—Cuando todos hayamos llegado al fondo —dijo Buliwyf—, podremos atacar a la madre de los
wendol
en las cuevas del trueno.
Dijo esto con un tono tan tranquilo como si estuviera ordenando a una esclava la preparación de un guisado común o de cualquier otra tarea doméstica. No dijo después nada más y emprendió el descenso.
Describiré cómo efectuó este descenso, que yo hallé notable, aunque los nórdicos no lo consideren nada extraordinario. Me dijo Herger que utilizan este método para recolectar huevos de aves marinas en ciertas épocas del año, cuando estas aves construyen sus nidos en la pared del acantilado. He aquí cómo proceden. Se rodea con un cinto suelto la cintura del hombre que hará el descenso y el resto de los hombres se esfuerza por bajarlo despacio. Entre tanto, el hombre aferra, para sostenerse, la segunda cuerda que cuelga contra la pared del acantilado. Además lleva un grueso palo de madera de roble que tiene en un extremo una lengua o estribo de cuero con el cual se lo cuelga de una muñeca. Este palo es utilizado a manera de bastón para desplazarse en un sentido u otro, a medida que baja por la superficie rocosa.
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A medida que bajaba Buliwyf aparecía cada vez más pequeño ante mis ojos y vi que manipulaba el cinto, la cuerda y el palo con gran destreza. Diré que no me había equivocado al juzgar la empresa extremadamente peligrosa, pues comprobé en aquel momento que requería mucha práctica.
Por fin llegó, sano y salvo, al pie del acantilado y se colocó sobre el estrecho saliente lavado por la espuma. Se le veía tan pequeño que apenas pude ver que estaba agitando una mano para comunicarnos que estaba bien. En seguida se procedió a izar el cinto y también el palo de roble. Herger se volvió entonces hacia mí y me dijo:
—Ahora bajarás tú.
Le dije que no me sentía bien. Añadí que preferiría ver cómo descendía otro con el fin de estudiar mejor la manera de hacerlo.
Herger respondió:
—Cada descenso resulta más difícil, porque queda aquí un número de gente para bajar menor del que desciende. El último de los nombres no puede valerse del cinto y este hombre será Etchgow por tener brazos de hierro. Es en señal de nuestro favor hacia ti que te permitimos ser el segundo hombre que baja. Baja, pues.
Vi en la expresión de sus ojos que no había esperanzas de postergar la empresa. Me colocaron, pues, el cinto, tomé el palo entre las manos, que estaban resbaladizas de sudor, como todo mi cuerpo y, tiritando en medio del fuerte viento, salvé el borde del acantilado y por última vez vi a los cinco nórdicos que quedaban arriba sosteniendo la cuerda, hasta que los perdí de vista. Empecé a descender.
Había tenido intención de elevar numerosas plegarías a Alá, así como de registrar en el ojo de mi mente, en la memoria de mi alma, las muchas experiencias que vive un hombre mientras cuelga de una cuerda al bajar junto a un acantilado rocoso y azotado por el viento. Sin embargo, tan pronto como dejé de ver a mis amigos del Norte allí arriba, olvidé todas mis intenciones y sólo pude repetir «Loado sea Alá» una y otra vez, como un demente o alguien tan anciano que su cerebro ha dejado de funcionar o, en fin, un niño o un tonto.
En verdad recuerdo poco de lo que ocurrió. Sólo lo siguiente: que el viento empuja a una persona de un lado a otro junto a las rocas con tal velocidad que el ojo no logra enfocar la pared y ésta aparece como una mancha gris y borrosa, que muchas veces me golpeé contra la piedra, dándome en los huesos, cortándome la piel, que en una oportunidad me golpeé en la cabeza y vi puntos blancos y brillantes como estrellas frente a los ojos y creí desmayarme, pero no me desmayé. Al cabo de un tiempo, que en verdad se me antojó toda una vida, llegué por fin al pie del acantilado. Y Buliwyf me aferró de un hombro y me dijo que lo había hecho muy bien.
Volvieron a izar el cinto y las olas rompían sobre mí y sobre Buliwyf, a mi lado. Debía ahora luchar por mantener el equilibrio sobre aquella roca resbaladiza y concentré tanto mi atención en ello que no observé el descenso de los otros. Mi único deseo era evitar que me arrastrasen las olas mar adentro. Vi en verdad, con mis propios ojos, olas tan altas como tres hombres en pie el uno sobre los hombros del otro, y cada vez que rompía una de ellas me quedaba un instante semidesmayado en medio de un torbellino de agua helada que giraba en torno de mí. Muchas veces me derribaron y estaba empapado y tiritando de tal manera que me castañeteaban los dientes como el ruido de cascos de caballo al galope. El castañeteo era tan intenso que no podía hablar.
Por fin todos los guerreros de Buliwyf hicieron el descenso y todos estaban sanos y salvos, siendo Etchgow el último en bajar, utilizando la fuerza bruta de sus brazos. Cuando por fin estuvo en pie junto a nosotros, le temblaban las piernas, sin control, como las de un nombre en los estertores de la muerte. Debimos esperar algunos minutos hasta que se recobró.
Entonces habló Buliwyf:
—Entraremos en el agua y nadaremos hasta la cueva. Yo iré el primero. Llevar las dagas entre los dientes, dejando así los brazos libres para luchar contra la corriente.
Estas palabras llenas de nueva locura me llegaron en momentos en que no podía soportar nada más. A mis ojos el plan de Buliwyf era una insensatez infinita. Vi las olas que se batían, rompían contra las rocas agudas. Las vi retirarse con el impulso que da la fuerza de un gigante, sólo para recobrar luego su poder y volver a romper con un fragor de trueno. En verdad observaba y no podía creer que nadie pudiese nadar en esas aguas, sino que, por el contrario, se estrellarían en mil astillas de huesos al instante.
Con todo, no opuse resistencia, ya que estaba más allá de toda posibilidad de comprender nada. Según creía, estaba tan próximo a la muerte que no importaba que me aproximase más aún. Tomé, pues, la daga y me la metí en el cinturón, ya que me castañeteaban los dientes de tal manera que no podía llevarla entre ellos. En cuanto a los nórdicos, no dieron muestras de sufrir de frío o de fatiga, sino que acogían cada nuevo golpe de olas como si fuera un baño vigorizante. Además sonreían llenos de entusiasmo al pensar en la batalla próxima y esto último me hizo odiarlos en aquel momento.
Buliwyf estudiaba el movimiento de las olas, esperando el momento oportuno, y cuando éste llegó, dio un salto dentro de la espuma. Titubeé y alguien, según he creído siempre desde entonces Herger, me empujó. Caí muy hondo en un mar enfurecido de una frialdad paralizante. Sentí que giraba en varios sentidos y no vi nada más que agua verde. Entonces distinguí a Buliwyf agitando los pies bajo el agua. Yo le seguí y juntos atravesamos una especie de pasaje entre rocas. Todo lo que él hacía lo hacía yo. He aquí lo que hicimos:
Durante unos momentos, el oleaje tiraba de él tratando de arrastrarle mar adentro y también a mí. En estos momentos Buliwyf se aferraba con ambas manos a una roca para resistir la corriente. También yo hice esto. Me aferraba con todas mis fuerzas a las rocas y sentía que se me reventaban los pulmones. En el instante siguiente cambiaba la dirección del oleaje y tiraba en el sentido contrario, como antes, y me sentía empujado a una velocidad increíble, rebotando sobre rocas y obstáculos. Otra vez cambiaba la dirección de las olas y me veía obligado a seguir el ejemplo de Buliwyf y aferrarme a las rocas. Puedo asegurar que me ardían los pulmones como si estuvieran incendiándose, aparte de que sabía en el fondo de mi ser que no soportaría mucho más tiempo aquel mar glacial. Mas otra vez las olas me impulsaron hacia adelante y me sentí arrojado de cabeza, con golpes aquí y allí en el trayecto, hasta que de pronto me encontré sentado y respirando aire puro.
En verdad esto sucedió con tanta rapidez que al verme tan sorprendido no se me ocurrió sentir alivio, sentimiento que habría sido apropiado. Tampoco se me ocurrió alabar a Alá por mi buena fortuna al haber sobrevivido. Aspiraba grandes bocanadas de aire y a mi alrededor los guerreros de Buliwyf asomaron la cabeza fuera del agua y también aspiraron profundamente.
Relataré a continuación lo que vi. Estábamos en una especie de laguna o embalse dentro de una cueva con una cúpula lisa y una salida al mar por la cual nos habíamos introducido en ella. Frente a nosotros había un espacio rocoso aplanado. Alcancé a distinguir tres o cuatro figuras borrosas acurrucadas alrededor de una hoguera. Estos individuos cantaban con voces chillonas. Comprendí entonces por qué llamaban a esta cueva la cueva del trueno, porque cada vez que rompía el oleaje, el ruido dentro de la cueva reverberaba con tal poder que hacía doler los oídos, y el aire mismo daba la impresión de temblar y de abrumarnos.
En este lugar, esta cueva, Buliwyf y sus guerreros lanzaron su ataque y yo me uní a ellos, y con nuestras cuatro dagas matamos a los cuatro demonios sentados allí. Los vi por primera vez con claridad bajo la luz incierta de la lumbre, cuyas llamas se levantaban enloquecidas cada vez que rompían las olas atronadoras. El aspecto de estos demonios era como sigue: parecían ser hombres en todo su aspecto, pero no se asemejaban a otros hombres sobre la faz de la tierra. Eran seres bajos, anchos y cuadrados, cubiertos de vello en todas partes, salvo la palma de la mano, las plantas de los pies y el rostro. Tenían caras muy grandes y boca y mandíbula prominentes y eran muy feos. Tenían asimismo cabezas de mayor tamaño que la de los hombres comunes. La base de su frente era saliente, pero no en virtud del vello de las cejas, sino del espesor del hueso. También tenían dientes grandes y afilados, aunque es verdad que los dientes de muchos de ellos estaban limados y aplanados.
En los demás aspectos de sus características físicas y en cuanto a órganos sexuales y orificios diversos, eran asimismo como cualquier hombre.
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Uno de estos seres tardó en morir y pronunció algunos sonidos con la lengua que para mis oídos sonaron como una forma de articulación sonora, pero no puedo decir a ciencia cierta si lo era, de modo que lo relato ahora sin convicción alguna.
Buliwyf examinó a estos cuatro cadáveres con su vello espeso y enmarañado. Oímos entonces un canto lúgubre y semejante a un eco, un sonido que aumentaba y disminuía conforme con el ritmo de los golpes atronadores de las olas, un sonido que provenía desde las profundidades de la cueva. Buliwyf nos condujo a todos en esa dirección.
Allí nos vimos junto a tres de los seres postrados en el suelo, con el rostro apretado contra la tierra y las manos levantadas en un gesto de súplica hacia otro personaje de edad muy avanzada que acechaba en las sombras. Los suplicantes estaban cantando y no advirtieron nuestra presencia, pero la vieja nos vio y lanzó unos alaridos horribles al aproximarnos nosotros. Deduje que esta mujer monstruosa era la madre de los
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, pero si era mujer, no resultaba en verdad cierto, ya que era tan vieja que había perdido todos los caracteres de su sexo.
Buliwyf se lanzó solo sobre los suplicantes y los mató a todos, mientras el ser-madre retrocedía hacia las sombras gritando siempre. No la veía bien, mas puedo asegurar esto: que estaba rodeada de serpientes que se le enroscaban en los pies, en las manos, alrededor del cuello, silbando y mostrando sus lenguas. La rodeaban en tal cantidad, sobre el cuerpo y también en el suelo en torno de ella, que ninguno de los guerreros de Buliwyf se atrevía a avanzar.
Entonces la atacó Buliwyf, y cuando le clavó profundamente la daga en el pecho, ella lanzó otro alarido horripilante, pues él no había hecho caso de las serpientes. Muchas veces hundió la daga en la madre de los
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. Y la mujer no caía, sino que seguía en pie, a pesar de brotar de ella la sangre como de una fuente, de todas las heridas infligidas por la daga de Buliwyf.
Todo el tiempo, en fin, gritaba ella con un estrépito que provocaba horror.
Por fin cayó y quedó muerta allí. Buliwyf se volvió hacia sus guerreros. Vimos entonces que esta mujer, la madre de los
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, le había herido. Tenía enterrado en el estómago un alfiler de plata, semejante a los usados para sujetarse el cabello. El alfiler temblaba con cada latido del corazón de Buliwyf. Cuando él se lo arrancó brotó un chorro de sangre. Con todo, no cayó de rodillas, mortalmente herido, sino que permaneció en pie y dio orden de que abandonáramos la cueva.
Así lo hicimos por la entrada sobre tierra firme. No obstante haber estado guardada por los
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, éstos habían huido al oír los gritos de su madre agonizante. Partimos sin hallar obstáculos. Buliwyf nos condujo lejos de las cuevas hasta donde estaban nuestros caballos. Sólo una vez allí cayó al suelo.
Etchgow, con una expresión de dolor poco habitual entre los nórdicos, nos dirigió en la construcción de una litera
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y en ella trasladamos a Buliwyf de regreso a través de los campos hacia el reino de Rothgar. Y durante todo el trayecto Buliwyf se mostró de buen humor y alegre. Muchas de las cosas que dijo no pude comprender, pero en una ocasión le oí decir:
—Rothgar no estará contento de vernos, pues deberá ofrecer otro banquete y para esta fecha es un anfitrión algo arruinado —pude ver que los guerreros al oír esto, así como otras bromas de Buliwyf, reían de verdad.
Llegamos, pues, al reino de Rothgar, donde nos acogieron con ovaciones y júbilo, sin tristeza, no obstante estar Buliwyf tan gravemente herido, de un color grisáceo y con el cuerpo tembloroso y los ojos encendidos por el resplandor de un alma enferma y febril. Conocía yo muy bien estos síntomas, como también les eran familiares a los nórdicos.
Llevaron a Buliwyf una escudilla llena de sopa de cebollas, pero él la rechazó diciendo:
—Tengo la enfermedad de la sopa. No se tomen molestias por mí —seguidamente propuso que se celebrara el regreso e insistió en presidir la fiesta, sentado y sostenido sobre un lecho de piedra junto al rey Rothgar, bebiendo hidromiel y mostrándose lleno de alegría.
Estaba yo junto a él cuando oí que decía al rey Rothgar; en mitad de las celebraciones:
—No tengo esclavos.
—Todos mis esclavos son tus esclavos —le dijo Rothgar.
—No tengo caballos —dijo entonces Buliwyf.
—Todos mis caballos son tuyos —repuso Rothgar—. No pienses más en ello.
Y Buliwyf, con sus heridas cubiertas ya, se mostró contento y sonrió y volvió el color a sus mejillas. En verdad, daba la impresión de ganar fuerzas con cada minuto que transcurría de esa noche. Y aunque nunca lo habría creído yo posible, tomó por la fuerza a una joven esclava y después me dijo con tono de chanza: