Read Despertando al dios dormido Online

Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (50 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
3.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Entonces oyó las carcajadas histéricas de Isabel por el auricular del oído y supo al instante que algo iba terriblemente mal.

—¡Isabel! —gritó en el micrófono, al tiempo que disparaba dos tiros, fallando uno—. ¡Isabel, contesta!

Sólo se oyeron más risas altisonantes y ciertas palabras que le helaron la sangre. Un colosal estrépito la hizo meter la cabeza entre los hombros y vio trozos de ladrillo saltando en todas direcciones. Había perdido la concentración durante un par de segundos y el monstruo herido casi la había alcanzado. Rodó sobre sí misma y disparó dos veces más, alcanzándolo esta vez en pleno pecho. El ser cayó hacia adelante con un sonido húmedo, pero en su caída consiguió arañar con las enormes garras la pierna de Basia, que soltó un grito de dolor.

—¡Basia! —oyó que le gritaba Julia por el auricular—. ¡Basia!

Sobreponiéndose al ardiente escozor que le subía por la pierna herida, Basia se puso en pie y se dirigió hacia la puerta de acceso.

—Estoy bien, estoy bien —respondió entre jadeos—. Algo pasa con Isabel, Julia. Voy a bajar. De todas maneras, estoy casi sin munición.

—Voy contigo —oyó que respondía la otra, que estaba apostada en otra de las múltiples azoteas del
palazzo
—. Parece que ya no van a intentarlo por este lado. Hay mucho más movimiento en la zona que cubre Isabel.

Basia inició el descenso hacia el patio pero se detuvo a medio camino. De repente, se había acallado el clamor de los Profundos y el súbito silencio estaba roto únicamente por los continuos truenos y los disparos que seguían retumbando sin cesar. Aquello no presagiaba nada bueno. A toda prisa, volvió a subir hasta su posición en la azotea y examinó los alrededores con los binoculares. Los monstruos estaban quietos en las calles, como hipnotizados, con las cabezas alzadas mirando en una misma dirección.

Basia siguió la dirección y se encontró enfocando la silueta inconfundible de Santa Maria del Fiore. Una forma se movía con decisión y cierta dificultad sobre la cúpula mojada del
duomo
. Angustiada y desconcertada, observó trepar al monstruo hasta el orbe dorado que culminaba la catedral y lanzar desde allí un atronador bramido que resonó por toda la ciudad. La unísona respuesta de los atacantes fue aún más ensordecedora.

Basia se mordió los labios. A todos los efectos, la innecesaria acrobacia había sido una demostración de triunfo, una señal bastante inequívoca de que habían cumplido con la misión que se les había encomendado. Un sentimiento de furia se apoderó de la polaca. Guardó el arma corta y se descolgó el rifle que llevaba sujeto a la espalda por medio de un arnés. El largo cañón destelló con reflejos plateados bajo la luz de un relámpago. Se acercó al borde de la azotea, alzó el arma y apuntó con cuidado a través de la mirilla telescópica.

—Éste va de parte de Fabio —susurró la Guerrera entre dientes antes de hacer una profunda inspiración para equilibrar aún más el disparo.

El arma escupió una breve llamarada y el ser cayó dando tumbos por la cúpula y desapareció de la vista. El clamor del ejército de Profundos volvió como una ola, transformado esta vez en un incesante alarido de furia. La voz de un soldado sonó en el auricular.

—¡Se están retirando! —oyó que decía—. ¡Están volviendo a saltar al Arno!

El ataque había terminado. Descendió de la azotea con precaución y llegó hasta la galería, observando con preocupación los agujeros en la techumbre de los pórticos del patio del pozo.
Déjà vu
. Sacó la cabeza con cautela por encima de la balaustrada pero no alcanzó a ver más que los cuerpos inmóviles de dos Profundos. En el patio reinaba el silencio, lo que sólo hacía que aumentar su desasosiego. Decidió arriesgar el todo por el todo y bajó el último tramo de escalones a toda velocidad, cubriéndose tras una columna al llegar abajo.

Hasta sus oídos llegó entonces un suave canturreo que reconoció a la primera. Era la voz de Isabel entonando uno de los infernales cánticos de alabanza al Dios Dormido. Olvidando toda precaución, Basia se abalanzó hacia el origen del abominable sonido y la vio, tumbada al lado de uno de los cadáveres, mirándole casi con ternura mientras sus manos acariciaban las runas del garrote coralino.

—¡Isabel! ¡Por el amor de Dios, Isabel! —gritó mientras la zarandeaba con desespero. En la mirada de la española se veía brillar la locura, y se podía apreciar que lo que sus ojos estaban viendo no pertenecía ni a éste ni a ningún otro mundo que hubiera sido hollado por el ser humano.

—¡Julia! —llamó con desespero por el intercomunicador—. ¡Julia! ¿Dónde estás?

—Justo detrás de ti —se oyó a sus espaldas, haciéndola dar un brinco—. ¿Qué le ha pasado? ¿Está herida?

—No que yo vea —repuso Basia tras hacerle una rápida inspección—. Ayúdame a sujetarla, necesita la Estrella.

Esta vez, el camino de retorno a la cordura le resultó más difícil. Isabel tuvo que luchar contra las voces sugerentes, los cánticos infernales y las imágenes aberrantes que se superponían y se mezclaban en su mente. Trató de enfocar toda su debilitada voluntad en el símbolo estrellado, tan sólo una tenue mancha difusa que se alejaba con crueldad cada vez que conseguía acercarse un poco. La parte racional que luchaba contra la invasión de la demencia trataba por todos los medios de hacerla escuchar las palabras de una voz sosegada y conocida que la iba guiando hacia la esquiva estrella. Poco a poco, se fue disipando la densa niebla azulada que la rodeaba hasta que vio los rostros cercanos de Julia y Basia.

Se incorporó y se abrazó a las otras dos mujeres con la fuerza de una niña asustada. Sentía que había estado muy cerca de perderse para siempre. De pronto, recordó la profecía.

—¡Oh! Julia, ¡la profecía! —exclamó señalando con el brazo hacia la destrozada puerta de acceso al interior del
palazzo
—. ¡La profecía!

Julia la miró con cara de extrañeza y se volvió para encararse con Basia, pero ésta se limitó a devolverle la mirada con una extraña expresión en el rostro y se puso en pie, acercándose a la escalera con cuidado.

—Hay como mínimo tres o cuatro huellas en los escalones —anunció desde allí.

Julia se encaró de nuevo con la angustiada Isabel.

—¿Han conseguido entrar? —inquirió con un tono en el que se adivinaba el pánico.

Pero Isabel no conseguía hilvanar sus pensamientos. Las imágenes de las estelas esculpidas y su contenido llenaban su mente herida por completo.

—La profecía, la profecía… —sólo podía articular.

Julia dudó un instante, se quitó el medallón y lo pasó alrededor del cuello de Isabel, que volvió a soltar un respingo cuando la extraña piedra entró de nuevo en contacto con su piel. Julia notó cómo se relajaba entre sus brazos hasta que se sumió en la inconsciencia. Con cuidado, la depositó en el suelo y se incorporó. No podía hacer mucho más por ella, al menos por ahora.

Volvió la cabeza pero Basia ya no estaba en la escalera. Julia hizo una mueca de exasperación, le cogió la pistola y el cargador a Isabel y echó a correr en pos de la otra. Entró en la sala de los cuadros con las dos armas por delante, intentando discernir algo en la oscuridad reinante. Tan sólo vio los bultos sin vida de dos Profundos y un soldado con la cara destrozada por varios golpes. La puerta interior de acceso estaba abierta y en su interior resonaba aún la alarma. En el pasillo que comunicaba con la sala central, Julia encontró el cadáver de otro soldado cuyas manos cubiertas de sangre trataban de contener las vísceras que le asomaban de una enorme herida. Un poco más adelante, un Profundo y un soldado se habían empalado mutuamente en una lanza de oro.

Julia se dirigió al cuarto de seguridad que estaba al final del corredor y desconectó la alarma sonora. Ya no tenía sentido el tener el hiriente sonido zumbando en su cabeza. El silencio que siguió fue todavía más inquietante. Avanzó por los diferentes corredores, aferrando las dos pistolas y entonces, al llegar a la intersección que conducía a la sala de control, oyó los sollozos.

Presa de una repentina angustia, corrió los últimos metros e irrumpió en la gran sala abovedada, devastada por la lucha que había tenido lugar allí. Dos de las cuatro pantallas estaban hechas pedazos y las entrañas electrónicas se desparramaban soltando débiles chispazos. Varias mamparas de cristal estaban destrozadas y se veían cadáveres de soldados, técnicos y monstruos por doquier. Durante el período de enajenación de Isabel, un grupo de Profundos había conseguido penetrar en el centro de mando.

Pero a pesar del caos reinante, Julia sólo tenía ojos para la figura de Basia, sentada en el suelo, sosteniendo al padre Marini en su regazo. Sin pretenderlo, Julia encontró en su archivo artístico mental el referente pictórico perfecto: la Pietá de Miguel Ángel.

La cara del eclesiástico estaba cubierta de sangre, y se podían apreciar tres grandes heridas en el costado izquierdo. El corazón de Julia dio un vuelco al ver que todavía respiraba débilmente, pero los ojos de Basia, arrasados por las lágrimas, le indicaron con cruel claridad que no iba a poder sobrevivir.

Julia se arrodilló al lado del padre Marini y le cogió la mano: estaba fría y todo su cuerpo temblaba espasmódicamente debido a la profusa hemorragia. En ese instante, Marini abrió los ojos y las miró, primero a Basia con expresión de dulzura y después a Julia. Su rostro se contrajo y trató de incorporarse. Las dos mujeres trataron de impedírselo con suavidad, pero aún así no pudieron evitar el violento acceso de tos teñida de rojo brillante que precedió a sus palabras.

—Julia —susurró el padre Marini con voz sibilante—. Julia, recuerda siempre tu nombre.

Julia cruzó su mirada con Basia sin comprender. Entonces notó cómo la mano del padre Marini le agarraba la mano con extraordinaria fuerza.

—¡Tu nombre, Julia! —exclamó con el desespero reflejado en la mirada y en la voz, tosiendo y jadeando—. ¡Jamás olvides tu nombre!

Ésas fueron las últimas y desconcertantes palabras del hombre que se había entregado por completo para proteger a la Humanidad y que había dado su vida, emulando al Cristo redentor en el que había confiado por completo desde su ingreso como novicio en la orden benedictina. Los ojos oscuros se abrieron mucho, como queriendo abarcar toda la gran sala en una última mirada, quizá viendo en ese instante de transición la puerta que franqueaba el paso al hermoso mundo prometido por el Dios de los cristianos. Lentamente, su cabeza se inclinó hacia un lado y quedó allí, postrado sobre el regazo de la improvisada Madonna cuyas incesantes lágrimas iban diluyendo las marcas de sangre de su rostro y devolviéndole el aspecto de ángel que había tenido en vida.

Julia se desasió de la mano inerte del padre Marini con cuidado infinito y se alzó del suelo. Por extraño y cruel que pareciera, no encontraba sus lágrimas. El dolor de la pérdida era tan grande que parecía haber hecho implosión en su interior y sólo sentía un vacío en la boca del estómago y la sensación de que alguien la estaba agarrando por el cuello con fuerza brutal.

Se apoyó sobre una de las consolas de la sala, inspiró profundamente varias veces con los ojos cerrados y trató de concentrarse: sabía que debían seguir adelante, que debían continuar la lucha hasta el final, hasta que no hubiera ninguna posibilidad, hasta que absolutamente todo estuviera perdido. Pero la crueldad de la derrota hizo tambalear los pilares de la fe que la había sostenido hasta ese momento. El nudo que tenía en la garganta apretó con más fuerza, pero las lágrimas siguieron negándose a aliviar la insoportable presión con su húmeda presencia. Todo estaba perdido y quizá debiera guardar el llanto para el día de su propia muerte.

Un par de soldados aparecieron sosteniendo a un tercero. Después, un técnico salió tambaleándose de uno de los cubículos destrozados, con la cabeza ensangrentada. Otro soldado apareció con la inconsciente Isabel en brazos. Poco a poco, se fueron congregando en la sala todos los supervivientes del brutal ataque. Julia contó hasta cuarenta, pero después dejó de contar. Ya no tenía sentido enumerar las bajas. Habían sido vencidos y el número de supervivientes era un dato tan inútil como el hecho de seguir combatiendo contra un enemigo inagotable.

El súbito rumor que se alzó en la sala hizo que Julia mirara a su alrededor. Todos los allí presentes se habían puesto a rezar, inmóviles, algunos mirando con los ojos anegados en lágrimas a Basia y al cuerpo sin vida del padre Marini, otros con los ojos cerrados.

Las palabras del Padre Nuestro, quizá en cuarenta idiomas distintos, resonaron en la bóveda de la sala subterránea. Julia trató de recordar los versos sagrados sin conseguirlo. Un remolino de pensamientos y sensaciones contradictorias le impedía recitar la sencilla oración por el alma del fundador de
Gli Angeli Neri
. Finalmente, desesperada, cerró los ojos e imaginó el ruido de la marea alta entrando impetuosa en las rías de su Galicia natal. Y de nuevo, entre el rumor de las añoradas olas, escuchó la voz que había turbado sus sueños desde su más tierna infancia.


Julia

Cuando al fin se hizo el silencio, cada uno de los allí reunidos fue ocupando su puesto, tratando de limpiar, arreglar o simplemente quitar de en medio los escombros. Los soldados se encargaron de los muertos de ambos bandos.

Antes de que se llevaran al padre Marini, Basia le cogió el diminuto crucifijo de plata y se lo colgó al cuello. Parecía determinada y segura de sí misma, poseedora de un renovado vigor y una extraña calma. Cuando fijó sus gélidos ojos en Julia, ésta notó cómo un escalofrío le recorría la espalda.

—Vamos a terminar esto de una forma o de otra —anunció en voz alta, sin dejar de mirarla—. Hemos perdido esta batalla, pero todavía no hemos claudicado. Seguimos teniendo posibilidades, como mínimo, de librar un último combate, uno que tal vez signifique más de lo que hemos hecho hasta ahora.

»Sin embargo —siguió diciendo, alzando la voz y dirigiendo su mirada hacia los allí presentes—, no voy a obligar a nadie a seguir aquí. No sería ético ni creo que al padre Marini le gustara. Todos los que estáis aquí sois voluntarios y así lo seguirá siendo hasta que esto se acabe. Hay una última misión, la más peligrosa, la más mortífera. No sé si vamos a sobrevivir para contarlo, pero lo que sí sé es que voy a intentar cumplirla con el último hálito de vida que me quede. Si alguien quiere acompañarme, que esté preparado para salir dentro de tres horas.

BOOK: Despertando al dios dormido
3.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Lonely Hearts 06 The Grunt 2 by Latrivia S. Nelson
Sinful Cravings by Samantha Holt
Royal Revels by Joan Smith
Solo by Rana Dasgupta
Ruhlman's Twenty by Michael Ruhlman
Bound By Temptation by Trish McCallan
A New Life by Bernard Malamud