Drácula, el no muerto (25 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Mina recordó el plan de separarse y tomar diferentes medios de transporte por Transilvania, con la intención de converger sobre los cíngaros al mismo tiempo, y rodearlos desde todos los puntos posibles. La idea había sido de Quincey Morris, que había aprendido la técnica como oficial de caballería durante las guerras indias.

El grupo de valerosos héroes estaba reunido de nuevo, todos ellos vivos y vibrantes. Sus caballos estaban empapados en sudor, resoplando. Los cascos resonaban bajo el manto de nieve mientras trataban de imponerse en una carrera con la puesta de sol.

Siguiendo el ejemplo de Jonathan y de Arthur, Quincey Morris y el doctor Seward abrieron fuego sobre los cíngaros. Los caballos corcoveaban y volvían grupas. Los cíngaros devolvieron los disparos.

La entrada del castillo estaba casualmente en ruinas, bloqueada por los escombros caídos. Mina vio que los escombros se habían desmoronado de la almena en descomposición en la que se hallaba. Una vez más contra su voluntad, bajó la mirada a la batalla, que continuaba. Todavía no podía hacerse a la idea de verse acercándose con los demás. Perdió momentáneamente el aliento cuando se le acercó el joven Jonathan. Había olvidado lo atractivo que estaba ese día a caballo. A diferencia de Arthur y de Quincey Morris, él nunca había buscado la aventura. A lo largo de los años, su marido le había contado lo aterrorizado que había estado ese día, víctima de un miedo casi paralizante. Había arriesgado la vida sólo por una razón: para luchar, y morir si era necesario, por la mujer que amaba.

La valerosa banda de héroes convergió en la carreta que llevaba el ataúd y un grupo de cíngaros salió a su encuentro. Eran indisciplinados; su formación, desorganizada. El resto se quedó atrás, rodeando la carreta.

Quincey P. Morris, cuya experiencia en combate era evidente, agarraba las riendas de su caballo con la boca mientras disparaba con su rifle Winchester a los cíngaros que avanzaban. El pecho de uno de ellos estalló salpicando sangre y enseguida otro enemigo corrió la misma suerte. Una bala gitana rebotó ruidosamente y hubo una explosión de chispas en el rifle del doctor Seward. Jack gritó cuando el rifle le saltó de las manos. Arthur disparó otra vez y arrancó la mitad del rostro a un cíngaro. Los que quedaban cabalgaron hacia ellos para encerrar a Quincey Morris y a Seward. Morris, usando la culata de su arma como una porra, derribó a otro enemigo al tiempo que gritaba al indefenso Seward:

—Usa la espada, vamos.

Mina, que observaba desde las almenas, estaba asombrada de cómo el dócil Jack Seward arremetió contra los cíngaros, gritando como un loco a cada golpe de espada.

La culata del rifle de un cíngaro impactó en el rostro de Seward y le destrozó la nariz. Mina podía oler el torrente de sangre que manaba de la herida.

Al girar el cuello vio que el profesor Van Helsing y su yo más joven habían desmontado. Van Helsing levantó su rifle como un cazador, calmado y paciente. Disparó y mató al que había destrozado el rostro de Seward. El sonido del disparo alertó a los cíngaros. Un segundo grupo se separó de la carreta y cabalgó hacia él. Observando desde arriba, Mina comprendió la estrategia de Van Helsing: estaba reduciendo el grupo que rodeaba el ataúd. Mina observó a su yo más joven saltar detrás de Van Helsing para protegerse mientras éste sacaba dos revólveres de seis balas.

Van Helsing disparó a los cíngaros gritando:

—El sol se está poniendo. No tenemos tiempo. Jonathan, Arthur, ¡carguen!

Desde lo alto de las ruinas del castillo, Mina observó a su yo más joven coger el rifle que había dejado Van Helsing y unirse a él en la batalla contra los cíngaros.

Una nueva andanada de artillería llegó a sus oídos. Jonathan y Arthur habían cargado sobre los que defendían el ataúd. Jonathan erraba cada disparo; por su parte, la puntería de Arthur no se veía afectada por las circunstancias, y derribó a otros dos cíngaros. Los defensores que quedaban concentraron sus balas en Arthur. Su cabeza cayó de repente hacia atrás salpicando sangre, y el valiente Godalming cayó de su montura.

Jack Seward sacó su pistola y disparó a bocajarro. Quincey Morris clavó las espuelas en los costados del caballo y cabalgó con fuerza para chocar con la montura de un enemigo. Con el impacto, el caballo del cíngaro rodó y derribó al jinete. Van Helsing vació sus revólveres y los tiró. Desenfundó una cimitarra del cinto con la mano derecha y blandió un cuchillo corto y curvo con la izquierda. Cruzaba las espadas magistralmente, enfrentándose a tres cíngaros a la vez.

Mina vio que su yo más joven se tensaba. Abajo, las órdenes del Príncipe Oscuro entraron en la mente de Mina. En el presente, recordó haber sentido su amor, pidiéndole que apuntara con el rifle a la espalda de Van Helsing y que lo matara. Recordó su batalla interior. Arrojó el rifle y se agarró la cabeza por el dolor desgarrador que surgía siempre que Drácula invadía sus pensamientos.

Van Helsing clavó su cimitarra en el pecho a un cíngaro y cortó el cuello de otro con su cuchillo corto. Mina cayó detrás del profesor, aferrándose a la cruz de oro que llevaba al cuello, presa de un delirio febril.

En lo alto de la almena, Mina vio que Jack Seward saltaba de su caballo; había varios cadáveres a su alrededor. Cogió el rifle de uno de los cíngaros muertos y disparó contra quienes defendían el ataúd.

Arthur logró ponerse en pie. La bala le había rozado la mejilla y le brotaba sangre de la herida. La punta de su oreja izquierda había volado. Levantó su Winchester y se unió a Seward. Su fuego cubrió el camino de Jonathan y Quincey Morris.

Con un grito de guerra, Quincey Morris sacó su kukri y saltó de su corcel sobre la carreta. Por un momento, Jonathan se quedó helado, con un miedo evidente. Mina vio que miraba atrás a su yo más joven, que se retorcía de dolor detrás de Van Helsing. Desde su nueva posición privilegiada, Mina se fijó en algo que nunca había visto antes. La visión de su mujer retorciéndose de dolor había convertido el miedo de Jonathan en rabia. Mirando al ataúd, Jonathan levantó su espada, mató a un cíngaro y saltó a la carreta al lado de Quincey Morris.

Juntos, destrozaron la tapa del ataúd de madera para dejar al descubierto su horrible carga: una criatura esquelética con orejas de punta y dientes afilados, vestido con ropa bien cortada.

—Maldita sea, Harker —dijo Morris con un grito ahogado—. ¿Qué es esto?

—Pura maldad.

Un cíngaro tenía las manos en torno al cuello del profesor. Van Helsing bajó la mano a la bota, sacó un arma oculta y lo acuchilló salvajemente en la entrepierna. La mano del cíngaro soltó el cuello de Van Helsing al tiempo que gritaba de dolor. Van Helsing echó el cuello hacia atrás y dio un formidable cabezazo a su agresor. Sus ojos se pusieron en blanco al caer inconsciente. Van Helsing se volvió para ver a Quincey Morris y a Jonathan, que contemplaban la caja abierta.

—¡No lo mires! Golpea ahora.

Era demasiado tarde. Los ojos de la criatura se abrieron. Dos órbitas negras y brillantes, vacías de todo salvo de maldad, miraron a Quincey Morris y a Jonathan. Los dos paladines se quedaron paralizados. En la almena, Mina vio que ella misma recuperaba el sentido. Comprendió lo que había ocurrido; la atención del Príncipe Oscuro había pasado de ella a los hombres, ahora hipnotizados.

Mina vio que Van Helsing levantaba su rifle y corría hacia el ataúd, haciendo gestos para que Jack y Arthur se le unieran. Arthur continuó disparando en un intento de mantener a los cíngaros alejados de sus amigos, que parecían paralizados. Uno de ellos llegó hasta la altura de Quincey; de repente, una hoja surgió del costado del hombre cuando el cíngaro lo acuchilló por la espalda.

El grito de su amigo quebró el hipnótico hechizo que atrapaba a Jonathan.

—¡Quincey!

Jonathan se volvió para ver que el cíngaro sacaba fríamente la espada de la espalda de Morris. Quincey Morris se agarró al lateral del ataúd para apoyarse mientras iba perdiendo sangre. El cíngaro levantó su espada para golpear la cabeza de Jonathan. Desde arriba, Mina oía el zumbido del acero cortando el aire. Jonathan levantó la espada para parar el golpe asesino. La fuerza del arma impactando contra la espada de Jonathan lo derribó. Mina oyó que su yo más joven gritaba:

—¡Jonathan!

Arthur, Jack y Van Helsing dispararon todos a la vez, y las tres balas alcanzaron su objetivo. El cíngaro salió despedido del carro. Jonathan estaba a salvo.

Mina vio que los ojos de su marido y los de su yo más joven se encontraban.

Van Helsing gritó por encima del fuego a Jonathan.

—Acabe ya, el sol se está poniendo.

El sol, de un cegador naranja brillante, casi estaba en la línea del horizonte. Se levantó una nube de vapor del ataúd cuando la criatura de su interior empezó a arder con los rayos del sol, que se ponía.

El rostro de Jonathan era de dolor cuando Mina, desconcertada y presa del pánico, apartó la mirada de su marido para dirigirla hacia el ataúd humeante.

Quincey Morris, manchado con su propia sangre, cayó hacia delante para clavar su cuchillo kukri en el pecho de la criatura. Mina gritó al oír el aullido sobrenatural.

Quincey Morris, socavada su gran fortaleza, se derrumbó. La mano llena de ampollas de la criatura lo empujó hacia atrás. El tejano voló por los aires y aterrizó pesadamente en la nieve. El monstruo, aullando de dolor, se obligó a ponerse de pie. Manaba sangre oscura de su herida. Los mortales rayos del sol caían directamente sobre Drácula. Las llamas brotaron de su cuerpo al tiempo que estiraba una mano hacia Mina.

—¡Mina! ¡Ayúdame, mi amor!

Jonathan observó a su esposa. La mirada de la mujer pasó de su príncipe oscuro a su amado marido. Tenía que tomar una decisión. La furia de Jonathan creció ante su vacilación. Agarró su espada y subió a la carreta. Los ojos negros y desalmados de la criatura en llamas encontraron su mirada de loco.

—¡Maldito seas en el Infierno, príncipe Drácula!

Jonathan golpeó con la espada, tratando de arrancar la cabeza de la criatura, pero no tenía la fuerza suficiente y la hoja quedó clavada en el cuello del príncipe. Drácula contraatacó, su puño en llamas golpeó el rostro de Jonathan y lo hizo volar por los aires.

El vampiro se arrancó la espada del cuello. La sangre chorreaba como en una cascada. Las llamas envolvían su cuerpo cuando cayó de rodillas; aullaba de dolor.

Jonathan se puso en pie, sacó su cuchillo y corrió hacia delante, decidido a terminar con él. En ese mismo instante, Mina vio que uno de los cíngaros heridos se ponía en acción y apuntaba a su marido con una pistola.

Mina vio que su yo más joven tomaba una devastadora decisión. Dos segundos más y el sol se habría puesto detrás de los montes Cárpatos, y su príncipe estaría a salvo. Sin embargo, si ella dejaba que esos segundos pasaran, el hombre que había arriesgado su vida por ella, su amado marido, moriría de un disparo. Mina tomó la única decisión que podía tomar, la decisión que la acosaría durante el resto de su vida. Cogió una pistola caída, apuntó y disparó. Una bala entre los ojos derrumbó al cíngaro.

Una vez más, Jonathan levantó su cuchillo. Esta vez arrancaría la cabeza de la criatura en llamas. Pero no tuvo la ocasión. El monstruo había visto que Mina elegía a su rival en lugar de apostar por él. Era más de lo que podía soportar. Jonathan retrocedió atemorizado cuando el vampiro gimió de angustia, con la carne quemada desprendiéndose de sus huesos. Drácula no lamentaba su desaparición, sino la traición de su amada Mina.

La criatura cayó hacia atrás mientras las llamas la consumían. Su cuerpo se derrumbó sobre sí mismo. Entonces, con el kukri clavado en el pecho, estalló en ardientes ascuas de ceniza.

Todo había terminado.

Mina observó la escena que se desarrollaba abajo, paralizada. Se vio a sí misma mirando al ataúd. Sintió rabia, una furia amarga que se alzaba en su interior, porque no estaba segura de si la emoción era suya. Desde la ceniza, una fina bruma blanca se abrió camino entre los escombros hasta el rastrillo. Ahora ella respondió con una voz que no era la suya: «Esta vez no».

En un instante, Mina pasó, sin controlar sus actos, entre los muros de piedra del castillo, más allá de unos paneles de madera adornados con pinturas, con la vista nublada por la velocidad. Bajó por una escalera de caracol. De algún modo, su cuerpo parecía saber exactamente adónde iba. Oía el viento y notaba sus ráfagas. Volvía a hacer frío. Estaba fuera, en la nieve.

Se detuvo con un temblor que la dejó mareada. Se quedó de pie ante los restos derrumbados de una capilla profanada. El techo se había derrumbado mucho tiempo atrás, y los bancos de madera estaban podridos por siglos de desatención y erosión. La estatua de Cristo que había colgada sobre el altar yacía rota en el suelo de piedra.

Ella se concentró en la base del altar. La bruma blanca reunida allí se juntaba y se reconstituía. Mina observó asombrada que un cuerpo tomaba forma. Drácula. Estaba chamuscado de negro por el fuego del sol, tenía la garganta cortada, todavía tenía el kukri clavado en el pecho. Su sangre continuaba manando. Sin embargo, de algún modo, vivía, gritando y retorciéndose por un dolor torturante.

Drácula estaba vivo. Mina se maravilló del genio táctico de su príncipe oscuro. Había convertido la banda de héroes en una banda de ilusos.

La criatura agarró la empuñadura del cuchillo kukri y trató de arrancárselo del pecho con manos esqueléticas. Mina quería correr a ayudarle, pero la fuerza que estaba controlando su cuerpo sólo le permitía caminar lentamente hacia delante. Oyó sus tacones en el suelo de piedra. Con la luna brillando ahora tras ella, la sombra de Mina cayó sobre el príncipe. Drácula sintió su presencia. Los ojos hundidos en su chamuscada cadavérica cabeza se volvieron hacia ella al tiempo que estiraba una mano suplicante.


Sânge!

Aunque Mina nunca había hablado rumano, sabía que le estaba pidiendo su sangre. Ella se oyó reír, una risa de mofa, victoriosa. Esperó mientras su bota larga de cuero negro se apoyaba en la empuñadura del cuchillo
kukri
.

Los ojos de la criatura destellaron de rabia. Mina se oyó hablar en una voz y una lengua que no eran las suyas.

—Afirmas una superioridad moral, pero me rechazas como a una zorra adúltera.

La mente de Mina daba vueltas, ¿qué estaba diciendo?

Oyó que su voz bramaba un aullido gutural.

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