—¡Sacrilegio!
Su bota apretó más fuerte. Esta vez estaban decidiendo por ella. Mina quería gritar; pero, en cambio, sólo pasó por sus labios un sonido de placer.
La criatura bramó de dolor. Su cabeza cayó hacia atrás, con los ojos en blanco. Un último grito ahogado salió de los labios que ella había besado una vez; al cabo de un momento, su amado estaba definitivamente muerto. Nunca más tendría que soportar la carga de esa espantosa elección.
Durante muchos años, Mina había ansiado conocer la verdad: ella lo había visto desmoronarse y convertirse en polvo, pero al no haber visto el cadáver siempre le había quedado la duda en su mente. En cierto modo había sido mejor no saberlo. Así, al menos conservaba la esperanza de que pudiera haber sobrevivido.
Mina observó una mano enguantada en negro, adornada con un anillo de rubí, que, con un hábil movimiento, cogió el
kukri
por su empuñadura de marfil. Con gran placer, la mano arrancó la hoja del cadáver de la criatura.
Los dedos enguantados en negro limpiaron el cuchillo en su manga derecha. Por un instante, Mina vio un reflejo en su acero. No era su propia cara la que miraba, sino la cara de una extraña. Y entonces se dio cuenta de que los rizos de la extraña eran de un cautivador negro azabache. Sus ojos eran de un azul gélido y descorazonados, carentes de emoción. Su cuerpo vibraba con placer por la muerte reciente y el aroma de la sangre caliente.
Mina sentía repulsión, pero todos los músculos de su cuerpo se tensaban con éxtasis al tiempo que la invadía una ola de desesperación.
Abrió otra vez los ojos y se quedó asombrada de ver que estaba de nuevo en su casa de Exeter, en su silla del salón. Su cuerpo todavía vibraba, no por la victoria, sino por el éxtasis. Las numerosas manos estaban bajo su vestido, acariciando todos los centímetros de su piel al mismo tiempo. Su cuerpo se convulsionó en espasmos que le venían en oleadas y llegó al orgasmo tan violentamente que gritó por el casi insoportable placer. Su orgasmo fue tan intenso que la foto enmarcada de Jonathan que agarraba contra el pecho salió volando por la sala y se estrelló contra la librería. Al final se recostó abrumada, respirando agitadamente para recuperar el aliento. Una sonrisa curvó sus labios. En el corazón sentía el peso de la culpa, pero su cuerpo sentía una satisfacción sin parangón. Mina había tenido razón desde el principio; sólo había un ser que podía hacerla sentir así. ¿Ahora era un fantasma? Su nombre estaba a punto de aflorar a sus labios cuando Mina se vio, de repente, asaltada por el hedor de la tumba.
Una neblina carmesí fluyó desde debajo del corpiño de su vestido. Ascendió y cobró la forma fantasmal de una mujer. Cuando los rasgos amorfos de la niebla se definieron más, Mina reconoció la figura. Era la belleza que se había reflejado en el filo del
kukri
. Ella era la mujer que había matado a su príncipe. Mina sintió arcadas.
Se movió para escapar de la neblina violadora, pero su atacante la obligó a quedarse en la silla, sentándose a horcajadas sobre ella. Se inclinó hacia delante, tapándole la boca con la suya. Metió la lengua en la boca de Mina y la desgarró con sus propios colmillos. La sangre goteó en la boca de Mina.
Mina gritó, escupió y trató de apartar la cabeza, pero la mujer le separó los labios para meter la lengua de Mina en su boca. Mina se debatió al sentir el pinchazo de los colmillos y su mente se llenó de visiones terroríficas e inexplicables. Mujeres jóvenes colgadas boca abajo, desnudas, con las gargantas abiertas y su sangre manando en una ducha espeluznante.
La mujer se apartó, sonriendo. Su voz familiar quebró el silencio.
—Todo lo que queda de tu amante, de tu príncipe oscuro, es una sombra débil de su antiguo ser. Estás sola. Tu hora ha llegado, cariño.
Dicho esto, se disolvió en una neblina roja y abandonó la casa.
Mina se cayó de la silla, aferrándose a la pequeña cruz de oro que le colgaba del cuello. Temblando y con las rodillas flaqueándole, se arrastró hasta la librería, donde encontró una botella de whisky que había caído al suelo y que milagrosamente no se había roto. Sacó el corcho y se enjuagó desesperadamente la boca con el líquido ardiente, gimiendo de dolor cuando el alcohol entró en contacto con la herida de su lengua. Tosió, derramando el whisky y tratando de recuperar el control de sí misma. Una mezcla de recuerdos que no eran suyos inundó su mente. Mina y su agresora habían compartido sangre; se dio cuenta de que los pensamientos de aquel monstruo femenino, sus deseos, su odio y su depravación eran también suyos. Su agresora había sido siempre una parte oculta de aquella historia terrible. Su agresora había matado a Drácula. Su agresora era la bestia que estaba dando caza a la banda de héroes, que los estaba asesinando uno a uno. Su agresora era la condesa Erzsébet Báthory.
Q
uincey estaba de pie en el inmenso y desolado muelle. Una niebla baja envolvía el agua del canal de la Mancha, pero se oían las olas que lamían suavemente los pilares de madera. El pacífico encuadre ocultaba la amargura del joven. Pisaba con fuerza, con la esperanza de que el impacto le calentara el cuerpo. Su abrigo, aún húmedo de la lluvia, no le servía de nada para calentarse. Los pensamientos cargados de ira que se arremolinaban en su cabeza tampoco contribuían a templarle el alma.
Sólo una semana antes, su camino parecía despejado y seguro. Había hecho caso a su corazón. Había decidido hacerse actor y productor, dejando de lado los deseos de su padre de una vez por todas. Sin embargo, una vez que su padre había sido asesinado y su madre expuesta como una mentirosa, Quincey sólo podía concentrarse en una cosa: venganza. Necesitaba encontrar a la bestia que había matado a su padre y destruirla con sus propias manos. Se hallaba en una encrucijada del destino. Sus sueños tendrían que esperar.
Miró el reloj; la goleta llegaba tarde. Contempló el mar, sabiendo que tenía que tomar una decisión antes de que llegara el barco. No alcanzaba a distinguir nada a través de la siniestra niebla que se pegaba a la superficie del agua. Ni siquiera la luz del solitario faro conseguía penetrar la niebla. Basarab había fletado una goleta para que lo llevara a Inglaterra al amparo de la noche, donde ni la muchedumbre de admiradores ni la prensa se enterarían de su llegada. No había ni un alma en los muelles. Incluso el capitán del puerto se había retirado. Quincey estaba solo.
Miró por encima del hombro a los intimidantes acantilados blancos de Dover, que se elevaban por encima de la niebla: la luz de la luna se reflejaba en los depósitos de creta. Se oyó el gemido grave de una sirena de barco y la densa niebla empezó a disiparse. La goleta de Basarab se estaba acercando.
Quincey no vio movimiento en la cofa del palo mayor. Aguzó la vista, buscando alguna señal de vida, pero, igual que él, el barco parecía abandonado y a la deriva.
A medida que se fue acercando, la silueta de la embarcación se hizo más claramente visible. Quincey no pudo evitar pensar en la descripción que Stoker había hecho del Demeter, en el que Drácula había viajado de polizón desde Transilvania a Inglaterra. Drácula también había querido mantener en secreto su llegada a la isla. Entonces el demonio había matado sistemáticamente a todos los que había a bordo hasta que sólo quedó el capitán. Habían hallado a esa desdichada alma atada al timón del puente de mando, aferrada a un rosario. Stoker describió el truculento hallazgo del
Demeter
aplastado contra las costas rocosas de Whitby, con un perro muerto con «la garganta desgarrada y el vientre abierto como por una zarpa salvaje».
El barco de Basarab no mostraba signos de reducir su velocidad. Quincey todavía no veía movimiento humano alguno en la cubierta superior.
¡Toc!
Quincey se volvió al oír un sonido hueco en el muelle, a su espalda. No podía ver nada en la oscuridad y recordó las últimas palabras que le había dicho su madre: «Deja la verdad muerta y enterrada o podrías sufrir un destino peor que el de tu padre». Se le ocurrió una idea gélida. Había leído historias de tiranos que, a lo largo de los siglos, no sólo habían matado a sus oponentes, sino también a los hijos de sus oponentes, para impedir que al crecer buscaran venganza. Quincey sabía que a su padre lo había matado un tirano de esa clase. Ahí estaba él, sólo en ese muelle vacío, sin ninguna ruta de escape. La niebla parecía cerrarse a su alrededor. ¿Acaso no había escrito Stoker que los no muertos podían adoptar la forma de bruma o niebla?
¡Toc!
Quincey sintió la necesidad de correr. Retrocedió del borde del muelle, acelerando el ritmo de sus pasos para igualar el del latido de su corazón.
Se encendió una llama cerca de la orilla.
¡Toc!
Un salvavidas que se había soltado estaba golpeando contra el muelle. Quincey dejó escapar un suspiro de alivio. Estaba fuera de peligro inmediato, pero por alguna razón no se sentía tranquilo.
Cuando volvió a mirar al barco, vio una figura solitaria que sostenía una linterna en la cubierta superior de la goleta. Estaba loco si creía que tenía alguna opción de combatir contra una bestia como Drácula. Si siendo mortal había sido capaz de semejantes carnicerías horribles, el hecho de que ese demonio poseyera los poderes de los no muertos lo hacía sin duda invencible. Quincey no tenía ni idea de si los métodos para matar vampiros descritos por Stoker eran eficaces. Como su padre antes que él, carecía de toda experiencia bélica. Su padre había tenido hombres capaces a su lado. Quincey no contaba con ellos.
Pero si las palabras de su madre eran ciertas, Quincey no podía limitarse a rehuir la lucha, porque sabía que Drácula lo encontraría ahí donde huyera.
El silbato del contramaestre interrumpió sus pensamientos. La goleta redujo la velocidad y viró en ángulo hacia el muelle. Quincey distinguió la forma familiar del elegante Basarab de pie en la proa que se aproximaba. Se le ocurrió una pregunta amarga. ¿Cómo iba a decírselo a Basarab? Su mentor había gastado mucho dinero para viajar hasta allí por Quincey. ¿Qué explicación podía dar de su repentina decisión de abandonar la producción? Decirle la verdad era imposible. Basarab tenía en gran estima a aquel personaje histórico y no aceptaría que ahora era un monstruo no muerto. Por primera vez, Quincey comprendió por completo el Hamlet de Shakespeare, un hombre que se enfrentaba a dos caminos opuestos del destino. Si hubiera tenido la mala fortuna de interpretar a Hamlet antes de ese día, lo habría representado como una medusa indefensa; pero si le daban la oportunidad en el futuro, sabía que lo representaría cargando con el peso del mundo sobre sus hombros, arrastrado hasta el borde de la locura por la magnitud de la decisión que tenía ante sí. Estaba completamente indeciso sobre cuál debía ser su siguiente paso.
Se oyó un chirrido de cadenas cuando bajaron la plataforma al muelle. La figura alta y oscura de Basarab emergió entre la bruma con un halo de luna en torno a su silueta. Qué magnífica estampa tenía, como un rey que desfilara ante su corte.
A Quincey se le había acabado el tiempo. Necesitaba dar el siguiente paso:
—Señor Basarab, bienvenido a Inglaterra —dijo, extendiendo la mano cuando el actor bajó por la plataforma.
—Recibí su telegrama —dijo Basarab, con compasión en la voz—. Si, debido a la muerte de su padre, decide no seguir adelante con la obra, quiero que no sienta culpa, en modo alguno.
Una vez más, Basarab le había leído la mente. El joven se sintió conmovido por el gesto del gran actor. Quizá no estaba solo después de todo. Basarab era un hombre digno de confianza. Tal vez era la única persona con la que Quincey podía contar.
Los hombres de la tripulación sacaron el equipaje de Basarab de la bodega de carga.
—He estado pensando mucho en este asunto —dijo Quincey por fin, quedándose corto—. Seré honesto con usted, no sé qué hacer.
—¿Qué le dice su corazón?
Volver a estar en presencia de Basarab calmó a Quincey. Comprendía lo que quería decirle el actor; estaba ofreciéndose como aliado, eligiera el camino que eligiese.
Quincey no era un guerrero. No tenía hogar. No podía huir. No podía esconderse. Sin embargo, con Basarab de su lado, quizá podría convertirse en el guerrero que necesitaba ser. Basarab era fuerte y valiente. Lo había visto tomar rápidamente las armas cuando lo habían atacado en el teatro de París. Quincey tomó su decisión. Continuaría con los planes de la obra, y usaría el tiempo de que dispondría con Basarab para convencerlo de la maldad de Drácula, el no muerto. Luego, con el gran actor de su lado, se alzaría para luchar. Entre tanto, necesitaba a Basarab, y precisaba tiempo para hacer de él algo más que un mentor: un compañero soldado en su lucha.
Quincey se dio cuenta con alegría de que la decisión no implicaba una elección en absoluto.
—Continuaré con la obra como tributo a mi padre —dijo—. Es lo mínimo que puedo hacer. En su muerte, le mostraré a mi padre el amor que tan equivocadamente le negué en vida.
Basarab sonrió con orgullo.
—Entonces nos aseguraremos de que tenga éxito.
Quincey sintió que le quitaban un peso de encima. Los recuerdos de todas las peleas que había mantenido con su padre inundaron su mente. Había estado tan cegado por la rabia y la confusión que no se había concedido la oportunidad de llorarle. No deseaba hacerlo en ese momento. Se apartó. No quería que Basarab viera las lágrimas que se formaban en sus ojos.
El actor le puso una mano en el hombro y habló con suave voz de barítono.
—No hay vergüenza en las lágrimas. Aún recuerdo el triste día en que perdí a mi padre.
—¿Cómo murió?
—Yo era muy pequeño. Mi padre era guerrero y lo asesinaron sus propios compatriotas.
Había una expresión extraña en el rostro de Basarab. Sin necesidad de mencionarlo, Quincey comprendió que su mentor conocía el significado de la palabra venganza.
—Hará que su padre se sienta orgulloso —dijo Basarab mientras caminaba junto a Quincey por el muelle—. Para bien o para mal, hay lazos entre un padre y un hijo que no pueden romperse nunca.
Por primera vez en días, Quincey se descubrió sonriendo entre las lágrimas. Basarab le ofrecía algo que su padre nunca le había proporcionado: confianza.
E
l sargento Lee, en la puerta del Red Lion, levantó la mirada y vio la esfera del Big Ben iluminada por su nueva luz eléctrica. El sol empezaba a ponerse detrás de los edificios del Parlamento y el reloj de la torre proyectaba su larga sombra sobre el Támesis. Se suponía que Cotford tenía que haber llegado hacía un cuarto de hora, y Lee no podía aguantar ni un minuto más esperando dentro del bar. No se sentía cómodo allí sentado. Tenía sed y quería participar de la jovialidad, pero todavía estaba de servicio. Para evitar la tentación había salido a la calle. Era lo mejor. Si su esposa se enteraba de que estaba en un bar —sobre todo esa noche, su aniversario de bodas—, habría tenido algo más que una pequeña disputa.