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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

Devoradores de cadáveres (12 page)

BOOK: Devoradores de cadáveres
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Ahora bien, durante los primeros tiempos de mi permanencia entre los Venden, las mujeres nórdicas nunca se me aproximaban, a causa de mi tez y pelo oscuro, pero había en cambio muchos murmullos y miradas dirigidos a mí, así como risitas a hurtadillas. Vi que estas mujeres solían, con todo, colocarse las manos delante de la cara a manera de velo, sobre todo cuando reían. Pregunté a Herger en aquellas ocasiones: «¿Por qué hacen esto?», ya que no quería yo comportarme de manera contraria a las costumbres del Norte.

Herger repuso así:

—Las mujeres creen que los árabes son potros, ya que ello es lo que han oído en forma de rumores.

No diré que la respuesta me haya provocado gran asombro, por la razón que sigue. En todos los países donde he viajado, y por tanto también dentro de las murallas de la Ciudad de la Paz, en verdad en cada localidad donde se congregan hombres para formar una sociedad, he comprobado el mismo fenómeno. Primero, que las gentes de un determinado país creen que sus costumbres son correctas, apropiadas y mejores que ninguna otra. Segundo, que cualquier forastero, hombre o mujer, es considerado inferior desde todo punto de vista, excepto en cuanto a capacidad generadora. Así, los turcos consideran a los persas amantes extraordinarios, y ellos a su vez consideran a otros pueblos del mismo modo, y así sucesivamente, siendo las razones aducidas a veces las proporciones de los genitales; a veces, la duración del acto sexual, y a veces, en fin, algunas habilidades o posturas especiales.

No puedo afirmar si los nórdicos creen de verdad lo que me dijo Herger, pero puedo asegurar que comprobé el asombro que le producía la cirugía que me habían hecho,
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conforme con una práctica desconocida para ellos por ser unos paganos sucios. En cuanto a sus hábitos en el acto sexual, las mujeres son ruidosas y entusiastas y exudan tan mal olor que me veía obligado a apretarme la nariz mientras duraba el acto. También acostumbran a agitarse, y retorcerse, y rasguñar, y morder, de tal manera que el hombre puede ser arrojado de su cabalgadura, según lo expresan los nórdicos. En cuanto a mí se refiere, mis propios encuentros me proporcionaron más dolor que placer.

Los nórdicos se expresan en los siguientes términos: «Tuve una batalla con esta o esta otra mujer», y exhiben con orgullo los cardenales y lastimaduras de sus camaradas como si fueran verdaderas heridas de guerra. En cambio, nunca vi que ningún hombre hiciera daño a una mujer.

Aquella noche en particular, mientras dormían todos los guerreros de Buliwyf, sentía yo demasiado temor para beber o reír. Temía el regreso de los
wendol
. Sin embargo, no volvieron, y por fin me dormí a mi vez, aunque de forma interrumpida.

Al día siguiente no había vientos y todos los súbditos del reino de Rothgar trabajaron con un espíritu de dedicación y de temor. Se hablaba en todas partes del Korgon y de la certeza que abrigaban de que atacaría esa noche. Las marcas de las garras sobre mi rostro me dolían ya, pues se contraían al cicatrizar y me hacían doler cada vez que abría la boca para comer o para hablar. También es verdad que mi fervor de guerrero había desaparecido. Volvía a sentir miedo y trabajaba en silencio junto a las mujeres y los ancianos.

Hacia el mediodía me hizo una visita el noble viejo y desdentado con quien había conversado durante el banquete. Este viejo noble me llevó aparte y me dijo en latín:

—Quiero cambiar unas palabras contigo —dijo, y me condujo a cierta distancia de los que estaban trabajando en las defensas.

Hecho esto representó la gran comedia de examinar mis heridas, que en verdad no eran graves, y mientras examinaba los cortes me dijo:

—Tengo una advertencia para tus compañeros. Hay inquietud en el corazón de Rothgar —todo esto fue dicho en latín.

—¿Cuál es la razón? —pregunté.

—Es el heraldo, y también el hijo, Wiglif, el que está en pie junto al oído del rey —repuso el viejo noble—. Y también el amigo de Wiglif. Wiglif dice a Rothgar que Buliwyf y su gente traman matar al rey y gobernar el reino.

—Eso no es verdad —dije, aunque no estaba seguro de ello. En honor a la verdad, había reflexionado sobre este punto de cuando en cuando. Buliwyf era joven y lleno de vitalidad y Rothgar viejo y débil, y si bien es verdad que las costumbres de los nórdicos son extrañas, también es verdad que todos los hombres son iguales.

—El heraldo y Wiglif tienen envidia de Buliwyf —manifestó el viejo noble—. Emponzoñan el aire junto al oído del rey. Te digo esto para que adviertas a los otros que tengan cuidado, por cuanto este asunto es una cuestión digna de un basilisco —en seguida declaró que mis heridas eran de menor cuantía y se alejó.

A poco el noble volvió y dijo:

—El amigo de Wiglif es Ragnar —y se alejó sin mirar hacia atrás.

Lleno de consternación, me dediqué a cavar y trabajar en las defensas hasta que me encontré junto a Herger. El estado de ánimo de Herger seguía tan sombrío como el día anterior. Me saludó con estas palabras:

—No quiero oír preguntas de tonto.

Repuse que no tenía preguntas y le comuniqué lo que me había contado el viejo noble, no olvidando señalar que era una cuestión digna de un basilisco.
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Al oírme Herger frunció el ceño, dijo unas imprecaciones y golpeó el suelo con los pies, diciéndome que le acompañara junto a Buliwyf.

Buliwyf estaba dirigiendo los trabajos en el foso situado en el extremo opuesto del fuerte. Herger le llamó aparte y le habló con rapidez en el idioma nórdico, haciendo gestos en dirección a mi persona. Buliwyf frunció el ceño, lanzó imprecaciones, golpeó el suelo con los pies, como lo había hecho Herger, y por fin formuló una pregunta. Herger me dijo:

—Buliwyf pregunta quién es el amigo de Wiglif. ¿Te dijo el viejo quién es el amigo de Wiglif?

Respondí que me lo había dicho y que el amigo se llamaba Ragnar. Al oír esto Herger y Buliwyf conversaron algo más entre ellos y discutieron brevemente. Por fin Buliwyf se volvió y me dejó con Herger.

—Está decidido —dijo éste.

—¿Qué está decidido? —quise saber.

—Mantén los dientes apretados —dijo Herger, usando la expresión nórdica que significa no decir palabra.

Volví entonces a mi tarea, sin comprender mucho más de lo que había comprendido antes en cuanto a este asunto. Una vez más reflexioné que estos nórdicos eran los hombres más extraños y contradictorios en la faz de la tierra, ya que nunca actúan frente a ningún problema como cabría esperar que actuasen. A pesar de ello seguí trabajando en la construcción de esas tontas vallas y ese foso sin profundidad. Observé, en fin, y esperé.

A la hora de mi plegaria de la tarde observé que Herger había tomado posición para trabajar junto a un hombre enorme, gigantesco. Ambos siguieron trabajando en cavar el foso el uno junto al otro, durante algún tiempo, y según pude ver, Herger hacía esfuerzos liberados por salpicar de tierra la cara del joven, una cabeza más alto que él y también más joven.

El joven protestaba y Herger se disculpaba, pero no tardaba en volver a arrojar tierra a su compañero. Herger volvía a disculparse. Por fin el joven se enfureció. Tenía el rostro congestionado. No pasó mucho rato sin que Herger lo salpicara otra vez. El joven escupió y se mostró sumamente enfadado, gritando a Herger. Éste me reprodujo más tarde los términos de la conversación, pero en el momento su significado no me resultó muy claro. El joven dijo:

—Excavas como los perros.

Herger replicó con una pregunta:

—¿Me llamas perro?

A esto el joven repuso:

—No, dije que excavas como los perros, arrojando
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tierra sin cuidado, como un animal.

Habló Herger:

—¿Me llamas animal?

—Equivocas mis palabras —repuso el joven.

A lo cual replicó Herger:

—Es verdad, ya que tus palabras son equívocas y pusilánimes como las de una vieja.

—Esta vieja te hará probar la muerte —dijo el joven, desenvainando su espada. Herger sacó la suya, pues el joven no era otro que Ragnar, el amigo de Wiglif, y entonces pude comprender la intención de Buliwyf en este asunto.

Estos nórdicos son sumamente sensitivos y quisquillosos en lo que toca a su honor. Entre ellos los duelos son tan frecuentes como el acto de orinar y son habituales las luchas a muerte. Estos encuentros pueden seguir de inmediato al insulto o bien, cuando se planea un duelo formal, los contrincantes se encuentran en la encrucijada de tres caminos. Fue en estos términos que Ragnar desafió a duelo a Herger.

He aquí la costumbre nórdica: a la hora fijada los amigos y parientes de los duelistas se congregan en el lugar del encuentro y tienden una piel en el suelo, que fijan con cuatro troncos de laurel. El duelo debe librarse sobre la piel, y cada hombre debe mantener un pie o ambos, siempre, sobre ella. De este modo nunca se apartan demasiado. Los dos combatientes llegan con una espada y cuatro escudos cada uno. Si los tres escudos se les rompen, deberán pelear sin protección y la lucha es a muerte.

Tales eran las reglas, cantadas por la vieja bruja, el ángel de la muerte, junto a la piel estirada, con toda la gente de Buliwyf y la del reino de Rothgar reunida alrededor. Yo estaba allí, no muy cerca del frente, y me maravilló que estas gentes fuesen capaces de olvidar la amenaza del Korgon, que tanto las había aterrorizado antes. A nadie le importaba nada en aquel momento, salvo el duelo.

Este fue el modo en que se desarrolló el duelo entre Ragnar y Herger. Herger dio el primer golpe, por haber sido el desafiado, y su espada se hundió con gran fuerza en el escudo de Ragnar. Yo mismo temí por Herger, ya que aquel joven era tanto más joven y vigoroso que él, y la verdad es que el primer golpe de Ragnar hizo caer el escudo de manos de Herger y éste debió pedir su segundo escudo.

A partir de entonces la lucha se desenvolvió de forma violenta. En una oportunidad miré a Buliwyf, pero su rostro estaba impasible. También miré a Wiglif y al heraldo, en el lado opuesto, quienes miraban con frecuencia a Buliwyf mientras arreciaba la lucha.

El segundo escudo de Herger se rompió asimismo y pidió el tercero y último que le quedaba. Estaba muy fatigado y tenía la cara húmeda y roja por el esfuerzo. El joven Ragnar, en cambio, parecía pelear con facilidad y sin esforzarse.

Al romperse su tercer escudo, la situación de Herger se volvió desesperada, o por lo menos tuvimos tal impresión durante un instante. Herger estaba en pie con ambos pies firmemente plantados en el suelo, inclinado y luchando por cobrar aliento, presa de un gran cansancio. Ragnar eligió aquel momento para lanzarse sobre él. Herger entonces le esquivó con la rapidez de un batir de alas de ave y el joven Ragnar hundió su espada en el aire. Herger pasó su propia espada de una mano a la otra, ya que estos nórdicos saben batirse con cualquiera de las dos manos, que son también fuertes por igual. Con gran rapidez Herger se volvió, por fin, y degolló a Ragnar por la espalda con un solo golpe de su espada.

En verdad vi brotar la sangre del cuello de Ragnar y volar la cabeza por los aires y por encima de la multitud. Vi asimismo con mis propios ojos que la cabeza golpeaba el suelo antes de que el cuerpo lo hiciese a su vez. Herger se apartó unos pasos y pude ver entonces que el duelo había sido un engaño en cuanto a su propia participación en él, porque ya no estaba agitado ni sin aliento, sino que estaba en pie sin señales de fatiga ni de respiración afanosa, sostenía su espada sin esfuerzo y tenía todo el aspecto de ser capaz de matar a una docena de hombres más. Dirigió entonces una mirada a Wiglif y le dijo:

—Honra a tu amigo —palabras con que quiso referirse al deber de Wiglif de ocuparse del entierro.

Cuando nos alejamos del lugar del duelo, Herger me dijo que había fingido para que Wiglif supiese que los hombres de Buliwyf no eran tan sólo guerreros vigorosos y valientes, sino además astutos.

—Esto aumentará su temor —añadió Herger—. No osará hablar contra nosotros.

Dudaba yo que tal plan surtiese efecto, pero es verdad que los nórdicos aprecian el engaño más que el más engañoso de los mercaderes de Hazar y el más mentiroso de los mercaderes Bahrain, para quienes el engaño es una forma del arte. La inteligencia en la batalla y en los quehaceres propios de los hombres es considerada una virtud mayor que la fuerza bruta en la guerra.

Con todo, Herger no estaba contento y percibí que tampoco estaba contento Buliwyf. Al aproximarse la noche comenzaron a formarse bancos de niebla en lo alto de las colinas hacia el interior. Pensé que estaba pensando en Ragnar, que había sido joven, fuerte y valiente y que habría sido útil en la batalla que se aproximaba. Herger me lo dijo en los siguientes términos:

—Un hombre muerto no es útil para nadie.

El ataque del dragón luciérnaga Korgon

Con la caída de la noche la niebla se aproximó como un manto desde las colinas, deslizándose con dedos helados entre los árboles, reptando por los campos verdes en dirección al hall de Hurot y a los guerreros de Buliwyf que la aguardaban. En nuestro extremo no había tregua en el trabajo. De un manantial desviamos el agua para llenar el foso de poca profundidad y entonces comprendí el sentido común del plan, ya que el agua ocultaba los palos afilados y los pozos más hondos, de tal manera que el foso resultaba traicionero para cualquier invasor.

Más lejos, las mujeres de Rothgar acarreaban odres de piel de cabra llenos de agua del pozo y con ella empaparon el cerco, la vivienda y todas las superficies del hall de Hurot. También los guerreros de Buliwyf mojaron sus armaduras con agua del pozo. Era una noche húmeda y fría y por suponer yo que se trataba de algún rito pagano, me excusé de mojarme como ellos, pero fue inútil. Herger me empapó de la cabeza a los pies como al resto. Diré que lancé gritos ante el choque del agua fría y exigí que me explicaran la acción.

—El dragón luciérnaga respira fuego —me dijo Herger.

Me ofreció entonces una copa de hidromiel para aliviarme el frío que sentía y bebí esta copa de hidromiel sin detenerme, sintiéndome agradecido por ella.

Era una noche de tinieblas y los guerreros de Buliwyf esperaban la llegada del dragón Korgon. Todos los ojos estaban fijos en las colinas, perdidas y en la niebla de la noche. Buliwyf recorrió personalmente todas las fortificaciones con su gran espada Runding en una mano y dando palabras de estímulo en voz baja a sus guerreros. Todos esperaban en silencio, salvo uno, el lugarteniente Etchgow. Este Etchgow es un maestro en el manejo del hacha. Había hundido un poste de madera bien resistente a cierta distancia y se dedicaba a practicar el lanzamiento de su hacha de mano contra dicho poste, repitiendo el movimiento sin cesar. Tenía, en verdad, muchas hachas que le habían entregado y llegué a contar cinco o seis fijas a su ancho cinturón, además de otras que tenía en las manos o estaban esparcidas por el suelo a su alrededor.

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