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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

Devoradores de cadáveres (8 page)

BOOK: Devoradores de cadáveres
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Sagard habló en los siguientes términos:

—Es sensato de parte de Wulfgar cumplir la misión de mensajero a pesar de ser el hijo del rey Rothgar, ya que varios de los hijos de Rothgar están disputando entre ellos.

Buliwyf le dijo que no se había enterado, o palabras por el estilo. Por mi parte sospeché que no estaba muy sorprendido, aunque en verdad Buliwyf no se sorprendía de nada. Tal era su papel como conductor y héroe entre ellos.

Sagard volvió a hablar:

—Sí, Rothgar tiene cinco hijos y tres fueron asesinados por uno de ellos, Wiglif, un hombre astuto
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cuyo inspirador en esta empresa es el heraldo del viejo rey. Sólo Wulfgar se ha mantenido fiel y ahora ha partido.

Buliwyf manifestó a Sagard que se alegraba de saber esta noticia, que tendría muy presente, y en este punto la conversación terminó. En ningún momento mostraron Buliwyf o sus guerreros la menor sorpresa ante las palabras de Sagard y de ello inferí que es común que los hijos del rey se maten entre ellos para apoderarse del trono.

También es posible que de tiempo en tiempo un hijo asesine a su padre, el rey, para apoderarse del trono y tampoco se ve en ello nada extraordinario, pues los nórdicos lo consideran semejante a cualquier riña de ebrios registrada entre sus guerreros. Los nórdicos tienen un proverbio que dice: «Cuídate la espalda» y creen que todo hombre debe estar siempre preparado para defenderse, incluyéndose en esto al padre frente a su propio hijo.

Cuando partimos pregunté a Herger por qué había una fortificación adicional en el lado de tierra firme de Trelburg, sin que la hubiera en el lado sobre el mar. Los nórdicos son gente de mar que atacan desde allí. A pesar de este hecho, Herger me explicó:

—Es la tierra de donde proviene el peligro.

Le pregunté entonces:

—¿Por qué es peligrosa la tierra?

Y él repuso:

—Por las nieblas.

En el momento de alejarnos de Trelburg los guerreros se congregaron y golpearon sus escudos con sus lanzas y nos despidieron con gran bullicio al hacerse a la vela nuestro barco. Esto, me dijeron, era para atraer la atención de Odín, uno de sus muchos dioses, de modo que el tal Odín viese con buenos ojos el viaje de Buliwyf y sus doce hombres.

Aprendí esto asimismo: que el número 13 es importante para los nórdicos, porque la luna crece y muere trece veces en el curso de un año, según los cálculos de ellos. Por esta razón, todas sus cuentas de cierto valor deben incluir el número 13. Así, Herger me dijo que el número de casas en Trelburg era de trece más tres, en lugar de decir dieciséis, como habría dicho yo.

Aprendí luego que estos nórdicos tienen la noción de que el año no concuerda con exactitud con los trece pasajes de la luna, y por ello el número trece no es estable ni está fijo en sus mentes. El decimotercer pasaje es considerado mágico y misterioso y Herger dice que «Por ello te eligieron como número trece, por ser un extraño».

La verdad es que estos nórdicos son supersticiosos y no recurren al sentido común, a la razón ni a la ley. A mis ojos aparecían como niños iracundos, pero como estaba entre ellos, callé. No tardé en sentirme satisfecho de mi discreción, cuando se produjeron los hechos siguientes:

Hacía algún tiempo que habíamos zarpado de Trelburg cuando recordé que nunca con anterioridad habían hecho los habitantes de una ciudad aquel ruido con sus escudos en una ceremonia de partida, para invocar a Odín. Se lo comenté, pues, a Herger.

—Es verdad —repuso él—. Hay una razón especial para este llamamiento a Odín, ya que en este momento estamos en el mar de los monstruos.

Hallé que esto era prueba de su superstición. Pregunté si alguno de los guerreros había visto a estos monstruos en alguna oportunidad.

—En verdad todos los hemos visto —dijo él—. ¿De qué otro modo podíamos estar enterados acerca de ellos? —por su tono de voz adiviné que me consideraba un tonto por mi incredulidad.

Pasó un tiempo más y entonces hubo una gran algarabía, en medio de la cual todos los guerreros de Buliwyf se pusieron a señalar al mar, mirando con atención y gritando entre ellos. Pregunté a Herger qué había ocurrido.

—Estamos ya entre los monstruos —dijo, señalando a su vez.

Diré aquí que el océano en esta región es en extremo turbulento. El viento sopla con gran fuerza y vuelve las olas del mar blancas de espuma, escupiendo agua a los rostros de los marinos y mostrándoles falsas imágenes. Me quedé contemplando el mar muchos minutos y no pude ver ningún monstruo. No tenía, por tanto, motivos para creer lo que decían los guerreros.

En aquel momento uno de ellos lanzó un grito, invocando a Odín, un alarido de súplica, repetido muchas veces con el mismo fervor, y vi al monstruo con mis propios ojos. Tenía la forma de una serpiente gigantesca que no levantaba la cabeza fuera del agua. A pesar de ello pude ver cómo enroscaba y agitaba el cuerpo, aparte de que era muy largo y más ancho que el barco de los nórdicos y de color negro. El monstruo marino arrojaba al aire una columna de agua, como una fuente, y luego se hundía y levantaba una cola partida en dos, como la lengua bifurcada de una víbora. Era, no obstante, enorme esta cola y cada una de sus dos secciones era más grande que la copa de una palmera.

Vi en seguida otro monstruo, y otro, y otro. Aparentemente eran cuatro o tal vez seis o siete. Cada uno actuaba lo mismo que los otros, curvándose en el agua, lanzando un chorro y levantando una cola gigantesca partida en dos. Al verlos los nórdicos gritaron a Odín pidiéndole ayuda y no pocos entre ellos cayeron de rodillas sobre cubierta, temblando de terror.

En verdad vi con mis propios ojos a los monstruos marinos que rodeaban nuestro barco en el océano, y después, pasado algún tiempo, se fueron y no volvimos a verlos. Los guerreros de Buliwyf reanudaron sus tareas de maniobra en la embarcación y nadie habló de los monstruos, aunque yo seguí con mucho miedo durante largo rato, y Herger me dijo que tenía la cara tan pálida como la de un nórdico. A continuación dijo riendo:

—¿Y qué dice Alá de todo esto?

No supe qué contestarle.
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Ya de noche desembarcamos y encendimos una fogata. Pregunté a Herger si los monstruos marinos solían atacar a los barcos en alta mar y, de hacerlo, cómo lo hacían, pues no había podido ver la cabeza de ninguno de estos monstruos.

Herger por toda respuesta llamó a Etchgow, uno de los nobles y lugartenientes de Buliwyf. Etchgow era un guerrero solemne que nunca se mostraba alegre, salvo cuando estaba ebrio. Herger manifestó que había estado a bordo de un barco atacado. Etchgow, por su parte, me dijo lo siguiente: «… que los monstruos marinos eran más grandes que nada existente en la superficie de la tierra y más grandes que ningún barco sobre el mar, y que cuando atacan pasan por debajo de la embarcación y la levantan por los aires y la apartan a un lado como si fuera un trozo de madera, para aplastarla por fin con la cola bifurcada. Etchgow me dijo que su barco había tenido treinta hombres a bordo y que sólo él y dos más sobrevivieron por la gracia de los dioses». Etchgow hablaba con un tono normal, lo cual para él era bastante serio, y consideré que decía la verdad.

También me contó Etchgow que los nórdicos saben que los monstruos atacan a los barcos porque quieren copular con ellos, por suponer erróneamente que éstos son de su misma especie. Por esta razón los nórdicos no construyen sus barcos de un tamaño excesivo.

Herger me dijo que Etchgow es un gran guerrero, afamado en la batalla, y que es necesario creer todo lo que dice.

Durante los dos días subsiguientes navegamos entre las islas de la tierra danesa y en el tercero atravesamos un estrecho. Allí temí ver mayor cantidad de monstruos marinos, pero no vimos ninguno y por fin llegamos a un territorio llamado Venden. Estas tierras de Venden son montañosas e impresionantes y los hombres de Buliwyf se aproximaron a ellas con cierta aprensión, después de haber sacrificado una gallina, que arrojaron al mar del siguiente modo: primero arrojaron la cabeza desde la proa, y después arrojaron el cuerpo por la popa, junto al timonel.

No nos detuvimos en esta nueva tierra de Venden, sino que navegamos siguiendo la costa, hasta que por fin llegamos al reino de Rothgar. Mi primera impresión fue la siguiente: Muy alta sobre un acantilado, dominando un mar gris y violento, había una construcción inmensa de madera, sólida e imponente. Dije a Herger que era un espectáculo magnífico, pero éste y todos sus compañeros, encabezados por Buliwyf, no hacían más que lamentarse y agitar la cabeza. Pregunté a Herger el motivo de ello y me dijo:

—Rothgar es llamado Rothgar el Vanidoso, y este gran edificio es el sello de un hombre vanidoso.

—¿Por qué dices eso? —pregunté—. ¿Por sus dimensiones y esplendor? —en verdad, a medida que nos aproximábamos, vi que la gran construcción estaba ricamente ornamentada con relieves y adornos de plata que relucían desde lejos.

—No —repuso Herger—. Digo que Rothgar es vanidoso por el lugar donde ha situado su población. Desafía a los dioses a que le derriben y pretende ser más que un simple hombre, y por ello es castigado.

Nunca vi una fortaleza más inexpugnable; de modo que comenté a Herger:

—No es posible atacar esto. ¿Cómo podrían derribar a Rothgar?

Herger se rió de mí antes de responder:

—Ustedes los árabes son increíblemente tontos y no saben nada de las cosas de este mundo. Rothgar merece el infortunio que ha caído sobre él y sólo nosotros podremos salvarlo si acaso es posible.

Estas palabras me intrigaron más aún. Miré a Etchgow, el lugarteniente de Buliwyf, y vi que estaba en pie en el barco y que ponía cara de valiente, a pesar de que le temblaban las rodillas. Y no era la violencia del viento lo que las hacía temblar. Tenía miedo. Todos tenían miedo. Y yo ignoraba el motivo.

El reino de Rothgar en la tierra de Venden

El barco había amarrado a la hora de las plegarias de mediodía y pedí perdón a Alá por no haber hecho la súplica. La verdad es que no había podido rezar en presencia de los nórdicos, por considerar ellos que mis plegarias eran una maldición, y por tanto haberme amenazado de muerte si rezaba en presencia de ellos.

Cada uno de los guerreros a bordo vistió la ropa de batalla, que consistía en las prendas siguientes: primero botas y polainas de lana áspera, y sobre esto un largo gabán de gruesa piel que les llegaba a las rodillas. Sobre este gabán se colocaron cotas de malla que todos tenían salvo yo. Después de esto cada hombre tomó su espada y se la ajustó al cinturón, tomó su escudo blanco de cuero y su lanza, se colocó un casco de metal o de cuero en la cabeza
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y todos quedaron vestidos del mismo modo, salvo Buliwyf, que era el único que llevaba la espada en la mano por su gran tamaño.

Los guerreros observaron la gran fortaleza de Rothgar, se maravillaron ante el techado resplandeciente y la calidad de la artesanía y convinieron en que no había otra como ella en el mundo con sus altos techos inclinados y sus ricas tallas. Con todo no evidenciaban respeto en sus comentarios.

Por fin desembarcamos y avanzamos por un camino pavimentado con piedras hasta la gran fortaleza. El golpear de las espadas y el choque de las cotas de malla hacían considerable ruido. Cuando hubimos recorrido una corta distancia, vimos junto al camino una cabeza cortada de un buey y puesta sobre un palo. La muerte de este animal databa de poco tiempo.

Todos los nórdicos suspiraron y miraron con aire melancólico este portento, que, por el contrario, no me decía nada. Para entonces estaba yo habituado a la costumbre de ellos de matar un animal tan pronto como sentían el menor nerviosismo o eran objeto de la menor alarma. Con todo, aquella cabeza de buey tenía una importancia especial.

Buliwyf paseó la mirada por los campos de propiedad de Rothgar y vio una granja aislada del tipo que suelen verse con frecuencia en estas tierras. Las paredes de la casa eran de madera, unida con una especie de pasta de paja y barro que es necesario reponer después de las lluvias que se registran a menudo. El techo está hecho de paja y madera. Dentro de las casas hay sólo un suelo de tierra apisonada y una chimenea, aparte del estiércol, ya que los granjeros duermen encerrados con sus animales por el calor que les suministran éstos, quemando más tarde el estiércol en sus hogares. Buliwyf dio orden de que entráramos en esta casa y emprendimos, pues, la marcha a través de los campos, que estaban verdes, pero anegados de humedad. Una o dos veces el grupo se detuvo para estudiar el terreno antes de proseguir, pero no hallaron en el suelo nada importante. Por mi parte tampoco advertí nada. A pesar de ello Buliwyf no tardó en ordenar una vez más a su gente que detuviera la marcha y al mismo tiempo señaló la tierra húmeda. Vi entonces, con mis propios ojos, huellas en el suelo; en verdad muchas huellas. Pertenecían a pies mucho más feos y aplanados que nada conocido en la creación. Cada dedo terminaba en la marca hundida de alguna uña o garra curvada, de manera que si bien la forma recordaba la del pie humano, a la vez no era humano. Lo vi con mis propios ojos y apenas pude creer lo que ellos me mostraban.

Al ver esto, Buliwyf y sus guerreros agitaron la cabeza y los oí a todos repetir una y otra vez una palabra: «wendol», «wedlon», o algo semejante. El significado de esa palabra era desconocido para mí e intuí que no correspondía preguntárselo a Herger en aquel momento, porque mostraba tanta aprensión como el resto. Reanudamos la marcha a buen paso hacia la granja, encontrando en cada trecho mayor número de estas huellas con garras en el suelo. Buliwyf y sus guerreros marchaban despacio, pero no lo hacían por cautela. Ninguno de ellos sacó sus armas. Creo que sentían más bien un temor que no alcanzaba a comprender, pero que al mismo tiempo compartía con ellos.

Por fin llegamos a la hacienda y entramos en la casa. Allí vi con mis propios ojos el siguiente espectáculo: había allí un hombre joven y de proporciones agraciadas cuyo cuerpo había sido descuartizado. Había aquí un torso, allí un brazo, más allá una pierna. La sangre estaba en grandes charcos en el suelo y sobre las paredes, el techo y en cada superficie en tal abundancia que la casa toda parecía haber sido pintada de rojo. Había también una mujer en las mismas condiciones y un niño menor de dos años al que le habían arrancado la cabeza y cuyo cuerpo no era más que un muñón sangriento.

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