald? —inquirió Julia—. ¿Es un barrio de la ciudad?

—No, no —respondió Boris, sin levantar la cabeza del mapa—. Se llama así a los bosques que rodean Viena. Ahora está bastante urbanizada, aunque antes había sido sólo bosque. Es una región muy bonita, pero están construyendo demasiado y está cruzada por la carretera y la vía del tren, aunque han conseguido declarar Reserva Nacional los bosques que todavía están intactos.

—Parece bonito —afirmó Julia, evocando la imagen de un bosque con
morriña
. Hacía bastante tiempo que no paseaba entre árboles y la perspectiva era agradable, a pesar de las circunstancias.

—Oh, sí, lo es —exclamó Boris—.
Herr
Grosshinger adquirió una parte considerable de terreno antes de que la región empezara a degenerar, y su casa está en medio del bosque. Si no recuerdo mal, la residencia está muy cerca del río Traisen, en la zona donde solían cazar los príncipes.

El debate interno de Julia terminó con la conclusión esperanzada de que aún no estaba todo perdido. Dio las gracias, de manera demasiado calurosa a juzgar por el sonrojo que había aparecido en la cara de Boris tras ser besado a la española en las mejillas, recogió sus bártulos y abandonó la galería con brío renovado. La posibilidad de hablar con el profesor había avivado la diminuta llamita que parecía condenada a extinguirse tan sólo unos minutos antes. Por fin iba a poder entrevistarse con alguien que había poseído el cuadro, alguien que había estado en Londres y había comprado la tela y que, por lo tanto, tendría información de primera mano.

Las alas que le nacieron en los pies la impulsaron hacia el tranvía de color rojo y blanco que, con su traqueteo y sus bandazos, la llevó hasta la estación de tren del sur de la ciudad, la más próxima a la galería. Allí alquiló un Sköda Felicia de color rojo frambuesa, con el que se lanzó sin vacilar hacia la salida de la ciudad que conectaba con la Westautobahn A1.

—Ahí está —exclamó la mujer, señalando con el índice un pequeño parpadeo verde en la pantalla del portátil que descansaba sobre su regazo—. Parece que está en movimiento.

—Esta chica es muy activa, ¿no te parece? —inquirió con voz socarrona el conductor del todoterreno negro detenido en el área de descanso de la autopista austríaca—. Aún no hemos llegado y ella ya se está yendo.

—Da la vuelta y busca un camino para salir de aquí o se perderá la señal —replicó secamente la mujer—. Hemos de saber adónde se dirige.

Capítulo VIII

El sol seguía luciendo en un cielo azul intenso desprovisto de nubes. Las casas de Viena fueron dejando paso al verde del bosque, más desforestado a los lados de la autovía, pero que se intuía frondoso y umbrío. No era un bosque demasiado alto, sino una sucesión de colinas bajas pero tupidas, cubiertas principalmente de robles, hayas y otros árboles que Julia no supo reconocer. En las laderas que no estaban cubiertas por la arboleda había viñedos que más tarde, bien entrado el otoño, iban a dar unos vinos blancos que competían sin demasiado éxito con los alsacianos.

El asfalto se deslizaba veloz bajo las ruedas del silencioso y confortable coche. La sensación de ahogo y ansiedad que había sentido durante los últimos y aterradores días iba disminuyendo según se acercaba al desvío que enlazaba con la carretera secundaria que conducía a la propiedad del profesor Grosshinger.

Tras una larga curva, una estación de servicio y un puesto de policía local marcaban el esperado cruce. Sin saber por qué, la vista de los dos elementos cotidianos le aumentó la confianza, a pesar de que todavía desconocía la situación —
criminal
, pensó con un sentimiento de culpabilidad teñido de un regocijo inexplicable— en la que había quedado tras la incursión de Londres.

La carretera que se internaba entre los árboles trazaba un ángulo casi recto con la autovía y era mucho más estrecha que la anterior. El paso reiterado de coches y camiones había conseguido el llamado efecto túnel, un techo de verdor formado por ramas que se extendían como dedos y se entrelazaban por encima del asfalto un tanto cuarteado por las lluvias. El patrón de luces y sombras caprichoso y cambiante que dibujó sobre el parabrisas del coche le produjo un extraño desasosiego que enturbió un tanto la paz incipiente que acababa de hallar.

Las modernas urbanizaciones de casas adosadas y chalets de piedra y techo de pizarra fueron haciéndose cada vez más escasas a medida que se internaba en el bosque. La vegetación adquirió tintes mucho más salvajes que las grandes extensiones de hierba regada y cuidada que había dejado atrás. Aquí y allá, un granero o una casona de aspecto deshabitado se erigían contra un cielo que estaba empezando a cubrirse de nubes, impulsadas por el viento que movía las copas de los árboles cada vez más tupidos que bordeaban la carretera desierta. Al fin, cuando ya comenzaba a temer que se había perdido, el pequeño puente de piedra que había marcado Boris en el mapa apareció ante ella, y más allá, la casa de tejado gris medio cubierta por la hiedra del profesor Grosshinger.

De lejos, la casa no parecía muy grande y estaba rodeada por un muro de piedra que la hiedra y la vegetación lujuriosa habían engullido parcialmente. En un extremo se veía una gran verja de doble hoja de hierro oscuro.

Julia detuvo el coche frente a ésta y se apeó. El viento que hacía susurrar a los árboles le revolvió el pelo, y un torbellino de polvo y hojas muertas se levantó de la carretera para envolverla durante un instante y después alejarse danzando vertiginosamente como un fauno desatado. Buscó inútilmente un timbre por entre la hiedra, y al final decidió empujar el doble portalón metálico que se abrió como una boca chirriante.

Miró a su alrededor con aprensión, pero no se veía más que una vegetación espesa y los troncos oscuros de los árboles que oscilaban con el viento que iba en aumento. Entró en la propiedad en el coche y recorrió los casi cien metros que separaban la carretera de la casa con sumo cuidado, lanzando ojeadas a ambos lados con una cierta inquietud. Aparcó en la explanada que había frente al edificio, salió del automóvil y se quedó mirando la casa con atención.

El edificio de dos plantas estaba construido con piedra sólida y gris. Las ventanas que no estaban tapadas por la hiedra estaban cerradas y protegidas por postigos de madera desconchada. En la parte superior se podían ver dos claraboyas redondas que sugerían la presencia de un ático. La escalera de piedra que conducía a la entrada principal estaba cubierta de hojas muertas, y estaba flanqueada por dos enormes jarrones de piedra de cuyo interior brotaban plantas salvajes desbordadas. La puerta era un arco de cristales con bisel y listones a los lados que en su día había estado pintado de blanco y que ahora dejaba ver la madera carcomida.

Pero la atención de Julia no se centró en la aparente dejadez de la casa, sino en la llamativa cinta de plástico tricolor que cruzaba la puerta a distintas alturas y que tenía impresas, en letra grande y clara, las palabras
ACHTÜNG: POLIZEI, Eingang verboten
.

Si en ese momento la hubieran pinchado con un alfiler, lo más probable es que no hubiera sentido ningún dolor. Lo único que podía sentir era el descomunal peso que la doblegó y la obligó a sentarse en los escalones, mientras seguía mirando las palabras fatídicas con fijeza de autista.

El viento que seguía soplando con fuerza volvió a cubrirla con una capa de polvo y fragmentos de hojas secas y se llevó la última esperanza que había albergado. Julia cerró los ojos y notó que las lágrimas le corrían por las mejillas polvorientas, pero no hizo ningún esfuerzo para dominarlas, sino que dejó que fluyeran y arrastraran consigo las últimas gotas de energía que la habían sostenido.

Una ráfaga de viento especialmente fuerte la zarandeó. Se arrastró hasta el coche y se sentó en el interior, asiendo el volante con ambas manos y apoyando la cabeza en él. El silbido sordo del viento le llegaba amortiguado y el coche se mecía golpeado por ráfagas esporádicas. Más tarde, cuando ya no pudo llorar más, alzó la cabeza y se quedó mirando la casa con expresión vacía.

—Maldita sea —masculló entre dientes mientras daba un golpe al volante con cada palabra—, maldita, maldita, ¡maldita sea!

Había llegado demasiado tarde. Algo le había sucedido al profesor, y la posibilidad de aclarar el condenado asunto se había desvanecido para siempre. La extraña tardanza en el cobro del cheque tendría que haber despertado sus sospechas. Una persona acuciada por los acreedores no olvida con facilidad que una cantidad sustanciosa de dinero le está esperando a pocos kilómetros de distancia. La amabilidad demostrada por Boris y la esperanza de establecer contacto con Grosshinger habían hecho estragos en su sentido común.

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