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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

Devoradores de cadáveres (2 page)

BOOK: Devoradores de cadáveres
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El significado de estos descubrimientos no ha sido aclarado aún, pero indudablemente hoy resulta imposible considerar a los europeos prehistóricos como salvajes que holgazaneaban a la espera de los beneficios de la civilización oriental. Por el contrario, los europeos parecen haber dominado técnicas suficientemente importantes como para trabajar grandes masas de piedra y tenido asimismo el considerable conocimiento de la astronomía que les permitió construir Stonehenge, el primer observatorio del mundo.

Cabe, por tanto, poner en tela de juicio la predilección europea por la civilización oriental y el concepto mismo de la barbarie europea, el cual exige una revisión. Si tenemos presente el legado de la llamada barbarie, los vikingos adquieren nueva importancia y podemos someter a nuevo examen lo que se conoce de los escandinavos del siglo X.

En primer lugar, debemos reconocer que los vikingos nunca constituyeron un grupo claramente unificado. Lo que vieron los europeos fueron grupos dispersos y aislados de hombres de mar procedentes de una extensa zona geográfica —Escandinavia es mayor que Portugal, España y Francia reunidas— y que zarpaban desde sus estados feudales con fines de comerciar, cometer actos de piratería o ambas cosas. Los vikingos no distinguían mucho entre esas dos actividades. Es necesario comentar aquí que se trata de una tendencia compartida por muchos navegantes, desde los griegos hasta los isabelinos.

De hecho, para tratarse de gente carente de civilización que no «sentía la necesidad de mirar más allá de la próxima batalla», los vikingos revelan una conducta inusitadamente estable y a determinados fines. Como prueba de la extensión de su comercio, la moneda árabe aparece en Escandinavia ya en el año 692 de la Era Cristiana. Durante los cuatrocientos años subsiguientes los mercaderes-piratas vikingos llegaron hacia el oeste hasta Terranova, hacia el sur hasta Sicilia y Grecia (donde dejaron inscripciones talladas sobre los leones de Delos) y hacia el este hasta los Urales en Rusia, donde los mercaderes nórdicos establecieron contacto con las caravanas que llegaban por la ruta de la seda a China. Los vikingos no fueron constructores de imperios y es común afirmar que su influencia en este vasto territorio no fue permanente. No obstante, fue lo bastante para que dejaran sus nombres en numerosas localidades de Inglaterra, mientras en Rusia dieron su nombre a la nación misma (nombre derivado del de una tribu nórdica, la Rus). En cuanto a la influencia más sutil de su vigor pagano, de su energía implacable y de su sistema de valores, el manuscrito de Ibn-Fadlan muestra cuántas de las actitudes típicas de los nórdicos han perdurado hasta el día de hoy. En verdad hay algo notablemente familiar a la sensibilidad moderna en la forma de vida de los vikingos, a la vez que un elemento de producto atractivo.

Acerca del autor

Convendría decir algo acerca de Ibn-Fadlan, el hombre que nos habla con una voz tan personal, a pesar de haber pasado ésta por el filtro de mil años y por el de transcriptores y traductores provenientes de tantas tradiciones lingüísticas y culturales diferentes.

Sabemos poco o nada de su historia personal. Al parecer, era un hombre culto y, a juzgar por sus hazañas, no pudo haber tenido mucha edad. Manifiesta explícitamente pertenecer a la familia del califa, a quien no admiraba en particular. En este sentimiento le acompañaban muchos, por cuanto el califa Al-Muqtadir fue depuesto dos veces y por último asesinado por uno de sus propios oficiales.

De la sociedad de su tiempo sabemos algo más. En el siglo X Bagdad, la Ciudad de la Paz, era la ciudad más civilizada de la Tierra. Dentro de sus célebres murallas circulares vivían más de un millón de habitantes. Bagdad era el centro de la actividad intelectual y comercial dentro de un marco de extraordinaria belleza, elegancia y esplendor. Había jardines perfumados, glorietas sombreadas y frescas y las riquezas acumuladas por un vasto imperio.

Los árabes de Bagdad eran musulmanes fervorosos. No obstante, estaban expuestos al contacto con pueblos distintos que actuaban de manera diferente y tenían creencias también diferentes. Los árabes eran, en realidad, los individuos menos provincianos de ese tiempo, hecho que los convertía en agudos observadores de las culturas extranjeras.

El mismo Ibn-Fadlan fue sin duda un hombre inteligente y observador. Le interesaban tanto los detalles de la vida cotidiana como las creencias de las gentes. Mucho de lo que vio le resultó vulgar, obsceno y bárbaro, pero no perdió mucho tiempo en manifestar indignación. Una vez expresada su censura, pasa inmediatamente a sus obligaciones imparciales. Sus comentarios traslucen una notable imparcialidad.

Su estilo de describir los hechos puede parecer excéntrico para la modalidad occidental. No relata una historia tal como estamos habituados a oírla. Tendemos a olvidar que nuestro propio sentido del drama tiene sus orígenes en la tradición oral, la representación viva por parte de un bardo ante un auditorio que a menudo tiene que haberse mostrado inquietante e impaciente, o bien somnoliento después de una comida copiosa. Nuestras historias más antiguas, la
Ilíada
,
Beowulf
y la
Canción de Roldán
, fueron creadas para ser cantadas por juglares cuya función principal y cuya primera obligación era entretener.

Ibn-Fadlan, en cambio, fue un escritor y su fin principal no era entretener. Tampoco tenía que glorificar a algún mecenas que le escuchase, ni reforzar los mitos de la sociedad en que vivía. Por el contrario, fue un embajador que debió entregar un informe. Su tono es el de un auditor de impuestos, no el de un bardo; el de un antropólogo, no el de un dramaturgo. Más aún, a menudo desperdicia los elementos más cautivadores de su narración para evitar que se interpongan en su relato claro y equilibrado.

A veces esta falta de pasión es tan exasperante que no reconocemos la agudeza de Ibn-Fadlan como espectador. Durante siglos después de Ibn-Fadlan la tradición entre los viajeros fue escribir crónicas infinitamente especulativas y fantásticas acerca de las maravillas del extranjero, como animales que hablaban, hombres que volaban, encuentros con mariposas gigantes y con unicornios. Hace tan sólo ochocientos años había europeos, en otros aspectos sensatos, que rellenaban cuartillas con disparates sobre babuinos africanos que libraban guerras con granjeros, por ejemplo.

Ibn-Fadlan nunca especula. Cada una de sus palabras suena a verdad y cuando informa acerca de algo que sólo conoce de oídas, se cuida de señalarlo. Se muestra de igual modo puntilloso en especificar cuando ha sido testigo presencial. Es por ello que utiliza infinidad de veces la frase «Lo vi con mis propios ojos».

En definitiva, es esta cualidad de total veracidad lo que hace que su relato sea tan horripilante. Su encuentro con los monstruos de la niebla, los devoradores de cadáveres, es descrito con la misma atención al detalle, el mismo cuidadoso escepticismo que caracteriza el resto del manuscrito.

Sea como fuere, el lector podrá juzgar por sí mismo.

Manuscrito de Ibn-Fadlan en el que relata sus experiencias entre los nórdicos en el año 922 de la era cristiana
Inicio del viaje desde Bagdad

¡Loado sea Dios, el Misericordioso, el Compasivo, el Señor de los Dos Mundos, y bendiciones y paz al Príncipe de los Profetas, nuestro dueño y señor Muhammad, a quien Dios bendiga y proteja y confiera durable e ininterrumpida paz y beneficios hasta el Día de la Fe!

Este es el libro de Ahmad Ibn-Fadlan, Ibn-al-Abbas, Ibn-Rasid, Ibn-Hammad, cliente de Muhanunad Ibn-Sulayman, embajador de al-Muqtadir ante el rey de los Saqaliba, en el cual relata lo que viera en la tierra de los turcos, los hazars, los saqaliba, los baskirs, los rus y los nórdicos, las historias de sus reyes y su manera de comportarse en muchos quehaceres de su vida.

La carta de Yiltawar, rey de los Saqaliba, llegó a manos del comandante de los fieles, al-Muqtadir. En ella Yiltawar le solicitaba que enviara a alguien capaz de instruirlo en religión y de familiarizarlo con las leyes del Islam, que le construyera una mezquita y le levantara un púlpito desde el cual llevar a cabo la misión de convertir a su pueblo en todos los distritos de su reino, como asimismo consejo acerca de la construcción de fortificaciones y de obras de defensa. Luego rogaba al califa que hiciera todo esto. El intermediario en este cometido era Dadir-al-Hurami.

El comandante de los fieles, al-Muqtadir, como muchos lo sabemos, no era un califa fuerte y justo, sino más bien inclinado a los placeres y a los discursos lisonjeros de sus funcionarios, quienes le consideraban un tonto y se mofaban de él a sus espaldas. No pertenecía yo a ese grupo ni era amado de forma especial por el califa, por los motivos siguientes.

En Bagdad, la Ciudad de la Paz, vivía un mercader de cierta edad llamado Ibn-Qarin, rico en todas las cosas pero carente de un corazón generoso y de amor a los hombres. Atesoraba su oro y también a su joven esposa a quien nadie había visto, a pesar de que todos la tenían por una mujer inimaginablemente bella. Cierto día, el califa me envió a entregar un mensaje a Ibn-Qarin. Me presenté en la casa del mercader y solicité ser admitido con mi carta y mi sello. Hasta hoy, ignoro el contenido de esa carta, pero no tiene importancia.

El mercader no estaba en casa, por haberse ausentado al extranjero en misión de negocios. Expliqué al criado que debía esperar su regreso, pues tenía instrucciones del califa de entregar el mensaje exclusivamente en manos de su amo. En vista de ello el criado me permitió entrar en la casa, proceso que requirió algún tiempo, ya que la puerta de la casa tenía numerosos pasadores, cerrojos, barras y pestillos, tal como suele ocurrir en las casas de los avaros. Por fin entré. Permanecí allí todo el día, sediento, pero los servidores del avariento mercader no me ofrecieron ningún refrigerio.

En medio del calor de la tarde, cuando toda la casa estaba silenciosa y mientras dormían los servidores, también yo me sentí somnoliento. Entonces vi delante de mí una aparición vestida de blanco, una mujer joven y bella, que supuse sería la mujer del mercader, a quien ningún hombre había visto nunca. No habló, sino que con gestos me condujo a otro cuarto y una vez allí cerró la puerta con el cerrojo. Gocé de ella sin vacilar y no fue necesario estimularla para ello porque su marido era viejo y sin duda no la satisfacía. Así pasó muy rápidamente la tarde, hasta que oímos al amo que volvía. Inmediatamente la esposa se levantó y me dejó, sin haber pronunciado una sola palabra en mi presencia. Quedé solo y arreglándome las ropas con algo de prisa.

Diré aquí que pude ser sorprendido, de no haber mediado aquellos pasadores y cerrojos que impedían la entrada del avaro en su propia casa. No obstante, el mercader Ibn-Qarin me encontró en el cuarto contiguo, me miró con suspicacia, y preguntó por qué estaba allí en lugar de haber esperado en el patio, el lugar apropiado para un mensajero. Repliqué que estaba hambriento y fatigado y había ido en busca de alimento y sombra. Era una mentira muy poco convincente y el mercader no me creyó. Se quejó, entonces, al califa, quien, según sé, se sintió secretamente divertido, pero al mismo tiempo obligado a adoptar una expresión de severa censura en público. De ese modo, cuando el gobernante de Sagaiba solicitó al califa el envío de una misión, este mismo Ibn-Qarin, despechado, insistió en que me enviaran a mí. Así pues, fui enviado.

En nuestro grupo estaba el embajador del rey de Saqaliba, llamado Abadallah Ibn-Bastu al-Hazafi, un hombre majadero y altisonante que hablaba demasiado. Estaban también Takin al-Turki y Bars al-Saqlabi, guías para el viaje y, por último, yo. Llevábamos presentes para el rey, su esposa, sus hijos y sus generales. Llevábamos asimismo ciertas drogas que fueron encomendadas al cuidado de Sausan el-Rasi. Tal era nuestro grupo.

Partimos, pues, el jueves, undécimo día del Safar del año 309 (21 de junio de 921), de la Ciudad de la Paz. Nos detuvimos un día en Nahwaran y desde allí avanzamos a buen paso hasta llegar a al-Daskara, donde permanecimos tres días. Proseguimos sin dar ningún rodeo hasta Hulwan. Allí nos detuvimos dos días. Desde allí proseguimos hacia Qirmisin, donde paramos dos días. Reanudamos el viaje y avanzamos hasta Hamadan, donde nos quedamos tres días. Llegamos luego a Sawar, para quedar allí otros dos, y después partimos hacia Ray, donde permanecimos once días, esperando a Ahmad Ibn-Ali, hermano de el-Rasi, que estaba en Huwar al-Ray. Desde allí proseguimos hasta Huwar al-Ray, donde permanecimos tres días.
[1]

Nuestra permanencia en Gurganiya fue prolongada. Estuvimos allí varios días del mes de Ragab (noviembre) y durante todos los de Saban, Ramadan y Sawwal. Esta larga estancia fue provocada por un frío de intensas proporciones. Diré que me contaron que dos hombres llevaron camellos a la selva en busca de lumbre. Olvidaron, no obstante, llevar pedernal y astillas y por ello durmieron a la intemperie sin siquiera contar con una fogata. Cuando despertaron a la mañana siguiente, descubrieron que los camellos estaban congelados como estatuas a causa del frío.

Pude ver que el mercado y las calles de Gurganiya estaban completamente desiertos a causa del frío. Era posible pasearse por las calles sin encontrar ser alguno. Una vez, cuando salía del baño, entré en mi casa y me miré la barba, que era un bloque de hielo. Tuve que descongelarla junto al fuego. Vivía día y noche dentro de una casa contenida dentro de otra, y en cuyo interior se había levantado una tienda turca hecha de paño, en la que yo permanecía envuelto en abundantes ropas y mantas de piel. A pesar de todo ello, a menudo las mejillas se pegan a la almohada durante la noche.

En estos extremos de frío comprobé que la tierra suele sufrir grandes grietas y que un árbol grande y vetusto puede llegar a partirse en dos mitades.

A mediados del mes de Sawwal del año 309 (febrero del 922), el tiempo comenzó a cambiar, el río comenzó a deshelarse y nos procuramos los elementos necesarios para el viaje. Compramos camellos turcos y botes de piel de camello, como preparación para el cruce de los ríos que deberíamos efectuar en la tierra de los turcos.

Almacenamos provisiones de pan, mijo y carne salada para tres meses. Nuestras amistades en la ciudad nos guiaron en la compra de las ropas que habríamos de necesitar. Estos amigos nos describieron las pruebas que nos aguardaban en términos horripilantes y por nuestra parte imaginamos que exageraban, pero cuando sufrimos las experiencias, todo fue peor de lo que nos habían dicho.

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