Authors: Christopher Hitchens
Por lo que se refiere a las normas más fundamentales, solo es preciso consultar una vez más el argumento del diseño. La gente desea enriquecerse y prosperar, y aunque pueden muy bien prestar o incluso regalar dinero a algún amigo o pariente que lo necesite y no pedir a cambio nada más que se lo devuelvan en algún momento o que les den las gracias, no adelantarán dinero a un absoluto desconocido sin esperar algún interés a cambio. Por una bonita casualidad, la codicia y la avaricia son los acicates del desarrollo económico. Nadie que haya estudiado este tema desde David Ricardo hasta Karl Marx o Adam Smith ha dejado de ser consciente de este hecho. «No es la benevolencia» del panadero, señalaba Smith con su sagaz estilo escocés, la que nos procura el pan nuestro de cada día, sino su propio interés por cocerlo y venderlo. En cualquier caso, podemos optar por ser altruistas (lo que quiera que esto signifique), pero por definición no se nos puede
obligar
a ser altruistas. Tal vez fuéramos mejores mamíferos si no estuviéramos «hechos» así, pero nada puede ser sin duda más absurdo que tener un «creador» que luego te prohíbe el instinto que él mismo instiló en ti.
«Libre albedrío», responden los casuistas. Tampoco hay que obedecer las leyes que prohíben el asesinato o el robo. Bueno, uno puede estar genéticamente programado para hacer gala de determinadas dosis de agresividad, odio y gula, y no obstante también lo bastante evolucionado para tener cautela antes de dejarse llevar por cualquier impulso. Si nos entregáramos siempre a todos y cada uno de nuestros instintos más básicos, la civilización habría sido imposible y no existiría escritura con la que proseguir esta discusión. Sin embargo, no cabe ninguna duda de que un ser humano, hombre o mujer, de pie o tumbado, ve que su mano llega justo hasta los genitales. Resulta útil sin duda para protegerse de agresores primitivos una vez que nuestros antepasados decidieron asumir el riesgo de ponerse en pie y exponer sus vísceras a las agresiones, y es al mismo tiempo un privilegio y una provocación negada a la mayoría de los cuadrúpedos (algunos de los cuales pueden compensarlo aproximando el hocico al mismo lugar al que nosotros podemos llegar con los dedos y las palmas de las manos). Ahora bien: ¿quién concibió la regla de que esta fácil aposición entre lo manual y lo genital estuviera prohibida, incluso como pensamiento? Por decirlo más claramente, ¿quién ordenó que
se debe
tocar (por otros motivos que no tengan nada que ver con el sexo ni la reproducción) pero también que
no se debe?
Ni siquiera parece haber aquí ninguna auténtica autoridad de las escrituras, y sin embargo casi todas las religiones han convertido esta prohibición en algo casi absoluto.
Podríamos escribir todo un libro dedicado únicamente a la grotesca historia de la religión y el sexo y al sagrado pánico al acto procreador y a los impulsos y necesidades asociados a él, desde la emisión de semen hasta la efusión de sangre menstrual. Pero un modo adecuado de condensar toda esta fascinante historia puede ser formular una única pregunta provocativa.
Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde sinceramente.
Iván a Aliosha, en Los hermanos Karamazov
Cuando reflexionamos acerca de si la religión ha «causado más perjuicio que bien» (sin que esto quiera decir nada
en absoluto
acerca de su veracidad o autenticidad), nos enfrentamos a una cuestión imponderablemente vasta. ¿Cómo podríamos llegar a saber cuántos niños llevan una vida deteriorada desde el punto de vista físico y psicológico a causa de la inculcación obligatoria de la fe? Esto es casi tan difícil de determinar como el número de sueños y visiones religiosas y espirituales que resultaron ser «auténticas», las cuales para poseer un mínimo valor deberían ponderarse frente a todos los casos no registrados u olvidados que resultaron no serlo. Pero podemos estar seguros de que la religión siempre ha confiado en aprovecharse de las mentes no formadas e indefensas de los jóvenes y ha hecho todo lo posible por asegurarse este privilegio estableciendo alianzas con los poderes seculares del mundo material.
Uno de los grandes ejemplos de terrorismo moral de nuestra literatura es el sermón pronunciado por el padre Arnall en
Retrato del artista adolescente,
de James Joyce. Este repugnante y anciano sacerdote prepara a Stephen Dedalus y a los demás jóvenes «a su cargo» para un retiro espiritual en honor de san Francisco Javier (el hombre que llevó la Inquisición a Asia y cuyos huesos todavía veneran quienes optan por venerar huesos). Decide impresionarles con una larga y retorcida descripción del castigo eterno, como las que la Iglesia solía imponer cuando todavía tenía seguridad en sí misma para hacerlo. Es imposible citar toda la perorata, pero hay dos elementos particularmente vívidos que tienen interés en relación con la naturaleza de la tortura y la naturaleza del tiempo. Es fácil detectar que las palabras del sacerdote están destinadas
precisamente
a atemorizar a los niños. En primer lugar, las imágenes son intrínsecamente ingenuas. En el apartado de las torturas, el propio diablo hace que una montaña se desmenuce como si estuviera hecha de cera. Se evocan todo tipo de enfermedades escalofriantes y se explota el miedo infantil a que un dolor semejante pudiera prolongarse para siempre. Cuando llega el momento de esbozar una unidad de tiempo, vemos a un niño en la playa jugando con los granos de arena y a continuación la magnificación infantil de las unidades («Papá, ¿qué pasaría si hubiera un millón de millones de millones de pitillones de gatitos? ¿Ocuparían el mundo entero?») para después, añadiendo aún más multiplicaciones, evocar las hojas verdes de la naturaleza e invocar las pieles, plumas y escamas de los animales domésticos. Durante siglos, las personas adultas se han dedicado a asustar así a los niños (y a atormentarles, pegarles y también violarlos, como queda patente en el recuerdo de Joyce y en el recuerdo de infinidad de otros muchos).
También es fácil detectar las demás sandeces y crueldades inventadas por las personas religiosas. La idea de la tortura es tan antigua como la maldad de la humanidad, que es la única especie con la imaginación suficiente para suponer el daño que puede ocasionar cuando se le inflige a otro. No podemos culpar a la religión de este impulso, pero podemos condenarla por institucionalizar y refinar la práctica. Los museos de la Europa medieval desde Holanda hasta la Toscana están abarrotados de instrumentos y mecanismos con los que los santos varones trabajaban con devoción para averiguar cuánto tiempo se podía mantener vivo a alguien al que se estaba abrasando. No es necesario entrar en más detalles, pero también existen libros religiosos de introducción a este arte y guías para detectar la herejía mediante el dolor. A quienes no eran lo bastante afortunados para que se les permitiera participar en el «auto de fe» (que es como se denominaba a una sesión de tortura) se les daba rienda suelta para fantasear con todas las escabrosas pesadillas que pudieran y a infligirlas de palabra con el fin de mantener al ignorante en un estado de temor permanente. En una era en la que se podía disfrutar de muy pocos entretenimientos, un buen acto público de quema en la hoguera, descuartizamiento o desmembramiento en la rueda de tortura solía ser todo el esparcimiento que los piadosos podían ofrecer. Nada avala la naturaleza artificial de la religión de un modo tan obvio como la mente enferma que concibió el infierno, a menos que sea la mentalidad profundamente limitada que no ha conseguido describir el cielo salvo como un lugar de comodidad terrenal, tedio eterno o (como pensaba Tertuliano) gozo permanente con la tortura de los demás.
Los infiernos precristianos también eran muy desagradables y su invención apelaba al mismo ingenio sádico. Sin embargo, en algunos de los primeros de los que tenemos noticia (sobre todo, el hinduista) se permanecía durante un tiempo limitado. Un pecador, por ejemplo, podía ser condenado a pasar un determinado número de años en el infierno, en donde cada día equivalía a 6.400 años humanos. Si alguien daba muerte a un sacerdote, la condena impuesta por ello era de 149.504 millones de años. A partir de ese momento se le permitía ir al nirvana, lo cual parece significar la aniquilación. Los cristianos tuvieron que buscar un infierno contra el que no hubiera recurso posible. (Y la idea se puede plagiar fácilmente: en una ocasión oí a Louis Farrakhan, el líder de la herética Nación del Islam integrada únicamente por negros, arrancar un estruendoso rugido de la multitud en el Madison Square Garden. Arrojando baba contra los judíos gritó: «Y no lo olvidéis; cuando es Dios quien os envía a los hornos… ¡ES PARA SIEMPRE!».)
La obsesión por los niños y por el estricto control sobre su educación ha formado parte de todos los sistemas de autoridad absoluta. Tal vez fuera realmente un jesuíta el primero del que se cuenta que afirmó «Entregadme al niño hasta que tenga diez años y yo os devolveré al hombre»; pero la idea es mucho más antigua que la escuela de Ignacio de Loyola. El adoctrinamiento de los jóvenes tiene a menudo el efecto contrario, como bien sabemos por el destino de muchas ideologías seculares; pero parece que las personas religiosas correrán este riesgo para imprimir la suficiente propaganda en el chico o la chica medios. ¿Qué otra cosa podríamos esperar que hicieran? Si la instrucción religiosa no estuviera autorizada hasta que los niños hubieran alcanzado la madurez, viviríamos en un mundo muy distinto. Los padres que profesan creencias religiosas están divididos en este aspecto, puesto que confían de forma natural en compartir con su prole las maravillas y delicias de la Navidad y demás fiestas (y para contribuir a amansar a los indisciplinados también pueden hacer buen uso de dios, además de otras figuras secundarias como Papá Noel). Pero veamos lo que pasaría si en la primera adolescencia el niño se alejara para abrazar incluso otras creencias, cuando no otros cultos. En ese caso los padres proclamarían que ese culto se estaba aprovechando del inocente. Todos los monoteísmos formulan o solían formular precisamente por esta razón una prohibición rotunda contra la apostasía. En
Memorias de una joven católica,
Mary McCarthy recuerda la impresión que sufrió al enterarse por un predicador jesuíta que su abuelo protestante, protector y amigo suyo, estaba condenado al castigo eterno porque había sido bautizado de forma incorrecta. Como era una niña inteligente y precoz, no dejaría que el asunto se le pasara hasta haber conseguido que la madre superiora consultara a las más altas autoridades y descubriera un vacío jurídico en los escritos del obispo Atanasio, que sostenía que solo se condenaba a los herejes si rechazaban la Iglesia verdadera con plena conciencia de lo que estaban haciendo. Su abuelo, pues, era lo bastante inconsciente de cuál era la verdadera Iglesia como para eludir el infierno. Pero ¡vaya un sufrimiento al que someter a una niña de once años! Y pensemos solo en el número de niños no tan curiosos que aceptaron esta malvada enseñanza sin ponerla en duda. Quienes mienten así a los pequeños están extremadamente enfermos.
1
Se pueden aducir dos ejemplos más: uno de enseñanza inmoral y otro de práctica inmoral. La enseñanza inmoral tiene que ver con el aborto. Dada mi condición de materialista, creo que se ha demostrado que un embrión es un organismo y una entidad independiente, y no meramente (como algunos defendían) un bulto añadido al cuerpo o en el cuerpo del organismo femenino. Solían ser las feministas quienes decían que no era más que un apéndice, o incluso un tumor (esto se argumentaba en serio). Esa insensatez parece haberse frenado. Una de las consideraciones que la han frenado es la fascinante y conmovedora imagen proporcionada por el ecógrafo, y otra la supervivencia de bebés «prematuros» con el peso de una pluma que han alcanzado «viabilidad» fuera del útero materno. Esta es otra forma más mediante la cual la ciencia puede hacer causa común con el humanismo. Del mismo modo que ningún ser humano con una facultad moral media podría mostrarse indiferente cuando ve que se pega una patada en el estómago a una mujer, así tampoco podría dejar de sentirse aún más escandalizado si la mujer en cuestión estuviera embarazada. La embriología corrobora la moral. Aun cuando se utilicen con un tono politizado, las palabras «niño no nacido» describen una realidad material.
Sin embargo, esto no hace más que abrir el debate en lugar de cerrarlo. Puede haber muchas circunstancias en las que no sea deseable llevar a término un feto. O la naturaleza o dios parecen valorar este hecho, puesto que un número muy alto de embarazos son, por así decirlo, «abortados» debido a malformaciones y se conocen cortésmente como «espontáneos». Por triste que sea, este resultado seguramente es menos desgraciado que el gran número de niños que habrían nacido con malformaciones, deficiencias o muertos, o cuyas cortas vidas habrían sido un tormento para sí mismos y para otros. Por consiguiente, al igual que sucede con la evolución en general, en el útero encontramos un microcosmos de naturaleza y evolución en sí mismas. En primer lugar comenzamos siendo diminutas formas anfibias, hasta que poco a poco desarrollamos los pulmones y el cerebro (cultivamos y nos deshacemos de una mata de pelo ahora inútil), y luego nos esforzamos por salir al exterior y respirar aire puro tras una transición un tanto dificultosa. De este modo, el sistema es bastante despiadado al eliminar a aquellos que jamás tuvieron muchas posibilidades de sobrevivir en primera instancia: nuestros antepasados de la sabana no habrían sobrevivido tampoco si hubieran tenido varios niños enfermizos y holgazanes a los que proteger de los depredadores. Aquí la analogía de la evolución tal vez no sea tanto la de la «mano invisible» de Adam Smith (un concepto del que siempre he desconfiado) como el modelo de «destrucción creativa» de Joseph Schumpeter, mediante el cual nos acostumbramos a una determinada proporción de actos fallidos naturales teniendo en cuenta lo despiadada que es la naturaleza y remontándonos a los remotos prototipos de nuestra especie.
2
Así pues, no todas las concepciones desembocan, o desembocaron siempre, en nacimientos. Y desde que la mera lucha por la existencia empezó a amainar, la ambición de la inteligencia humana se ha cifrado en aumentar el control sobre la tasa de reproducción. Las familias que viven a merced de la simple naturaleza y su inevitable exigencia de profusión vivirán atadas a un ciclo que no es mucho mejor que el ciclo animal. El mejor modo de adquirir ciertas dosis de control es mediante la profilaxis, por la que se ha luchado sin descanso desde las épocas de las que disponemos de datos y que en nuestros días se ha vuelto relativamente segura e indolora. La segunda mejor solución, si es necesaria (y a veces puede ser deseable por otras razones), es la interrupción del embarazo: un recurso rechazado del que muchos se lamentan aun cuando se haya llevado a cabo por estricta necesidad. Todos los seres pensantes reconocen en esta cuestión un doloroso conflicto de derechos e intereses y se esfuerzan por alcanzar cierto equilibrio. La única proposición que es absolutamente inútil, tanto desde el punto de vista moral como práctico, es la asilvestrada afirmación de que los espermatozoides y los óvulos son todos ellos vidas potenciales a las que no se debe impedir fusionarse y que, cuando llevan unidas aunque sea unos instantes, ya tienen alma y deben estar protegidas por la ley. Según este criterio, un dispositivo intrauterino que impide que el embrión se implante en la pared del útero es un arma homicida, y un embarazo ectópico (el catastrófico accidente que hace que el óvulo empiece a crecer en el interior de la trompa de Falopio) es una vida humana en lugar de un óvulo ya fracasado que, además, representa una grave amenaza para la vida de la madre.