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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

Devoradores de cadáveres (6 page)

BOOK: Devoradores de cadáveres
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Junto al timonel había un lecho de pieles dispuestas sobre redes y otras pieles para cubrirse. Era el lecho de Buliwyf. Los demás guerreros dormían aquí y allí en cubierta, envueltos también en pieles y yo hice lo mismo.

Viajamos río arriba durante tres días, pasando junto a numerosas poblaciones pequeñas en las orillas. No nos detuvimos frente a ninguna de ellas. Llegamos entonces a otro centro más importante en una curva del Volga. Había allí centenares de personas, así como una ciudad de buen tamaño, y en el centro de ella, un kremlin o fortaleza con paredes de barro, todo ello de dimensiones imponentes. Pregunté a Herger cómo se llamaba aquel lugar.

—Es la ciudad de Bulgar —dijo—, del reino de Saqaliba. Es el kremlin del Yiltawar, rey de los Saqaliva.

—Este es precisamente el monarca ante quien fui enviado como emisario por mi Califa —repliqué yo, y con muchos ruegos solicité que se me permitiera desembarcar para cumplir la misión de mi Califa. Llegué a exigir esto y aun a mostrarme enfadado hasta el punto de que podía osar hacerlo.

La verdad es que los nórdicos no me prestaron atención. Helger se negaba a responder a mis peticiones y exigencias, y por fin se rió en mis mismas barbas y concentró la atención en la navegación del barco. Así, pues, éste pasó de largo frente a la ciudad de Bulgar, tan cerca de la costa, que alcancé a oír los gritos de los mercaderes y el balido de las ovejas. Estaba, no obstante, indefenso y no podía hacer nada, salvo contemplar el espectáculo frente a mis ojos. Al cabo de una hora también me impidieron hacer esto, por cuanto la ciudad de Bulgar se encuentra, como dije ya, en una curva del río y muy pronto desapareció de mi vista. De tal manera entré y salí de Bulgaria.
[14]

Transcurrieron ocho días más de navegación, siempre por el Volga. Alrededor de la cuenca del río el terreno era cada vez más montañoso. Llegamos por fin a un brazo del río, llamado por los nórdicos río Oker, y allí tomamos el brazo izquierdo y proseguimos nuestro trayecto diez días más. El aire era frío y el viento fuerte y había aún mucha nieve en el suelo. Hay además extensos bosques en esta región, que los nórdicos llaman Vada.

Llegamos en ese punto a una población de gentes del Norte, Massborg. No era una ciudad, sino un campamento con unas pocas casas de madera, de gran tamaño, según el estilo propio de la región. Esta ciudad vive de las ventas de alimentos a los mercaderes que van y vienen por esta ruta. Dejamos nuestro barco en Massborg y viajamos por tierra a caballo durante dieciocho días. Era ésta una región montañosa y accidentada además de intensamente fría y me sentí muy agotado por los rigores del viaje. Los nórdicos nunca viajan de noche. Tampoco suelen navegar de noche, sino que prefieren atracar su barco al atardecer y esperar hasta el alba antes de reanudar el trayecto.

A pesar de ello se registró un hecho. Durante nuestros viajes la duración de la noche se acortó tanto que no daba tiempo para cocinar siquiera una olla llena de carne. Tuve en verdad la impresión de que tan pronto como me tendía a dormir me despertaban los nórdicos para decirme: «Vamos, es ya de día; debemos proseguir el viaje». Tampoco era el sueño muy reparador en estos fríos lugares.

Me explicó asimismo Herger que en estas regiones del Norte el día es largo durante el verano y la noche muy larga durante el invierno, y que rara vez son de la misma longitud. Me dijo luego que todas las noches debería buscar la cortina del cielo. Una noche en que hice esto, vi en el cielo luces pálidas y arrasadas, de color verde y amarillo y a veces azul, que colgaban como un cortinado en las alturas, aunque a los nórdicos no les parece nada extraño.

Debimos viajar a continuación descendiendo desde la región montañosa para internarnos en otra de bosques. Los bosques de las tierras nórdicas son fríos y espesos, con árboles gigantescos. Es una tierra húmeda y fría y en algunos puntos tan verde que los ojos duelen a causa de la intensidad del color. En cambio en otros puntos es negra, sombría y amenazadora.

Viajamos durante siete días más a través de los bosques y debimos soportar mucha lluvia. Con frecuencia es típico de esta lluvia caer de forma tan copiosa que resulta opresiva. En algunos momentos llegué a temer ahogarme, por estar el aire tan impregnado de agua. En otros, cuando el viento soplaba la lluvia, ésta era como una tormenta de arena que hace arder la piel y los ojos y a la vez ciega.
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Estos nórdicos no temían a los salteadores en los bosques, y ya fuese porque eran tan vigorosos o bien porque no había bandidos, la verdad es que nunca nos sorprendió ninguno. La región del Norte está muy despoblada, o por lo menos tal fue mi impresión durante mis viajes por ella. Con frecuencia solíamos viajar de siete a diez días sin encontrar una población, hacienda o vivienda.

Viajábamos de la siguiente manera: Por la mañana nos levantábamos y por no poder haber hecho nuestras abluciones, montábamos a caballo y cabalgábamos hasta mediodía. Entonces uno u otro de los guerreros cazaba algún animal pequeño o bien un ave. Si llovía, se consumía este alimento sin cocer. Llovía muy a menudo y al principio me negué a comer carne cruda, que por otra parte no había sido sacrificada según los ritos o
dabah
, pero pasado algún tiempo opté por comer con el resto, y por decir en voz baja «en nombre de Dios» con la esperanza de que Dios comprendiera el trance en que me veía. Cuando no llovía, se encendía el fuego con una pequeña brasa encendida que llevaba el grupo y se cocinaba el alimento. Comíamos además moras y hierbas cuyos nombres ignoro. A continuación viajábamos el resto del día hasta llegada la noche, cuando volvíamos a descansar y a comer.

Muchas veces llovía durante la noche y buscábamos refugio debajo de los enormes árboles, pero a pesar de ello nos levantábamos empapados, con nuestras pieles igualmente empapadas. Los nórdicos nunca se quejaban, ya que de verdad que son alegres en todo momento. Sólo yo me quejaba, y mucho. No me prestaban atención.

Por fin dije una vez a Herger:

—La lluvia es fría.

Esto le hizo reír.

—¿Cómo puede ser fría la lluvia? —dijo—. Eres tú quien tiene frío, además de sentirte infeliz. La lluvia no es fría ni infeliz.

Vi que creía en esta tonta afirmación y que me creía tonto por creer lo contrario. Sin embargo, yo opinaba así.

Una noche, mientras estábamos comiendo, dije al comer algo: «En nombre de Dios», y Buliwyf preguntó a Herger qué había dicho yo. Le dije a Herger que era mi creencia que hay que consagrar el alimento y que por ello lo hacía siguiendo mis convicciones. Buliwyf me preguntó entonces:

—¿Es ésta la costumbre de los árabes?

Herger actuó como traductor. Repuse entonces:

—No, la verdad es que quien mata al animal debe encargarse de consagrar la comida. Digo estas palabras para no olvidar esto.
[16]

Los nórdicos hallaron cómico mi comentario. Rieron de buena gana. Buliwyf me dijo entonces:

—¿Sabes dibujar sonidos?

No comprendí bien qué quería decir y le pregunté a Herger, y después de hablar un poco más me di cuenta finalmente que se refería a la escritura. Los nórdicos llaman al discurso de los árabes ruido o sonido. Repliqué a Buliwyf que sabía escribir y también leer.

Me indicó que escribiera algo en el suelo. Bajo la luz de la hoguera, tomé un palo y escribí: «Alabado sea Dios».

Todos los nórdicos contemplaron la escritura. Me dijeron que leyera lo que decía, cosa que hice. Buliwyf se quedó entonces mirando largo rato la escritura con la cabeza hundida en el pecho.

Herger quiso saber:

—¿A qué Dios alabas?

Repuse que alababa al único Dios, cuyo nombre era Alá.

—Un solo dios no puede ser suficiente —objetó Herger.

Viajamos un día más y pasamos otra noche y otro día. Y la noche siguiente Buliwyf tomó un palo y dibujó en la tierra lo que yo había dibujado antes y me mandó que leyera.

Pronuncié las palabras en voz alta:

—Alabado sea Dios.

Al oír esto, Buliwyf quedó satisfecho y vi que me había impuesto una prueba, al memorizar los signos que yo había trazado y volvérmelos a mostrar.

A su vez Etchgow, lugarteniente o capitán de Buliwyf y un guerrero menos alegre que los otros, un hombre severo, más bien, me habló por intermedio del intérprete Herger, quien me dijo:

—Etchgow quiere saber si sabes trazar el sonido de su nombre.

Respondí afirmativamente y, tomando el palo, comencé a hacer trazos en el polvo. Inmediatamente Etchgow se levantó de un salto, me arrebató el palo y pisoteó mi escritura a la vez que gritaba algo enojado.

—Etchgow no desea que dibujes su nombre nunca y debes prometérselo —me dijo Herger.

Me quedé perplejo al ver que Etchgow estaba sumamente enfadado conmigo. También estaban enfadados los otros y me miraban con aprensión e ira. Prometí a Herger no dibujar el nombre de Etchgow ni el de ninguno de los otros. Al oír esto todos expresaron alivio.

No volvió a discutirse mi escritura después de este episodio, pero Buliwyf dio ciertas instrucciones y cada vez que llovía me conducían junto al árbol más grande del lugar y me daban más alimento que antes.

No siempre dormíamos en los bosques ni tampoco los atravesábamos. En el límite de algunos de ellos Buliwyf y otros se internaban con entusiasmo, cabalgando al galope en medio de los árboles espesos, sin preocuparse por nada ni mostrar el menor asomo de temor. En otros casos, frente a otros bosques, se detenía y vacilaba y los guerreros desmontaban, encendían una hoguera y ofrendaban algún tributo de alimento o bien unas pocas hogazas de pan duro o, en fin, un trozo de paño, antes de proseguir el camino. Por último, solían cabalgar por el borde de algunos de los bosques sin internarse en ellos.

Pregunté a Herger la razón de esta actitud. Herger me dijo que algunos bosques eran seguros y otros no, pero no me dio más explicaciones. Le pregunté entonces:

—¿Qué peligros hay en los bosques que hagan a éstos peligrosos?

—Hay cosas que no pueden conquistar los seres humanos, ni matar ninguna espada, ni quemar ningún fuego, y tales cosas se encuentran en los bosques.

—¿Cómo se sabe esto?

Al oír esta pregunta Herger se echó a reír y dijo:

—Ustedes los árabes siempre quieren tener razones para todo. Tienen en el corazón una gran bolsa repleta de razones.

—¿Y a ti no te interesan las razones? —pregunté a mi vez.

—No sirven para nada. Nosotros decimos que «un hombre debe ser moderado, pero no excesivamente sabio», para no correr el riesgo de conocer su destino de antemano. El hombre cuya mente está más libre de cuidados es el que no conoce su destino por anticipado.

Vi entonces que debía conformarme con aquella respuesta. Era verdad, en efecto, que en alguna ocasión, cuando yo formulaba algún tipo de pregunta y Herger la contestaba, si yo no comprendía la respuesta, le hacía otras preguntas a las cuales él volvía a responder. Otras veces, en cambio, al preguntarle algo, me replicaba de forma lacónica, como si mi pregunta no tuviera peso. En estos casos no conseguía arrancarle nada más, salvo un movimiento de cabeza.

En aquel punto reanudamos el viaje. En verdad debo decir que algunos de los bosques de aquellas tierras agrestes del Norte provocan una sensación de temor que no acierto a explicar. Por la noche, sentados alrededor del fuego, los nórdicos contaban historias de dragones y de bestias feroces y también de sus antepasados, quienes habían matado a estos seres. Ellos eran, según afirmaban, la causa de mi temor, a pesar de que las contaban sin temor aparente. En cuanto a los animales que describían, nunca los vi con mis propios ojos.

Una noche oí unos gruñidos que confundí con el rumor del trueno, pero ellos me dijeron que era el grito de un dragón en el bosque. No sé cuál es la verdad, así que transmito tan sólo lo que me dijeron.

La región del Norte es fría y húmeda y rara vez se deja ver el sol, ya que el cielo está siempre gris y cubierto de espesas nubes durante el día. Las gentes de la región son pálidas como el lino y tienen el pelo muy rubio. Después de muchos días de marcha no vi ya a nadie moreno y de verdad que los habitantes de dicha región me miraban con asombro por mi piel atezada y mi pelo oscuro. Muchas veces se acercaba a mí un granjero, su mujer o su hija para tocarme con un gesto acariciante. Herger reía y decía que querían borrarme el color por suponer que lo llevaba pintado sobre la piel. Son gente muy ignorante, sin conocimiento de la gran amplitud del mundo. En muchas oportunidades evidenciaban temerme y no osaban acercárseme mucho. En un lugar cuyo nombre no conozco, un niño dio un grito de terror y huyó a aferrarse a su madre cuando me vio.

Al ver esto los guerreros de Buliwyf lanzaron grandes risotadas de regocijo, pero pude observar lo siguiente: con el correr de los días, los guerreros de Buliwyf dejaron de reír y se mostraron cada vez más malhumorados. Herger me confió que estaban pensando en la bebida que les faltaba desde hacía muchos días. En cada hacienda o vivienda, Buliwyf y sus guerreros pedían bebida alcohólica, pero en estos lugares de gente pobre era frecuente que no la hubiese, ante lo cual se mostraban profundamente desilusionados, al punto que por fin desapareció toda su alegría.

Un día llegamos a una aldea donde los guerreros hallaron bebida y todos se embriagaron rápidamente, bebiendo con desenfreno y con tal avidez que no les preocupaba que el líquido se les derramase por las barbas y las ropas, tan apresurados estaban. En verdad, un miembro del grupo, el solemne guerrero Etchgow se enloqueció tanto con la bebida que cuando montó estaba aún ebrio y cayó del caballo al intentar bajar de él. El caballo le dio una coz en la cabeza y yo temí por la vida del hombre, pero Etchgow lanzó una carcajada y a su vez dio una patada al caballo.

Nos quedamos en esta aldea por el espacio de dos días. Me sentí muy asombrado de esto, por cuanto los guerreros habían mostrado hasta entonces mucho empeño y prisa en la prosecución del viaje. Ahora, en cambio, renunciaban a todo para beber y dormir luego bajo los efectos de la embriaguez. El tercer día Buliwyf dispuso que emprendiéramos la marcha, y los guerreros y yo proseguimos nuestro camino, sin que ellos hallaran nada extraño en la pérdida de dos días.

No estoy muy seguro de cuántos días más viajamos. Sé que en cinco ocasiones cambiamos caballos, pagando por los nuevos con oro y con los pequeños caracoles verdes que los nórdicos parecían apreciar mucho más que ningún otro objeto en el mundo. Y, por fin, llegamos a una aldea llamada Lenneborg, junto al mar. El mar estaba gris y también el cielo, y había un aire frío y cortante. En aquel lugar volvimos a embarcarnos.

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