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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (49 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Por el camino se cruzó con un grupo de soldados que corrían hacia la salida cargando gran cantidad de rifles y cajas metálicas. Los técnicos y el personal que trabajaba en las salas cercanas estaban agolpados en las puertas, con las caras desencajadas, teñidas de rojo por la ominosa luz de emergencia que brillaba en el panel de acceso. Isabel adivinó que habían sellado las puertas electrónicamente y el detalle acentuó el miedo que sentía florecer en sus entrañas.

Al entrar en la sala de comunicaciones, se paró en seco al ver las imágenes que se proyectaban en las enormes pantallas de la bóveda. Al principio no pudo comprender qué estaba viendo, pues se lo impidió el surrealismo de las escenas de enormes seres parecidos a batracios deformes que se iban desplazando por la ciudad de Florencia, muchos de ellos armados con extraños tridentes o enormes mazas de un intenso color rojo coralino.

Tras unos segundos de incredulidad, Isabel se dio cuenta del significado de todo aquello. El
palazzo
Ariosto, quizá la ciudad entera, estaba siendo atacado por un enorme contingente de Profundos que seguían saliendo de las aguas del río Arno. Finalmente, el enemigo había decidido dejar de ocultarse y pasar al ataque abierto. «¿Y por qué no?», pensó inopinadamente Isabel, aún un tanto aturdida. Ya casi no quedaban humanos que les pudieran hacer frente, y para ellos, el tiempo también parecía ser un factor primordial.

—¿Cuántos equipos tenemos disponibles? —oyó que decía la voz del padre Marini, que ya estaba de vuelta en el centro de la sala, agarrando su crucifijo con fuerza mientras miraba los monitores.

—Tenemos un par aquí, pero ya he dado aviso al resto para que se den toda la prisa posible en regresar —respondió Basia desde uno de los terminales.

Las mandíbulas de Marini se tensaron. No fue necesario que dijera nada más. Estaba claro que no sería suficiente.

—Hay que contenerles cueste lo que cueste —dijo con un tono en el que se adivinaba la ansiedad—. Tenemos que ganar tiempo y retrasarles hasta que lleguen los equipos.

Basia se levantó del asiento y se encaró con el eclesiástico.

—No se preocupe, padre —dijo asiéndole por el brazo con suavidad—. Saldremos de ésta, aunque no va a ser fácil.

—Nunca lo ha sido —añadió la voz de Julia, que entraba en la sala en ese momento. Iba enfundada en un traje de combate negro y se estaba acabando de ajustar una sobaquera. Sus ojos miraron a Isabel con expresión vacía—. Voy a necesitar la estrella, Isabel.

La aludida le devolvió la mirada mientras sus manos agarraban el símbolo como si lo quisieran proteger. No había tenido tiempo de preguntar por qué no había más medallones, por qué sólo las dos mujeres llevaban la Estrella de los Ancianos colgada del cuello. El miedo le gritaba en los oídos con fuerza, incitándola a negarse, a conservar el talismán protector.

Miró a Basia y ésta le hizo una seña afirmativa con la cabeza. Intentando reprimir el sollozo que pugnaba por escapar de su pecho, Isabel se descolgó el medallón y se lo tendió a Julia, que lo cogió y se lo puso en completo silencio.

Marini contempló a las tres mujeres sin decir nada. Las palabras de la profecía volvieron a su mente. Sin proponérselo, al unísono, como impelidas por una fuerza invisible, las tres Damas se arrodillaron frente al eclesiástico.


In nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti
—invocó solemne el padre Marini, bendiciendo en el aire.


Amén
—contestaron tres voces.

La tormenta que se había desatado sobre Florencia rugía con una violencia inaudita. No había pausa entre los relámpagos y los truenos reverberaban en las estrechas calles de la sobrecogida ciudad con ecos que multiplicaban su fuerza. El ruido de la cortina de agua que caía del cielo resonaba entre los arcos del patio porticado con la potencia de una cascada. Isabel se parapetó tras una columna de la galería de la que saltaron esquirlas de mármol al recibir el impacto del tremendo golpe de maza. Saltó hacia un lado y se arrodilló mientras fijaba la mira de la pistola en el enorme cuerpo que ya se estaba girando hacia ella. Disparó dos veces e hizo blanco en la cabeza y el pecho de su atacante, que soltó un atronador gorgoteo inhumano antes de caer y quedar inmóvil en el suelo. Un nuevo relámpago iluminó la noche. Con el rabillo del ojo, Isabel vio la sombra de otro Profundo recortarse en la arcada que tenía más próxima a ella. Con más instinto que pericia, se lanzó al suelo y se revolvió como una gata hasta quedar boca arriba. La sombra enarboló el garrote y se acercó. Apretando los dientes, Isabel disparó dos veces más. El primer tiro destrozó la parte superior de la fuente, pero el segundo impactó en la cabeza y le obligó a retroceder. El movimiento lo dejó expuesto a la luz de los relámpagos, convertido en un blanco claro. Sin dudar ni un instante, disparó de nuevo a la cabeza. El grotesco cuerpo se desplomó salpicando la pared con una horrible casquería que la incesante lluvia empezó a diluir de inmediato.

Respirando entrecortadamente, Isabel aguzó el oído. A través del fragor del aguacero y de los incontables y casi continuos truenos le llegaban de manera amortiguada las detonaciones secas de más disparos y una algarabía de estremecedores sonidos en los que se mezclaban los gritos inhumanos de los atacantes con los de algún desafortunado defensor.

Isabel aprovechó la pausa para recargar la voluminosa arma con un nuevo cargador de balas modificadas. Llevaban ya casi una hora combatiendo. Habían podido contener el segundo asalto, pero estaba segura de que habría un tercero, tal vez más. El diminuto transmisor que llevaba en el oído cobró vida.

—¿Isabel? —le dijo la voz de Basia—. ¿Estás bien?

—Por el momento —masculló entre dientes, mientras acababa de ajustar el cargador—. ¿Cómo va por ahí fuera?

—No muy bien —contestó la otra mientras se oía el retumbar de dos disparos—. Son demasiados.

—Voy para allí —exclamó Isabel con decisión.

—¡No! ¡No, Isabel! —oyó que exclamaba Basia—. Te necesitamos ahí, como última línea de defensa. Si llegan al control central, estamos perdidos.

—Lo estamos de todas formas si os sobrepasan —repuso Isabel con tono seco. «No soy ningún obstáculo para esos monstruos —añadió para sí misma—, hasta ahora he tenido suerte, simplemente».

Se incorporó y se acercó a la destrozada columna con cautela, atisbando a ambos lados con el arma preparada. Bajó la escalera y se agazapó detrás de un arco del pequeño patio. Las farolas habían dejado de funcionar, pero los casi continuos fogonazos de los relámpagos lo alumbraban todo con una claridad estroboscópica.

El ruido de tejas moviéndose por encima de su cabeza le salvó probablemente la vida. Miró hacia arriba con el tiempo justo de ver las moles de dos seres deslizarse por el tejado y caer frente a la escalera. Sin dudarlo, Isabel disparó dos veces hacia ellos, alcanzando a uno en un hombro. El horrendo ser dejó caer el arma y soltó un estremecedor sonido borboteante que resonó con brutalidad entre las paredes. El otro inició un movimiento hacia Isabel, que volvió a disparar dos veces desde su posición. Esta vez falló los dos tiros. «Maldita sea», pensó exasperada. Aquellas obscenidades ambulantes eran casi tan grandes como un armario, y no iba sobrada de munición.

La réplica del monstruo fue un golpe de tridente que le pasó rozando el cabello. Con un grito de desespero y rabia, Isabel apuntó y disparó su última bala a la cabeza del horrible engendro, que se desplomó a sus pies como un fardo. Mientras recargaba no pudo hacer nada más que contemplar, aterrada, cómo el otro Profundo iniciaba una lenta subida por la escalera que acababa de abandonar. Los nervios la hicieron errar en el cambio de cargador, y para cuando el arma estuvo lista, el monstruo había hundido la puerta de entrada de un poderoso mazazo y había desaparecido en el interior.

Se incorporó como un resorte, pero un extraño sonido la detuvo. Precedidos por un surtidor de agua, dos Profundos más emergieron coleteando del pozo y aterrizaron con un golpe sordo sobre el suelo encharcado. Isabel corrió hacia la siguiente arcada, pero se volvió a detener en seco cuando otra sección del debilitado techo se hundió bajo el peso de un nuevo atacante que cayó ante ella entre una nube de trozos de teja y madera.

Alzó el arma y disparó, pero la maza de coral que enarbolaba el ser desvió el proyectil, haciendo saltar chispas de la pared vecina. Isabel tuvo que agacharse a toda prisa para evitar la brutal réplica que siguió a continuación, y rodó sobre sí misma para apartarse un poco más. Contaba con la exigua ventaja de que los movimientos de los monstruos eran lentos, pero sus ataques eran demoledores. No podía permitirse encajar ni un solo golpe, ya que con toda seguridad representaría el fin de sus días en este mundo.

Su oponente se volvió y se dirigió hacia su nueva posición dando los extraños saltitos que les hacían aún más inhumanos. La luz de un relámpago incidió en todo su renqueante horror e Isabel no pudo reprimir un grito de espanto. Falta de aliento, boqueando de una forma extrañamente parecida al ser imposible que se arrastraba en su dirección, Isabel consiguió encadenar dos disparos con éxito. Pero cuando el gran cuerpo cayó al suelo, Isabel se quedó sin fuerzas, jadeando de forma descontrolada e incapaz de mover un solo músculo.

Ni siquiera el ruido de nuevos atacantes cayendo desde el tejado pudo inducir la necesaria dosis de adrenalina que parecía haber abandonado su cuerpo por completo. Su mirada estaba fija en los bestiales rasgos del último atacante, cuya horrible cabeza deforme estaba a escasos centímetros de la suya.

Los ojos sin expresión y sin párpados que parecían escudriñar su interior le provocaban continuos escalofríos, y una serie de imágenes blasfemas y de terrible significado estaban pugnando por aflorar en su mente. Los ecos de los poemas de Al-Azif reverberaron con fuerza renovada, las runas de las estelas de las fotografías se transformaron en fonemas perfectos y de pronto, las insidiosas líneas que algún desconocido profeta había cincelado incalculable tiempo atrás cobraron significado.

La Profecía de las Cuatro Damas estalló en su cabeza con un fogonazo cegador.
Y vio al Dios Dormido en la ciudad sumergida y las legiones que Le adoran y que guardan Su Sueño de eones hasta el día de Su Despertar. Y rió, rió extasiada ante Su Presencia, y quedó prendida de Su Poder y la Gloria de Su Despertar…

Últimos dos cargadores. Basia se mordió los labios con frustración. Aquello era mucho peor que la batalla de Innishshark. Los Profundos estaban ganando terreno, y la oscuridad reinante en Florencia, aunque rota por los innumerables relámpagos, no ayudaba demasiado para localizarles. Los soldados habían colocado unos aparatos emisores de la misma luz azul que utilizaban en las mirillas de los rifles en varios puntos del
palazzo
, gracias a la cual podían ver con más claridad a un enemigo cada vez más numeroso y al que no parecía preocupar las importantes bajas que estaba sufriendo. El clamor de los seres era ensordecedor y en ocasiones conseguía tapar casi por completo la sinfonía de truenos que retumbaban por encima de los tejados de la capital de la Toscana.

Cuando había llegado a su posición de defensa en una de las múltiples azoteas, Basia se había quedado helada durante un breve instante. El increíble espectáculo que se desplegaba ante sus ojos parecía más propio de la actuación de delfines de un parque acuático. Impulsados por las potentes membranas de sus pies palmeados, decenas de monstruos emergían del agua del río alcanzando la orilla con un salto único y poderoso. Algunos incluso habían llegado hasta los tejados más bajos de los edificios que colindaban con el caudaloso Arno. Pero ahí acababa todo el parecido de las aberraciones con la de los gráciles mamíferos marinos. Las tremendas garras y las poderosas armas que enarbolaban mientras avanzaban por las calles de la ciudad les diferenciaban con inequívoca claridad.

A lo lejos se veían los potentes focos de luz que portaban los helicópteros con las tropas de combate, que se habían tenido que desplegar por la zona dado el cuantioso número de atacantes que estaban aterrorizando a los escasos habitantes florentinos, que corrían despavoridos tratando de huir de la ciudad y de la inconcebible pesadilla en que se había convertido el mundo.

Todo parecía seguir un plan perfectamente concebido, nada característico de los Profundos, más intuitivos que inteligentes, más animal que ente sapiente. Había
alguien
orquestando todo aquello, alguien que conocía a la perfección a los humanos y sabía que el mejor resultado se lograría disgregando a
Gli Angeli Neri
en pequeños grupos, que de otra forma, dada su tecnología armamentística, eran casi invencibles.

El primer nombre que le venía a la cabeza era Wilhem Thaddeus Marsh, pero algo le decía que tenía que haber
alguien más
tras el insospechado y brutal ataque. Marsh había desaparecido sin dejar rastro tras el hundimiento de la costa este del continente americano, y ni siquiera
ellos
tenían tantos recursos como para organizarse tan rápidamente. Esta vez tenían un objetivo muy claro y una prisa inusitada por acabar con la única resistencia armada, algo desconcertante y poco estratégico si se tenía en cuenta que el plan de Shub Nil Al-raz estaba funcionando a la perfección. Tan sólo era cuestión de tiempo, muy poco tiempo, el que ya no hubiera oposición suficiente para frenar sus planes de reconquista. Entonces, ¿por qué salir al descubierto? ¿Por qué no esperar un poco más y disfrutar del triunfo desde lo alto de la inmensa pila de cadáveres que sería en breve la raza humana?

Un par de Profundos que consiguieron alcanzar la azotea en ese momento hicieron que Basia dejara de barajar hipótesis y preguntas sin respuesta y se centrara en lo que estaba intentando hacer desde hacía horas: sobrevivir.

No iba a ser fácil. Los atacantes iban disminuyendo, pero todavía eran muchos. Los equipos de la organización vaticana habían sufrido numerosas bajas y con cada nueva pérdida disminuían exponencialmente sus posibilidades de frenar el avance imparable del enemigo.

Disparó al que tenía más cerca. Blanco en la cabeza. Basia cambió de posición y recargó el arma mientras lo hacía. Sólo le quedaba un cargador. En total, diez enemigos podían caer si conseguía otros tantos aciertos letales. Inspirando profundamente, se incorporó y apuntó al otro atacante, que ya estaba a medio camino de su posición, con el garrote de coral en alto.

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