Devoradores de cadáveres (4 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

BOOK: Devoradores de cadáveres
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Luego llegamos a la tierra de los búlgaros, que comienza en los márgenes del río Volga.

Primer contacto con los nórdicos

Con mis propios ojos vi cómo los nórdicos
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habían llegado con sus mercancías y levantado su campamento sobre los márgenes del Volga. Nunca vi gente tan gigantesca como ellos. Son altos como palmeras y de tez pictórica y rubicunda. No llevan ni camisolas ni caftanes, sino que los hombres llevan una prenda de tejido tosco drapeado sobre un lado, para que una mano quede libre.

Todo nórdico lleva un hacha, una daga y una espada y nunca se los ve sin estas armas. Sus espadas son anchas, con bordes ondeados y de manufactura franca. Desde la punta de las uñas hasta el cuello, todos los hombres están tatuados con imágenes de árboles, seres vivos y otras cosas.

Las mujeres llevan atado al pecho un pequeño estuche de hierro, cobre, plata u oro, según la riqueza y los recursos de sus maridos. Atado a este estuche tienen un anillo y sobre éste una daga, todo ello sobre el pecho. En el cuello llevan collares de cadenas de oro y plata.

Son la raza más sucia que haya creado Dios jamás. No se limpian después de defecar ni se lavan tampoco después de alguna suciedad nocturna, como no lo harían los asnos salvajes.

Llegan desde su propio país, anclan sus barcos en el Volga, que es un anchuroso río, y construyen grandes viviendas de madera sobre la orilla. En cada una de estas casas viven diez o veinte personas, más o menos. Cada uno de los hombres tiene una cama en la cual se sienta con las hermosas muchachas que tiene para vender. Es muy frecuente que goce de alguna de ellas en presencia de un amigo. A veces varios de ellos pueden estar dedicados a esta actividad sexual en un mismo momento, todos en presencia de los otros. De cuanto en cuanto un mercader llega a una casa a comprar una muchacha y hallará al amo de ésta abrazándola y sin estar dispuesto a venderla hasta haber saciado su deseo. No se considera que esto sea nada extraordinario.

Todas las mañanas entra una esclava con una vasija de agua que coloca a los pies de su amo. Éste se lava la cara y las manos y luego el pelo, peinándoselo sobre la vasija. Hecho esto se suena la nariz y escupe dentro y con ello no deja ninguna suciedad, ya que todo se lo lleva el agua. Cuando ha terminado, la muchacha traslada la vasija hasta el hombre siguiente, quien hace lo mismo. De este modo pasa la vasija de uno a otro hombre, hasta que todos en la casa se han sonado la nariz y escupido en la vasija y se han lavado la cara y el pelo.

Esta es la forma normal de hacer las cosas entre los nórdicos, según he podido verlo con mis propios ojos. A pesar de todo, en la época en que llegamos había cierto descontento entre estos gigantes, descontento que radicaba en lo siguiente:

Su jefe principal, un hombre llamado Wyglif, había enfermado y estaba instalado en una tienda especial a cierta distancia del campamento, provisto de pan y agua. Nadie se le acercaba, ni le hablaba, ni le visitó durante todo el período de su enfermedad. Los esclavos no le alimentaban porque los nórdicos consideran que es necesario recuperarse de cualquier enfermedad recurriendo a las propias fuerzas. Muchos entre ellos creían que Wyglif no volvería a reunirse con ellos en el campamento, sino que, por el contrario, moriría.

Ahora bien, un miembro de la comunidad, un joven noble llamado Buliwyf, fue elegido como nuevo gobernante, pero no fue aceptado mientras el jefe enfermo seguía con vida. Tal era la causa del malestar reinante cuando nosotros llegamos. Sin embargo, no se veían muestras de pesar ni de llanto entre la gente acampada junto al Volga.

Los nórdicos atribuyen gran importancia a los deberes del anfitrión. Reciben a todo visitante con calor y hospitalidad, abundante alimento y ropas y los señores y los nobles compiten por el honor de haber acordado la hospitalidad más generosa. El grupo de nuestra caravana fue llevado a casa de Buliwyf y nos ofrecieronn una gran fiesta, presidida por el mismo Buliwyf, quien —pude ver— era un hombre alto y fuerte, de tez y pelo y barba muy blancos. Tenía el porte de un conductor.

Como señal de aprecio por el honor de que éramos objeto, hicimos grandes aspavientos de entusiasmo por la comida, no obstante ser ésta vil, aparte de que el festín consistía en buena parte en arrojarse la comida y la bebida y en reír y regocijarse en forma estruendosa. Era común, en medio de este primitivo banquete, que un noble tuviese relaciones con una muchacha esclava en presencia de todos.

Al ver esto, volví la cara y dije:

—¡Que Dios me perdone!

Y los nórdicos rieron muchísimo al ver mi confusión. Uno de ellos hizo la traducción del comentario de que según ellos Dios mira con favor tales placeres abiertos. Me dijo, en efecto:

—Ustedes, los árabes, son como viejas. Tiemblan frente al espectáculo de la vida.

Como respuesta, dije:

—Soy un invitado entre ustedes, y Alá sabrá guiarme hacia la virtud.

Esto fue motivo de nuevas risas, aunque no veo por qué habrían de haberlo considerado gracioso.

Es costumbre de los nórdicos reverenciar la guerra. En verdad estos hombres enormes pelean sin cesar. Nunca están en paz, ya sea entre ellos o bien entre las diferentes tribus de su especie. Cantan canciones bélicas en las que se ensalza el coraje y consideran que la muerte del guerrero es el más alto honor.

En el banquete de Buliwyf uno de los presentes cantó una canción de valor y de batalla que encantó a todos, a pesar de que nadie prestaba mucha atención. La fuerte bebida que consumen los nórdicos muy pronto los transforma en animales y asnos enloquecidos. En mitad de la canción hubo eyaculación y también combate mortal en medio de una riña de ebrios entre dos guerreros. El bardo no cesó de cantar a través de todos estos hechos. En verdad vi la sangre que brotaba salpicándole la cara. Él se la enjugó sin hacer una pausa en su canto.

Esto me impresionó mucho.

Ahora bien, este Buliwyf, que estaba tan ebrio como el resto, ordenó que yo les cantara una canción. Se mostró muy insistente. Como no deseaba que se enfadara, recité el Corán mientras el intérprete repetía mis palabras en su propia lengua nórdica. No me acogieron mucho mejor que a su propio juglar y más tarde rogué el perdón de Alá por el tratamiento de que fueron objeto sus palabras sagradas y asimismo por la traducción
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que, según pude intuir, no tenía sentido, ya que el intérprete mismo estaba también ebrio.

Habíamos permanecido dos días con los nórdicos y teníamos el plan de salir por la mañana, cuando el traductor nos informó que el jefe Wyglif había muerto. Me empeñé entonces en observar lo que aconteció con posterioridad.

Primero le colocaron en su tumba, sobre la cual se levantó un techado y le dejaron en ella durante un período de diez días hasta que hubieron
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terminado de cortar y coser sus ropas. Reunieron además sus bienes y los dividieron en tres porciones: la primera, para la familia; la segunda, para la compra de las ropas que le confeccionaron, y la tercera, para adquirir bebida fuerte, por la eventualidad de que algún día una muchacha se resignara a morir y fuese quemada junto a su amo.

En cuanto al consumo de alcohol, se abandonan a él en forma alocada y lo beben día y noche como ya he señalado. No deja de ser frecuente que alguien se muera con una copa en la mano.

La familia de Wyglif preguntó a todas sus muchachas y pajes:

—¿Quién de ustedes morirá con él?

Una de ellas repuso:

—Yo.

Desde el momento en que pronunció dicha palabra, dejó de ser libre. De haber cambiado de parecer, no se lo habrían permitido.

La muchacha que había hablado fue encomendada al cuidado de otras dos que debían vigilarla, acompañarla adondequiera que fuese y aun, en ciertos casos, lavarle los pies. Otros se ocuparon del muerto, cortando sus prendas mortuorias y preparando todo lo que sería necesario. Durante todo este tiempo la muchacha se dio a la bebida y al canto y se mostró contenta y alegre.

Entre tanto, Buliwyf, el noble destinado a ser el próximo rey o jefe, debió hacer frente a un rival cuyo nombre era Thorkel. No le conocía yo, pero era feo y repugnante, un hombre moreno en medio de esta gente de raza blanca y sonrosada. Se había dispuesto a ser jefe él mismo. Todo esto me lo contó el traductor, ya que no había indicios en los preparativos fúnebres de que hubiese algo que no marchaba como de costumbre.

Buliwyf no dirigió los preparativos por no ser de la familia Wyglif, pues es la regla que sea la familia quien prepara el funeral. Buliwyf se unía a los festejos y regocijo generales y no actuaba en verdad como un rey, salvo durante los banquetes por la noche, en que se sentaba en el sitial alto reservado al rey.

He aquí cómo se sentaba. Cuando un nórdico es rey de verdad, se sienta a la cabecera de la mesa en una gran silla de piedra con brazos también de piedra. Tal era la silla de Wyglif, pero Buliwyf no se sentó en ella como lo hacía un hombre normal. En lugar de ello se sentó en uno de los brazos, posición de la cual caía cuando bebía en exceso o cuando reía demasiado. La costumbre era que no se sentase en la silla hasta haber sido enterrado Wyglif.

Durante todo este tiempo Thorkel tramaba un complot y conferenciaba con los demás nobles. Llegué a enterarme de que sospechaban que yo era un hechicero o mago, lo cual me causó zozobra. El traductor, que no creía en estos chismes, me dijo que Thorkel afirmaba que yo había sido la causa de que Wyglif muriera para que Buliwyf fuera el próximo rey. Debo decir, no obstante, que no tuve nada que ver con ello.

Al cabo de unos días intenté marchar con mis hombres, Ibn Bastu, Takin y Bars, pero los nórdicos no nos permitieron irnos y dijeron que debíamos quedarnos hasta el funeral a la vez que nos amenazaban con las dagas que llevaban siempre. En vista de esto nos quedamos.

Cuando llegó el día en que se debería quemar el cuerpo de Wyglif y a la muchacha, acercaron su barco hasta que tocó la playa. Alrededor de la embarcación se dispusieron cuatro asientos de madera de abedul y otros trozos de leña, así como grandes figuras de madera que representaban personajes.

Entretanto, la gente comenzó a caminar de un lado a otro, pronunciando palabras que yo no comprendía. La lengua de los nórdicos no es grata al oído y es, además, difícil de comprender. El jefe muerto estaba a cierta distancia en su tumba, de la cual no le habían retirado aún. A continuación trajeron una litera, la colocaron en el barco y la cubrieron con tela entretejida de oro de Grecia y con almohadas del mismo material. Llegó entonces una anciana, a quien llaman el ángel de la muerte, quien distribuyó los artículos personales sobre la litera. Era ella quien se ocupaba de la confección de las ropas funerarias y de todos los demás elementos. También debía ella matar a la muchacha. Vi a esta vieja con mis propios ojos. Era morena, maciza y tenía una expresión hosca.

Cuando llegaron a la tumba, apartaron el techado y sacaron al muerto. Vi entonces que estaba totalmente ennegrecido, debido al frío reinante en la región. Cerca de él, en la tumba, habían dispuesto bebida alcohólica, frutas y un laúd, todo lo cual retiraron en aquel momento. Excepto por su color, el difunto Wyglif no había cambiado.

Vi entonces a Buliwyf y a Thorkel de pie el uno junto al otro, dando grandes muestras de amistad durante la ceremonia, si bien era evidente que tales muestras eran todas falsas.

Vistieron al rey Wyglif con pantalones, polainas y un caftán de tela de oro y le pusieron en la cabeza un gorro de tejido con oro adornado con piel de marta. Le llevaron entonces a una tienda en el barco y allí le sentaron en la litera acolchada, le sostuvieron con almohadas y le llevaron bebida fuerte, fruta y albahaca, todo lo cual dejaron a su lado.

Trajeron luego un perro, que seccionaron en dos, arrojando las mitades en el barco. Colocaron junto al cuerpo todas las armas y en seguida dos caballos a los que hicieron correr hasta que estuvieron sudorosos, momento en el cual Buliwyf mató a uno de ellos con su espada y Thorkel al segundo, despedazándolos ambos con sus espadas y arrojando los trozos dentro del barco. Buliwyf mató su caballo con menos limpieza, hecho que pareció significar algo entre los observadores, si bien yo no pude comprender en qué consistía.

Trajeron luego dos bueyes, que también despedazaron y arrojaron dentro del barco y, por fin, un gallo y una gallina, que mataron y arrojaron en el interior.

La muchacha que había elegido morir se paseaba entretanto de un lado a otro, entrando en cada una de las tiendas diseminadas en el lugar. El ocupante de cada una tenía relaciones con ella y decía:

—Dile a tu amo que hice esto sólo por amor a él.

Era ya tarde en el día. Condujeron a la muchacha hacia un objeto que habían construido, algo semejante al marco de una puerta, y cuando ella apoyó los pies sobre las manos de los hombres, la levantaron para que mirara por encima del marco. La muchacha murmuró algo en su idioma y la bajaron. Otra vez la levantaron, le permitieron bajar y por tercera vez repitieron esta acción. Luego le entregaron una gallina, que la muchacha decapitó arrojando lejos la cabeza.

Pregunté al intérprete qué había hecho la muchacha. Éste replicó:

—La primera vez dijo: «Mirad, veo a mi padre y a mi madre». La segunda vez. «Mirad, veo sentados a todos mis parientes muertos», y la tercera: «Mirad, veo a mi amo sentado en el Paraíso. El Paraíso es tan hermoso, tan verde… Con él están sus hombres y sus jóvenes. Me llaman, de modo que llévenme hasta él».

La llevaron, pues, al barco. Allí se quitó sus dos brazaletes y se los entregó a la anciana a quien llamaban el ángel de la muerte, encargada de asesinarla. También se quitó dos aros de los tobillos y se los pasó a sus dos servidoras, las hijas del ángel de la muerte. Por fin la levantaron dentro del barco, pero no le permitieron entrar todavía a la tienda.

En aquel punto llegaron hombres armados con escudos y lanzas y le entregaron una copa de bebida fuerte. La muchacha la aceptó, cantó sobre ella y la bebió. El intérprete me dijo que había dicho: «Con esto me despido de mis seres queridos». Le entregaron luego otra copa, que también tomó antes de comenzar una larga canción. La vieja le ordenó que la bebiera sin más y que entrara en la tienda donde estaba su amo.

Para entonces tuve la impresión de que la muchacha estaba confusa.
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Hizo un ademán, como si fuera a entrar en la tienda, pero de pronto la vieja la aferró de los cabellos y la arrastró al interior. En aquel momento los hombres empezaron a golpear sus escudos con las lanzas con el fin de ahogar el ruido de los gritos, que podrían haber aterrado a las otras muchachas y llevarlas a resistirse a morir con sus amos en el futuro.

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