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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (52 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Alzó la cabeza y miró a su alrededor. Basia, desde el asiento de copiloto, miraba hacia atrás de vez en cuando con expresión preocupada. Isabel estaba sentada frente a ella con la mirada perdida y asía el medallón con las dos manos. Los exhaustos soldados, algunos de ellos heridos en la anterior batalla, dormitaban en sus arneses o miraban al frente con el rostro desprovisto de expresión.

Todo había ido demasiado rápido. No había resultado nada fácil el conseguir viajar hasta la remota región de las antiguas repúblicas rusas. Habían trasladado la mayor parte de los efectivos en los transportes de la organización hasta Ankara, en Turquía. Allí habían «pedido prestados» varios helicópteros de combate rusos MIL Mi-6 Hook de una base soviética para poder alcanzar las inhóspitas tierras de lo que una vez fuera el centro de comercio de toda Asia Central.

No había habido ninguna oposición. Los aeródromos militares también estaban desiertos. El mismo panorama aterrador de piras funerarias humeantes y cadáveres descomponiéndose por doquier que vieron en Florencia se repetía una y otra vez. Desde el aire, sólo se veía desolación y muerte en los pueblos que sobrevolaron. Tampoco parecía quedar nadie vivo en la ciudad de Bukhara, absolutamente nadie, tan sólo unas cabras abandonadas que pacían entre las hierbas ralas y que huyeron despavoridas al ver acercarse los imponentes helicópteros.

Horas más tarde, el pico del monte Gora Takhku se deslizó a pocos metros de las panzas de los veloces transportes rusos. Los tres aparatos penetraron como ruidosas aves verdes en un enorme valle flanqueado por las cordilleras de Aqtav y Nurata, tras las que brillaban las aguas azules y saladas del lago Aydar. Poco tiempo después sobrevolaron la ciudad de Nurata, pasando por encima de las incontables madrasas que destacaban de la arena únicamente por las cúpulas color azul turquesa de los minaretes y siguieron internándose en el desierto, buscando la zona en la que Baxter había situado las ruinas donde presumiblemente se encontraba la Sacerdotisa.

Cuando el sol iniciaba su descenso hacia el horizonte, el dispositivo de localización en el que habían introducido las coordenadas aproximadas empezó a destellar. Estaban cerca. Basia pidió a los pilotos un patrón de vuelo de búsqueda y los aparatos empezaron a describir una serie de círculos y espirales concatenadas que cubrían toda la zona. Al rato, la señal de radio de uno de los helicópteros indicó que había un grupo de edificios que parecía concordar con las descripciones del diario. Basia ordenó una pasada de reconocimiento. El Mi-6 Hook se fue aproximando hasta las estribaciones de la cordillera de Nurata con precaución.

A la sombra del pico Gora Takhku, en una depresión arenosa que no parecía tener un acceso fácil, se elevaba un extraordinario conjunto de ruinas de grandes dimensiones, casi completamente sumergido en el mar de arena. Podía tratarse de otros restos cualquiera, pero el instinto de Basia le decía que la inusual forma de las cúpulas y los arcos que asomaban con timidez de las pequeñas dunas rojizas, junto con la posición relativa a la ciudad de Nurata indicada por el GPS, las hacía candidatas ideales para ser el objetivo que andaban buscando. Nada de lo que habían sobrevolado con anterioridad se asemejaba al vasto conjunto arquitectónico semienterrado que sobrevolaban en esos momentos.

—¿No podremos aterrizar ahí abajo, verdad? —le consultó al piloto.

—Lo dudo —contestó éste, meneando la cabeza y sujetando la palanca de mando del vetusto helicóptero con fuerza—. Estos trastos son demasiado grandes. No obstante, un kilómetro más abajo hay una planicie que podría servir.

Basia frunció el ceño y observó el terreno con atención. No le gustaba la idea de ascender a pie por las laderas rocosas de la cordillera. Los recovecos sumidos en sombras eran lugares perfectos para sufrir una emboscada. Pero no había más opción y debían llegar hasta las ruinas antes de que se pusiera el sol.

—Aquí Líder uno. Vamos a descender. Todos los equipos preparados —exclamó en el micrófono del casco.

A su señal, los tres helicópteros aterrizaron levantando torbellinos de arena.

Observatorio astronómico del «Roque de los Muchachos», esa misma tarde

—¡Dios del Cielo!

La exclamación a sus espaldas hizo dar un brinco a Pablo. No había oído la llegada del cura. La montaña de gráficos y fotografías que tenía a su lado cayó al suelo y se desparramó formando un abanico de colores brillantes. Algunas fueron a parar a los pies del párroco que iba, como de costumbre, cargado con una gran bolsa de papel. Sus ojos, muy abiertos, saltaban de una pantalla a otra, analizando los datos y las imágenes aterradoras que se reproducían una y otra vez con cruel obstinación. Una serie de dígitos, en el extremo de uno de los monitores, desfilaba velozmente hacia el cero.

—¿Tan poco tiempo? —inquirió con voz queda.

Pablo se frotó las sienes con suavidad. El dolor de cabeza que tenía se había convertido en un zumbido sordo y notaba el estómago contraído y duro como una bola de madera.

—Me temo que sí, padre —respondió con voz hueca.

El padre Alonso depositó la bolsa encima de la mesa que tenía más cercana. Durante un breve instante, se apoyó con ambas manos sobre ella y cerró los ojos. Pablo esperó en silencio, incapaz de reaccionar ante la magnitud del desastre que se avecinaba.

—Debo volver a la iglesia para hacer una última llamada —dijo finalmente el párroco mirándole con fijeza—. Pero te prometo que volveré aquí
antes
de que ocurra.

—¿Por qué molestarse, padre? —exclamó Pablo con una cierta acritud—. Hay mucha más gente en la isla que le necesita más que yo.

—Es cierto, Pablo —repuso el párroco sin apartar la mirada. Su mano se posó en el picaporte de la puerta de salida—. Pero ellos se tienen los unos a los otros y tú estás solo. Y
nadie
debería morir solo.

Julia contempló casi con afecto la monstruosa quijada ensangrentada que yacía a pocos pasos del alero de roca bajo el que se ocultaba. El indescriptible horror que en otro animal hubiera sido la dentadura lucía todavía jirones sangrantes de su última víctima, uno de los veintiséis soldados que componían la expedición. El primer encontronazo se había saldado con el trágico balance de seis muertos y dos desaparecidos.

Los temores de Basia se habían hecho realidad. Habían sido sorprendidos mientras ascendían por las estribaciones del Gora Takhku por tres criaturas aladas que habían caído sobre ellos como águilas monstruosas. Al ser inmunes a las balas modificadas, habían perdido un tiempo precioso cambiando de arma y eso les había costado la vida a seis hombres, destrozados en un instante por las poderosas mandíbulas y las garras de los monstruos.

Habían logrado abatir a uno de los
byakhees
y herir a otro, pero no habían podido impedir que agarraran a sendos soldados y alzaran el vuelo con increíble rapidez. Todos conocían el aterrador destino de los infortunados cuyos alaridos desesperados se fueron apagando en la distancia. Sin embargo, Julia no sentía tristeza por la pérdida de vidas humanas, sino por la muerte de la fabulosa criatura a la que, no obstante, no se atrevía a tocar. «Han matado a un Guardián —pensó mientras notaba las lágrimas correr por su rostro—, esto nos costará muy caro.»

Tras recuperar el aliento y amontonar unas cuantas piedras encima de los cadáveres de los soldados para impedir que los carroñeros que ya estaban apareciendo en la lejanía se cebaran en ellos, el diezmado grupo reemprendió la marcha. Según lo anotado por Baxter, debían estar ya muy cerca, y la presencia de los monstruos lo había confirmado. Quince minutos más tarde, los hombres que marchaban en vanguardia indicaron que habían llegado a su destino. Ante ellos se alzaban las ruinas que había descrito el profesor en su diario.

Habían transcurrido más de cincuenta años desde su descubrimiento, pero las cualidades del desierto habían preservado perfectamente las imponentes estructuras que desafiaban al tiempo con sus torres, cúpulas y arcos gastados por la erosión, pero en los que aún se distinguían a la perfección los increíbles bajorrelieves que habían despertado el interés del malogrado arqueólogo.

La noche se estaba acercando con rapidez, y la luz dorada del ocaso otorgaba un aspecto aún más irreal a las descarnadas paredes de ladrillo y piedra. Poco a poco, el grupo se fue internando en las ruinas, asegurándose de no dar ningún paso más en falso. Julia les seguía con cierta inquietud, pues nada más pasar por debajo del primer arco había empezado a notar una corriente de aire frío que provenía de algún lugar más al interior. Sin embargo, parecía ser la única que sentía el extraño fenómeno. Los soldados, Basia e Isabel avanzaban con cautela pero sin dar muestras aparentes de sorpresa. Esta última iba mirando con los ojos muy abiertos todas las historias que narraban los antiguos muros del templo. Julia sintió un súbito desprecio por la periodista cuando vio cómo agarraba el medallón que ella misma le había dado. ¿Por qué anular las increíbles sensaciones que provocaba el despertar de los nuevos sentidos? ¿Acaso no quería desgarrar el velo de Isis y conocer, por fin, la verdad que le había sido ocultada durante tanto tiempo? Entonces recordó las palabras de su propio padre cuando ella era pequeña y estaba aún luchando por mantener su equilibrio mental incólume. «Nunca será una de los nuestros.» No, probablemente Isabel tampoco iba a serlo, ni siquiera Basia. Sólo ella, Julia Andrade, era la elegida para honrar y servir al Dios Dormido. Un súbito interrogante se abrió paso por entre los caóticos pensamientos. ¿Por qué el padre Marini había insistido en el recuerdo de su nombre?

La evocación del sacerdote creó en el inconsciente de Julia un pequeño hueco de duda. De nuevo, la escasa cordura que aún le quedaba logró dominar el caballo desbocado de la locura que atenazaba su mente y le pareció despertar de un extraño sueño. La placidez que sentía se trocó en terror cuando se dio perfecta cuenta de lo que había estado pensando unos instantes antes. Lanzó una cautelosa ojeada a sus compañeros, pero nadie la estaba mirando. El nudo que sentía en el estómago se endureció un poco más. Estaba perdiendo el control de su mente y no se atrevía a confesárselo a nadie por miedo a que la obligaran a tocar la Estrella. En lo más profundo de su ser, estaba convencida de que ya era demasiado tarde, y sabía que si tocaba la piedra caída del cielo el dolor subsiguiente sería incluso peligroso para su vida. Trató de rezar, pero tenía la mente embotada y acabó musitando una letanía confusa mientras arrastraba los pies tras el grupo. El viento frío iba arreciando y se percibía en el ambiente una ligera fetidez que le resultó altamente familiar.

Siguieron avanzando por entre los arcos y las cúpulas, registrando metro a metro todos los intersticios con las potentes linternas que habían sustituido a la luz del astro solar que se ocultaba ahora tras los picos de la cordillera. A sus espaldas, una luna tímida asomaba por el horizonte, y su resplandor confirió vida a los petroglifos que ornamentaban los muros y los arcos, historias de un pasado perdido en la oscuridad de los tiempos y que tal vez iba a convertirse en el nuevo y funesto futuro de la humanidad.

Julia se lamió los labios agrietados por el calor y usó el pantalón para secarse las palmas de las manos sudorosas con las que seguía aferrando el arma que todavía no había disparado.

Una señal de Basia les detuvo en seco. Un soldado había descubierto un túnel que descendía hacia el corazón de las ruinas. Julia miró a su alrededor y vio que se hallaban en una pequeña plaza. En el centro, ocupando casi todo el espacio, se elevaba un pedestal coronado por un descomunal soporte para libros de oración. Subrepticiamente, Julia se acercó hasta el
lavkh
de piedra y pasó los dedos por la rugosa superficie. «Aquí estuvo el Libro», pensó mientras un escalofrío le recorría la espalda y la embargaba un sentimiento de añoranza.
¡Qué hubiera dado por estar allí con los demás acólitos, leyendo los pasajes de las antiquísimas páginas e invocando los poderosos nombres olvidados y malditos durante tanto tiempo!

El movimiento del grupo la obligó a apartarse del extraordinario monumento. El túnel descubierto coincidía con la historia de Baxter y además, Julia notó que era la fuente de la corriente de aire que cada vez era más helado. Uno a uno,
Gli Angeli Neri
fueron entrando en el túnel que penetraba en las entrañas del desierto uzbeco. Las luces erráticas de las linternas danzaban ante ellos como una coreografía de luciérnagas y dejaban tras de sí la pared manchada con una extraña fosforescencia remanente que hacía cobrar vida a los bajorrelieves.

El túnel desembocó en una sala labrada en la roca, húmeda y fría, cuyo suelo de fina arena estaba salpicado por charcos de agua que se desprendía perezosa de las enormes estalactitas que pendían del techo. Las linternas incidieron brevemente sobre el conglomerado de formaciones rocosas de la gruta y fueron convergiendo, finalmente, en el extraordinario arco de piedra que se elevaba al otro extremo de la cavidad.

Formado por losas esculpidas profusamente y colocadas con precisión matemática, un semicírculo de roca rodeaba lo que a todas luces parecía ser una puerta de piedra de grandes proporciones. Julia reconoció los signos que estaban posicionados en los cuatro cuadrantes de la gran losa de inmediato. Era la misma escritura vagamente cuneiforme que ostentaban las losas de piedra de los pozos.

Con una súbita exclamación, Isabel se acercó hasta el portal y pasó los dedos por las arcanas inscripciones, mientras Julia observaba con envidia cómo sus labios deletreaban las terribles sílabas en silencio.
¿Por qué no poseía ella esa habilidad? ¿Qué debía hacer para demostrar a su Dios que estaba dispuesta a servirle con mucho más que su alma?
Julia maldijo en silencio el papel que le había tocado interpretar en aquella malhadada obra.

—¿Puedes leerlas, Isabel? —preguntó Basia.

Ésta sacudió la cabeza, dubitativa.

—Sé lo que dicen, pero no soy capaz de pronunciarlas —respondió—. Lo siento.

Julia vio su oportunidad al instante.

—Dejadme probar —dijo con un tono estudiadamente neutro, mientras se acercaba a la losa.

Basia la interceptó de inmediato.

—Julia, no creo que debas hacer esto —dijo mirándola con fijeza y sujetándola suave pero firmemente por un brazo—. La última vez casi te pierdes para siempre.

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