Todo esto vi con mis propios ojos, y era el espectáculo más horroroso que hubiese visto jamás. Tuve vómitos y me quedé desmayado una hora, para volver a vomitar cuando volví en mí.
Nunca comprenderé la manera de ser de los nórdicos, porque mientras yo estaba enfermo de horror, ellos se volvieron tranquilos y fríos frente a aquella carnicería. Contemplaron todo y lo apreciaron con serenidad, discutieron las marcas de garras en los miembros y la forma en que habían desgarrado la carne de las víctimas. Se prestó mucha atención al hecho de que faltaban todas las cabezas. Comentaron asimismo lo más diabólico de todo, un detalle que aún hoy no puedo dejar de recordar sin estremecerme.
El cuerpo del niño había sido mordisqueado por dientes horribles en la región de carnes blandas detrás del muslo y en la del hombro. Este horror también lo vi con mis propios ojos.
Los guerreros de Buliwyf tenían una expresión grave en el rostro y furia en los ojos cuando abandonamos la casa. Siguieron estudiando minuciosamente la tierra blanda alrededor del edificio y notaron que no había huellas de cascos de caballos. Esta fue una observación importante para ellos, aunque a la sazón no comprendí el por qué. Tampoco prestaba mucha atención a nada, por sentirme acongojado y físicamente enfermo.
Al atravesar los campos Etchgow hizo un descubrimiento que consistió en lo siguiente: un pequeño trozo de piedra, más pequeño que el puño de un niño, pulido y tallado de manera primitiva. Todos los guerreros se agruparon para examinarlo y yo entre ellos.
Vi que representaba el torso de una mujer embarazada sin cabeza, brazos o piernas, sólo el torso con su gran abdomen hinchado y más arriba dos mamas voluminosas y caídas.
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Hallé la imagen sumamente cruda y fea, pero nada más. Por el contrario los nórdicos se mostraron de pronto trémulos y pálidos de terror y las manos les temblaban tanto que por fin Buliwyf dejó caer la figurita al suelo y la destrozó con el pomo de su espada, dejándola hecha mil añicos. Seguidamente varios de los guerreros se sintieron enfermos y vomitaron allí mismo. El horror era unánime y yo no comprendía el motivo de él.
Seguimos entonces el trayecto hacia la gran fortaleza de Rothgar. Nadie habló durante nuestra marcha, que duró cerca de una hora. Todos los nórdicos estaban aparentemente ensimismados, absortos en pensamientos amargos y sobrecogedores, pero a pesar de ello ya no evidenciaban temor.
Finalmente un heraldo a caballo nos salió al encuentro y se cruzó en nuestro camino, impidiéndonos avanzar. Después de observar las armas que llevábamos y el porte del grupo y de Buliwyf, nos gritó una advertencia.
Herger me dijo:
—Desea saber nuestro nombre, y además ahora mismo.
Buliwyf dio una respuesta al heraldo y por el tono adiviné que Buliwyf no estaba de humor para cambiar cortesías. Me dijo Herger entonces:
—Buliwyf está diciéndole que somos súbditos del rey Rothgar, con quien queremos hablar.
A poco Herger volvió a traducir:
—Buliwyf dice que Rothgar es un gran rey —pero el tono con que dijo esto expresaba lo opuesto.
Este heraldo nos permitió proseguir la marcha hacia la fortaleza y nos dijo que esperáramos fuera mientras él comunicaba al rey nuestra llegada. Así lo hicimos, a pesar de que Buliwyf y su séquito no estaban satisfechos con semejante acogida. Se oyeron murmullos y quejas, por cuanto está dentro del espíritu de los nórdicos ser hospitalarios y no consideraban una cortesía que les dejaran fuera. A pesar de ello, esperaron y también se quitaron el armamento de lanzas y espadas, pero no sus corazas, dejando todas las armas apoyadas contra los muros de la fortaleza.
El edificio principal de ésta estaba rodeado por otras viviendas, según la costumbre de los nórdicos. Eran construcciones alargadas con paredes curvadas, como en Trelburg, pero su distribución era diferente, pues en este lugar no formaban cuadrados. Tampoco se veían fortificaciones ni murallas de piedra. Por el contrario, desde la gran fortaleza y las casas alargadas junto a ellas bajaba la carretera hasta una planicie extensa y verde en la que había una casa de campesinos aquí y allá, y más lejos, las colinas y el borde del bosque.
Pregunté a Herger de quién eran aquellas casas largas, y me dijo:
—Algunas pertenecen al rey y otras a la familia real y a los nobles, mientras otras son para la servidumbre y para los miembros de menor rango de la corte —añadió que aquél era un lugar muy difícil, y no pude comprender el significado de tal comentario.
Entonces nos permitieron entrar en el gran hall del rey Rothgar, que en verdad afirmo debe ser considerado una de las maravillas del mundo y tanto más por estar en esas primitivas regiones del Norte. La fortaleza es llamada entre los súbditos de Rothgar con el nombre de Hurot, pues los nórdicos dan nombres de personas a los objetos de su vida, edificios, barcos y especialmente armas. Ahora diré que este Hurot, la gran fortaleza de Rothgar, era tan grande como el palacio principal de nuestro Califa y su interior tenía ricas incrustaciones de plata y aun algunas de oro, metal que es sumamente raro en el Norte. En todos lados se veían diseños y adornos del mayor esplendor y riqueza de artesanía. Era en verdad un monumento al poder y la majestad del rey Rothgar.
El mismo rey Rothgar estaba sentado en el extremo más distante del gran recinto, un espacio tan vasto que él quedaba muy lejos y apenas alcanzábamos a verle. Detrás y junto a su hombro derecho estaba el mismo heraldo que nos había interceptado. El heraldo hizo un discurso que Herger me tradujo de este modo:
—Aquí, ¡oh rey!, hay una banda de guerreros del reino de Yatlam. Acaban de llegar del mar y su jefe es un hombre llamado Buliwyf. Solicitan tu permiso para que te comuniquen su misión, ¡oh, rey! No les prohíbas quedar aquí. Tienen el porte de nobles y por su aspecto su jefe tiene que ser un valiente guerrero. Salúdalos como nobles, ¡oh, rey Rothgar!
Nos dijeron entonces que nos aproximásemos al rey Rothgar.
El rey Rothgar parecía un hombre próximo a la muerte. No era joven, tenía cabellos blancos, una tez muy pálida y el rostro surcado de arrugas de pesar y de temor. Nos miró con aire suspicaz, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos, o bien quizá estaba casi ciego. No lo sé. Por fin comenzó a hablar lo que Herger me tradujo:
—He oído hablar de este hombre, pues yo envié por él para que cumpliera una misión de héroe. Es Buliwyf y le conocí cuando era un niño, cuando yo viajé a través del mar al reino de Yatlam. Es hijo de Miglac, quien fue entonces mi generoso anfitrión y ahora su hijo viene a mí en medio de mis circunstancias de necesidad y de dolor.
Rothgar dio orden entonces de que se llamara a los guerreros al hall, que se les dieran presentes y que comenzaran los agasajos.
En seguida habló Buliwyf, pronunciando un largo discurso que Herger no me tradujo, ya que mientras hablaba Buliwyf, hablar él mismo habría sido una falta de respeto. Con todo, el sentido era el siguiente: que Buliwyf se había enterado de las dificultades de Rothgar, que lamentaba estas dificultades y que la tierra de su propio padre había sido destruida por las mismas dificultades. Venía, por tanto, a salvar el reino de Rothgar de los males que lo acosaban.
A pesar de todo, no sabía yo bien a qué llamaban males estos nórdicos, o cómo los consideraban, a pesar de haber visto, por mi parte, la obra de las bestias que despedazaban a sus víctimas.
El rey Rothgar volvió a hablar que deseaba decir algo antes de que llegaran sus guerreros y nobles. Dijo lo siguiente, según me contó Herger:
—¡Oh, Buliwyf!, conocí a tu padre cuando yo era un joven que acababa de subir a mi trono. Ahora soy viejo y tengo el corazón destrozado. Tengo la cabeza agobiada. Mis ojos lloran de vergüenza cuando debo reconocer mi debilidad. Como ves, mi trono es casi un desierto árido. Mis tierras están convirtiéndose en un páramo. Lo que estos demonios han provocado en mi reino no puedo describírtelo. A menudo durante la noche mis guerreros cobran valor con la bebida y juran derribar a los demonios. Pero luego, cuando la tétrica luz del alba avanza por los campos cubiertos de niebla, vemos cuerpos ensangrentados en todas partes. Es tal la tristeza que siento, que no puedo hablar más.
Trajeron un banco y dispusieron la comida delante de nosotros. Pregunté a Herger qué significaba el término «demonios» a los que aludía el rey. Herger se enfadó y me dijo que no debía volver a preguntárselo.
Aquella noche hubo una gran fiesta y el rey Rothgar y la reina Weilew, vestida con ropas cubiertas de piedras preciosas y de oro, agasajaron a los señores y guerreros y nobles del reino de Rothgar. Estos nobles no formaban un grupo de hombres que causara buena impresión, por ser viejos y beber demasiado, además de que muchos de ellos estaban lisiados o heridos. Había en los ojos de todos ellos la mirada hueca del terror y también su alegría era hueca.
Estaba presente también el hijo llamado Wiglif, de quien he hablado con anterioridad, el hijo de Rothgar que había asesinado a tres de sus hermanos. Este hombre era joven y esbelto, con una barba rubia y ojos que nunca miraban nada con fijeza, sino que pasaban de un objeto a otro sin cesar. Tampoco miraba a nadie a los ojos. Al verlo Herger, dijo:
—Es un zorro.
Esto quería decir, no obstante, que era una persona escurridiza y voluble, de una conducta falsa, ya que los nórdicos creen que el zorro es capaz de asumir cualquier forma que desee.
Hacia la mitad de la fiesta, Rothgar envió a su heraldo a las puertas de Hurot y a poco el heraldo volvió y dijo que aquella noche no bajaría la niebla. Hubo gran alegría y regocijo ante este anuncio de que la noche sería despejada. Todos estaban contentos, salvo Wiglif.
En un momento determinado, Wiglif se puso en pie y dijo:
—Bebo en honor de nuestros invitados y especialmente de Buliwyf, guerrero valiente y leal que ha venido a ayudarnos en la situación que sufrimos, aunque… puede resultar una prueba demasiado difícil para que él triunfe en ella.
Herger me hizo la traducción en un susurro y decidí que había en las palabras de Wiglif el elogio y el insulto mezclados.
Todos los ojos se volvieron hacia Buliwyf en espera de su réplica. Buliwyf se levantó, miró a Wiglif y dijo:
—No temo a nada, ni aun al demonio implacable que se arrastra en la noche para asesinar a los hombres en medio del sueño —supuse que se refería al
wendol
, pero Wiglif palideció y aferró la silla en que estaba sentado.
—¿Te refieres a mí? —preguntó Wiglif con voz temblorosa.
Buliwyf repuso en estos términos:
—No, pero tampoco te temo a ti, como no temo a los monstruos de la niebla.
El joven Wiglif insistió, pero Rothgar le ordenó que volviera a sentarse. Wiglif dijo entonces a todos los nobles reunidos:
—Este Buliwyf, llegado de tierras extrañas, tiene un aspecto de gran soberbia y de gran fuerza. Sin embargo, yo he dispuesto algo para someterlo a prueba, porque el orgullo puede cegar a cualquier hombre.
Vi entonces suceder lo siguiente: un guerrero vigoroso, sentado a una mesa próxima a la puerta, detrás de Buliwyf, se levantó con viveza, blandió una lanza y la dirigió a la espalda de Buliwyf. Todo esto ocurrió en menos tiempo del que lleva a un hombre respirar.
[24]
Sin embargo, Buliwyf se volvió, esgrimió su propia lanza y con ella atravesó al guerrero en pleno pecho, levantándole sobre su cabeza y arrojándole contra un muro. De este modo quedó el guerrero ensartado en la lanza, con los pies agitándose sobre el suelo, dando de puntapiés. El mango de la lanza estaba enterrado en la pared del hall de Hurot.
El guerrero murió sin lanzar un solo quejido.
Se produjo en aquel momento una gran algarabía y Buliwyf se volvió para hacer frente a Wiglif y dijo:
—Del mismo modo trataré a cualquier otra amenaza —y en aquel momento Herger habló con gran precipitación y a gritos, haciendo muchos gestos en mi dirección. Me sentía muy confundido por todos estos hechos y la verdad es que tenía los ojos clavados en el guerrero muerto fijado a la pared.
Entonces Herger se volvió hacia mí y dijo en latín:
—Cantarás una canción a la corte del rey Rothgar.
Le pregunté a mi vez:
—¿Qué cantaré? No conozco ninguna canción.
Herger repuso:
—Canta algo que entretenga al corazón —y enseguida añadió—: no hables de tu único Dios. A nadie le gustan esos disparates.
La verdad es que no sabía qué cantar, ya que no soy trovador. Pasaron varios instantes mientras todos me miraban y reinaba el silencio en el gran recinto. Entonces me indicó Herger:
—Canta una canción sobre reyes y sobre el valor en la batalla.
Señalé que no sabía canciones de este género, pero que podía cantarles una fábula que en mi país era considerada cómica y entretenida. Al oír esto Herger comentó que había hecho una buena elección. Les conté entonces al rey Rothgar, a su reina Weilew, a su hijo Wiglif y a todos los nobles y guerreros reunidos allí, la historia de las babuchas de Abu Kassim, que todos conocen.
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Hablé con despreocupación y con la sonrisa en los labios y al principio los nórdicos se mostraron complacidos y rieron y se golpearon el abdomen.
Pero entonces tuvo lugar un extraño suceso. A medida que proseguía mi relato, los nórdicos cesaron de reír y poco a poco se volvieron melancólicos, hasta que cuando terminé de hablar no hubo risas, sino un silencio mortal.
Herger me dijo:
—No podías saberlo, pero ese no es un relato que merezca risa y ahora yo deberé arreglar las cosas.
Hizo entonces un discurso que yo interpreté como una broma referente a mi persona, porque hubo risas generales, y por fin recomenzó el festín.
A continuación la noche pasó sin otros agasajos y todos los guerreros de Buliwyf se comportaron de forma despreocupada. Vi al hijo, Wiglif, mirar con odio a Buliwyf, antes de abandonar el hall, pero Buliwyf no reparó en él, pues prefería las atenciones de las esclavas y de las mujeres libres de la corte. Pasado un tiempo, dormí.
Por la mañana desperté con el ruido de un fuerte martilleo y al aventurarme fuera del gran hall de Hurot vi que todos los habitantes del reino de Rothgar estaban trabajando en la construcción de defensas. Se colocaban éstas en una disposición preliminar. Los caballos traían cantidades de postes para levantar vallas, que los guerreros afilaban en una punta. Buliwyf mismo dirigía el emplazamiento de las defensas, marcando el suelo con la punta de la espada. Para ello no utilizaba la gran espada Runding, sino alguna otra. No sé si existía alguna razón especial.