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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

Devoradores de cadáveres (5 page)

BOOK: Devoradores de cadáveres
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La siguieron al interior de la tienda seis hombres, cada uno de los cuales tuvo conocimiento carnal de ella. Hecho esto la colocaron junto a su amo, donde dos de los hombres le tomaron los pies y otros dos las manos. La vieja conocida como el ángel de la muerte le ató una soga alrededor del cuello y entregó los extremos a los dos hombres restantes para que tiraran de ellos. Mientras la vieja le hundía una espada en las costillas, los dos hombres la estrangularon con la soga hasta que murió.

Los parientes del difunto Wyglif se aproximaron, y tomando un trozo de madera encendida, volvieron desnudos al barco y lo incendiaron sin mirarlo en ningún momento. Muy pronto estuvo en llamas la pira funeraria y el barco, la tienda, el hombre y la muchacha, y todo el resto desaparecieron en una violenta tormenta de fuego.

A mi lado, uno de los nórdicos hizo un comentario al intérprete. Pregunté a éste qué le había dicho y recibí la siguiente respuesta:

—Ustedes los árabes —dijo— deben ser gente muy estúpida. Toman al hombre más venerado y amado y lo arrojan a la tierra para que lo devoren las alimañas y los gusanos. Nosotros, en cambio, lo quemamos en un instante para que sin la menor demora pueda entrar en el Paraíso.

En verdad en menos de una hora barco, maderos y muchacha se habían convertido, junto con el hombre, en cenizas.

Consecuencias del funeral de los nórdicos

Estos escandinavos no encuentran motivo de pesar en la muerte de un hombre. El hombre pobre y el esclavo son objeto de indiferencia para ellos, y aun un jefe no será capaz de arrancarles lágrimas ni de provocarles tristeza. La misma noche del funeral del jefe llamado Wyglif hubo un gran festín en los grandes recintos de la colonia de nórdicos.

A pesar de todo percibí que no todo marchaba bien entre estos bárbaros. Cambié opiniones con mi intérprete y éste se expresó así:

—Es plan de Thorkel verle morir y luego desterrar a Buliwyf. Thorkel se ha ganado el apoyo de algunos nobles, pero hay disensión en todas las casas y en todos los sectores.

Sumamente preocupado, dije:

—No tengo nada que ver en este asunto. ¿Cómo debo actuar?

El intérprete dijo que debería huir, si podía, pero si me atrapaban, sería prueba de mi culpabilidad y se me trataría como a un ladrón. Se trata a los ladrones del siguiente modo: Los nórdicos le llevan hasta un grueso árbol, le atan con una soga resistente, le cuelgan del árbol y le dejan colgar de él hasta que se pudre y se desintegra por la acción del viento y la lluvia.

Al recordar asimismo que había eludido con dificultad la muerte en manos de Ibn-al-Qatagan, opté por actuar como lo había hecho antes, es decir, me quedé entre los nórdicos hasta que me diesen el salvoconducto para proseguir mi viaje.

Pregunté a mi intérprete si convendría que ofreciera regalos a Buliwyf y a Thorkel con el fin de auspiciar mi partida. Me dijo que no debería ofrecer regalos a los dos y que no estaba decidido aún quién de los dos sería el jefe. Agregó seguidamente que esto resultaría claro un día y una noche más tarde, ni más ni menos.

Es verdad, en efecto, que los nórdicos no tienen formas establecidas de elegir un nuevo jefe cuando el anterior muere. La fuerza en el uso de las armas tiene mucha importancia, pero también la tienen la lealtad de los guerreros y de los señores nobles. En algunos casos no hay sucesor seguro al gobierno y estábamos en presencia de una situación como ésta. Mi intérprete me aconsejó esperar y a la vez rezar. Así lo hice.

Se produjo entonces una intensa tormenta sobre los márgenes del río Volga, tormenta que duró dos días con copiosa lluvia y fuertes vientos, y pasada la cual se instaló en el suelo una neblina glacial. Era espesa y blanca y no era posible ver a una docena de pasos de distancia.

Ahora bien, estos gigantescos guerreros nórdicos que en virtud de su inmensa talla, fuerza en el uso de las armas y crueldad de carácter no tienen nada que temer en todo el mundo, temen en cambio la neblina o cerrazón que traen las tormentas.

Los hombres de esta raza se esfuerzan por ocultar su temor aun entre ellos mismos. Los guerreros ríen y se chancean con exageración y hacen un despliegue irrazonable de conducta despreocupada. De este modo prueban lo contrario y la verdad es que su intento de disimular es infantil, tan ostensible es su comedia de no ver la verdad. Y al mismo tiempo todos y cada uno de ellos en todo el campamento ofrecen plegarias y sacrifican gallinas y gallos, y si se pregunta a uno de ellos el motivo del sacrificio, responderá:

—Hago sacrificios por el éxito de mi comercio.

O bien:

—Hago sacrificios en honor de tal o cual miembro muerto de mi familia.

Aducirá cualquier otra razón, y por fin añadirá:

—Y también porque se levante la niebla.

Diré que me resultó extraño que gente tan vigorosa y guerrera como aquella temiese tanto algo, que fingiera no temerlo. Además, entre todos los motivos razonables de temor, la neblina o cerrazón parecían ser, en mi opinión, en gran medida inexplicables.

Dije a mi intérprete que un hombre puede temer el viento o bien las tormentas arrolladoras de arena, o las inundaciones, o los terremotos, o el trueno y el rayo en el cielo, ya que todo ello puede dañar al hombre y aun matarlo, o, en fin, destruir su vivienda. Comenté, en cambio, que esa niebla o neblina no encerraba ninguna amenaza de daño. La verdad es que era el menos importante de todos los elementos que sufren cambios.

El intérprete replicó que me faltaban las creencias propias de un hombre de mar. Dijo que muchos marinos árabes se mostraban de acuerdo con los nórdicos, en cuanto se refería a sentir malestar al verse envueltos por la niebla.
[10]
Así ocurría —dijo— que todos los hombres de mar sienten ansiedad en presencia de la niebla o neblina porque tal condición acrecienta el peligro de viajar por agua.

Dije que esto era sensato, pero que cuando la niebla se deposita sobre la tierra en lugar del agua, no comprendía la razón de temer. A esto repuso el intérprete:

—La niebla siempre es temida, venga de donde venga.

Por último dijo que no había ninguna diferencia, sobre tierra o bien sobre el mar, para el punto de vista nórdico.

Me dijo luego que los nórdicos no temían, en el fondo, a la niebla, y que él mismo, como individuo, no la temía. Se trataba de algo de importancia menor, sin mayores consecuencias.

—Es —dijo— un dolor leve dentro de una articulación de algún miembro, que puede sobrevenir con la niebla, pero no tiene mayor importancia.

Por estas palabras inferí que mi intérprete, como los demás, negaba sentir preocupación por la niebla y fingía indiferencia.

Aconteció, sin embargo, que la niebla no se levantó, si bien disminuyó y perdió densidad al avanzar el día. Apareció el Sol como un círculo en el cielo, pero era tan débil que me fue posible mirarlo directamente.

El mismo día llegó un barco nórdico que llevaba a bordo a un noble de su propia raza. Era un hombre joven con una barba rala y viajaba con sólo un séquito reducido de pajes y esclavos, sin ninguna mujer entre ellos. Supuse, pues, que no era un mercader, ya que en esta región los nórdicos venden principalmente mujeres.

Este mismo visitante amarró su barco y se quedó en él hasta la noche y nadie se le acercó ni le saludó a pesar de ser un forastero y estar a la vista de todos.

Mi intérprete dijo:

—Es un pariente de Buliwyf y será recibido esta noche en un banquete.

—¿Por qué permanece a bordo de su barco? —pregunté.

—A causa de la niebla. Es costumbre que permanezca a la vista de todos durante muchas horas para que todos le vean bien y sepan que no es un enemigo que proviene de la niebla —me dijo el intérprete después de muchos titubeos.

En el banquete de la noche vi llegar al joven al gran recinto. Allí le recibieron todos cálidamente y con grandes muestras de sorpresa, especialmente Buliwyf, quien actuó como si el joven acabara de llegar y no hubiese estado a bordo del barco durante tantas horas. Después de los diversos saludos, el joven pronunció una vehemente alocución, que fue escuchada por Buliwyf con inusitado interés. En lugar de beber y jugar con las esclavas escuchó con gran atención al joven, quien hablaba con una voz sonora y áspera. Al finalizar sus palabras, tuvimos la impresión de que el joven estaba al borde de las lágrimas y le pasaron algo para beber.

Pregunté a mi intérprete qué había dicho. He aquí la respuesta:

—Es Wulfgar, hijo de Rothgar, un gran rey del Norte. Es pariente de Buliwyf y solicita su ayuda y su apoyo en una misión de héroe. Wulfgar dice que en las tierras lejanas reina un terror horroroso e indescriptible y frente al cual nadie sabe oponer resistencia y pide a Buliwyf que se apresure a volver a esas tierras para salvar a su pueblo y al reino de su padre, Rothgar.

Pregunté a mi intérprete la naturaleza de este terror.

—No tiene un nombre que yo pueda darte —repuso.
[11]
El intérprete parecía muy perturbado por las palabras de Wulfgar y también estaban perturbados muchos de los nórdicos. En el rostro de Buliwyf observé una expresión sombría y melancólica. Pedí al intérprete detalles de la amenaza.

El intérprete me dijo:

—No es posible pronunciar el nombre, porque está prohibido decirlo, ya que al decirlo puede provocar a los demonios —y mientras hablaba pude ver que le daba miedo tan sólo pensar en estas cuestiones y que tenía una marcada palidez, en vista de lo cual dejé de interrogarle.

Buliwyf, sentado en el alto trono de piedra, estaba silencioso. La verdad es que los nobles y los vasallos y todos los esclavos y servidores estaban también silenciosos. Nadie hablaba en el recinto. El mensajero Wulfgar estaba en pie trente a todos ellos con la cabeza inclinada. Nunca había visto yo tan abatida a esta gente del Norte, habitualmente tan alegre y bulliciosa.

Entró entonces la vieja llamada el ángel de la muerte y se sentó junto a Buliwyf. De una bolsa de cuero extrajo unos huesos, que no sé si eran humanos o de animales, y que arrojó al suelo, murmurando en voz baja y haciendo pases con las manos sobre ellos.

Volvió a levantar los huesos, para arrojarlos otra vez al suelo, y se repitió el procedimiento con nuevas palabras rituales. Y otra vez los dejó caer la anciana antes de dirigirse a Buliwyf.

Pregunté al intérprete qué había dicho, pero él no me prestó atención.

Buliwyf se puso en pie y levantó su copa de bebida alcohólica y, dirigiéndose a todos los nobles y guerreros reunidos allí, pronunció un discurso bastante extenso. Uno por uno, varios de los guerreros se pusieron en pie y le miraron. No todos se levantaron, sin embargo, pero pude contar once de ellos, y Buliwyf se declaró satisfecho con este número.

Vi asimismo que Thorkel parecía estar altamente satisfecho con lo que ocurría y que había adoptado una posición mucho más majestuosa, a pesar de que Buliwyf no reparaba en él ni tampoco le demostraba odio ni interés, aunque ambos habían sido enemigos hasta hacía pocos minutos.

En aquel momento el ángel de la muerte, la anciana, me señaló con un gesto y dijo algo, retirándose acto seguido del recinto. Y por fin mi intérprete habló y dijo:

—Buliwyf es llamado por los dioses a que abandone este lugar con gran rapidez, dejando tras sí todas las preocupaciones y cuidados para actuar como héroe y rechazar la amenaza del Norte. Esto es lo indicado, y además debe llevar consigo once guerreros. Además, debes acompañarle.

Le dije que estaba cumpliendo una misión diplomática ante los búlgaros y que debía seguir sin más tardanza las instrucciones de mi Califa.

—El ángel de la muerte ha hablado —dijo mi intérprete—. El grupo de Buliwyf debe contar con trece hombres y uno de ellos no debe ser nórdico. Por tanto, tú serás ese hombre.

Argüí que no era guerrero. La verdad es que formulé toda clase de objeciones y súplicas que juzgué capaces de surtir algún efecto entre este rudo grupo de individuos. Exigí que mi intérprete transmitiera mis palabras a Buliwyf, pero éste se volvió y abandonó el recinto luego de decir estas últimas palabras:

—Prepárate como juzgues necesario. Saldrás con nosotros al amanecer.

El viaje a las tierras lejanas

De esta manera se me impidió proseguir el viaje hacia el reino de Yiltawar, rey de Saqaliba, y con ello cumplir la misión encomendada por al–Muqtadir, Comandante de los Fieles y Califa de la Ciudad de la Paz. Di las instrucciones que pude a Dadir al–Hurami y también a los pajes Takin y Bars. En seguida me despedí de ellos y nunca supe nada más de sus peripecias.

En cuanto a mí, no hallaba mi situación diferente de la de un muerto. Estaba embarcado en uno de los barcos nórdicos, navegando río arriba por el Volga en dirección al Norte con doce de estos hombres, cuyos nombres eran:

Buliwyf, el jefe; su lugarteniente o capitán, Etchgow; sus señores y nobles, Higlak, Skeld, Weath, Roneth, Haiga, sus guerreros y soldados valerosos Helfdane, Edgtho, Rethel, Haltaf y Herger.
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También estaba yo entre ellos, sin poder comprender su idioma ni sus costumbres, ya que mi intérprete también había quedado en el campamento. Fue sólo por casualidad y por la gracia de Alá que uno de los guerreros, Herger, resultó ser un hombre de dotes inesperadas, que conocía algo de latín. Ello me permitió enterarme por Herger de los hechos que acontecieron. Herger era un joven guerrero muy alegre. En apariencia hallaba comicidad en todo y especialmente en mi propia depresión por el hecho de tener que viajar con ellos.

Estos nórdicos son, según afirman ellos mismos, los mejores navegantes del mundo y vi en su actitud un gran amor por los mares y el agua. Del barco diré lo siguiente: tenía veinticinco pasos de longitud y un ancho de ocho o algo más y era de excelente construcción, hecho de madera de roble. Era enteramente negro. Contaba con una vela cuadrada de tela y con aparejos de sogas de piel de foca trenzada.
[13]
El timonel iba en pie sobre una pequeña plataforma junto a la popa y manipulaba un timón fijado a un lado de la nave en el estilo de los romanos. El barco tenía bancos para remeros, pero nunca se empleaban, sino que se dependía más bien de la vela. La proa ostentaba, en lugar de mascarón, la efigie tallada en madera de un feroz monstruo marino, tal como los que se ven en otros veleros nórdicos. Había asimismo una cola en la popa. Sobre el agua la nave era muy estable y resultaba grato navegar en ella, lo que sumado a la confianza de los guerreros me reanimó un poco.

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