Drácula, el no muerto (21 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Las pisadas se acercaron. Justo cuando la luna asomaba entre las nubes apareció una figura negra en el umbral. La silueta indicaba que llevaba un sombrero hongo. Cotford encendió su linterna eléctrica. El haz de luz cegó al intruso, pillándolo con la guardia baja.

Antes de que Cotford golpeara, Lee gritó:

—¡Agente Price! ¿Qué diablos está haciendo aquí sin uniforme?

Price se quitó el sombrero, se lo puso bajo el brazo y se colocó en posición de firmes.

—Me pidió que pasara inadvertido. ¿Me he equivocado, señor…?

Cotford reconoció al agente Price como el ansioso joven que había entrado corriendo a buscarle en el Red Lion.

—Sargento Lee —dijo Price, colorado y sin aliento—, quería que le informara… cuando el hombre de la foto… se registrara en el Great Eastern Hotel.

—¿Lo ha hecho? —preguntó Cotford, contento de que Lee hubiera confiado en Price. A Cotford le gustaba el joven por su incuestionable honestidad.

—Sí, señor. Vi con mis propios ojos que se registraba. Ahora es mucho más viejo, pero lo reconocí.

Cotford echó un trago de su petaca, con una gran sonrisa triunfante en el rostro.

—Y así empieza.

23

A
través de una gruesa capa de niebla, la condesa Báthory esperaba a que los dos policías y el joven del bombín salieran del mausoleo en el que estaba grabado el nombre de Westenra.

Llevaba varias noches observando sus acciones. Le había picado el interés una semana antes, cuando estaba sentada sobre el tejado de un callejón cerca del Temple Bar mientras el inspector con forma de cerdo trataba de deducir las circunstancias que rodeaban el óbito de su amada mujer de blanco. Escuchó divertida cuando el otro inspector, Huntley, parloteaba con su ridículo resumen. Era un insulto a su dama. La idea de que ese Harker, un hombre débil, pudiera haber matado a su amada de pelo rubio era repulsiva. La mujer de blanco también habría hecho trizas a Harker de haber tenido ocasión.

En cambio, el detective gordo no era tonto. No sólo había deducido los sucesos que habían ocurrido, sino que había llegado a conjeturar la existencia de Báthory. Desde entonces, lo había estado observando con gran interés.

El más alto de los dos agentes se dirigió al gordo, el inspector Cotford. Báthory no conocía el nombre, pero reconoció la cara. Había visto su retrato en los diarios años atrás, con ese cretino de Abberline. «Sí, Cotford. Sí que recuerdo el nombre.» Ahora parecía diferente, ciertamente con mucho más peso, y mucho mayor. Báthory se maravilló de lo drásticamente que envejecían los hombres mortales en sólo un cuarto de siglo.

Tal vez Cotford era más astuto que otros que se habían cruzado en su camino, pero estaba lejos de ser un iluminado. Había conseguido encontrar todas las piezas del rompecabezas, pero su mente estrecha no le había permitido ver la imagen completa. Báthory había resistido la tentación de aplastarle la cabeza contra la pared. Imaginaba la expresión de asombro en su rostro al darse cuenta de que una mujer podía ser más poderosa que un hombre. Durante siglos, Báthory había estado confundida por la noción de que Dios había creado al hombre a su imagen y semejanza. Si era así, Dios era débil. El hombre era muy frágil y limitado. Sin tecnología, el ser humano estaría cerca del fondo de la cadena alimenticia. Báthory había descubierto la verdad que incluso las bestias inferiores habían conocido durante milenios: el hombre era una presa fácil y su sangre era como vino añejo. Se preguntó si los animales que habían probado carne humana sentían la misma satisfacción que ella. El único humano por el que Báthory sentía respeto era Charles Darwin. La supervivencia del más adaptado. Báthory era humanidad perfeccionada. Sus facultades de ver, oír, oler y saborear eran diez veces superiores a las de los humanos, y lo mismo ocurría con su fuerza. Estaba bendecida con un sexto sentido aún más poderoso, el de la mente. Durante siglos, el ser humano se había maravillado ante los magos capaces de manipular objetos, o de leer y controlar mentes. Para Báthory no era cuestión de truco o ilusión: podía entrar en la conciencia de un humano y forzar al ojo de su mente a verla como un lobo, una gárgola, una rata o bruma. Sus poderes habían crecido hasta el punto en que podía entrar en la mente de una persona incluso desde cientos de kilómetros de distancia y hacer que viera lo que ella deseaba. Tenía la habilidad de moverse a velocidades increíbles. Incluso podía levitar y desplazarse por el cielo, planeando sobre el viento. El hombre, para volar, necesitaba una máquina. Báthory era sin duda el más adaptado, el siguiente nivel de evolución humana.

Báthory trató de determinar si le convenía matar a Cotford por lo que había averiguado, o bien convertirlo en un aliado involuntario. Su primer instinto fue matar a los tres hombres en ese momento en el mausoleo, antes de que esparcieran la bilis a otros. Había matado a Jack Seward por menos, y ese lugar solitario era el encuadre perfecto para un asesinato. El cementerio era inmenso, y ella estaba a muchos metros de distancia, aunque los ojos prodigiosos de Báthory atravesaban la niebla y la oscuridad. El mausoleo de Westenra. «Así que están excavando el pasado», pensó. Estaban tratando de encontrar más piezas del rompecabezas.

Consideró el destino del inspector gordo. Era un hombre obsesionado e intolerante. Quizá sus contemporáneos lo consideraban tan loco como los criminales a los que perseguía. A Báthory le gustaba jugar, pero no con cartas o dinero. La vida y la muerte eran premios mejores. En cualquier caso, todo era muy arbitrario, y en ese juego ella siempre había sido la ganadora. Estaba lista para apostar que Cotford había hecho jurar a los policías que mantendrían el secreto. Obviamente era brillante, pero el hecho de que no hubiera logrado reconocer la tumba de Seward junto a la de Lucy la inducía a creer que su pensamiento era patéticamente lineal. ¿Podía usar al policía para sus propios fines? Sí. Lo utilizaría para sacar a la luz al resto. Cotford los llevaría a ella. Báthory sonrió. Inglaterra no iba a ser tan gris y lóbrega como ella recordaba.

Báthory decidió que Cotford y sus subordinados vivirían al menos un poco más. No era porque sintiera pena, o compasión, porque ella no poseía la capacidad de albergar esos sentimientos: era el carnívoro perfecto. Sin embargo, esa noche dejaría de lado su lujuria de sangre en beneficio del juego. «Vamos a darles a mis nuevos peones otra pieza del rompecabezas», se dijo.

Báthory usó su bastón con punta de oro para golpear el techo del carruaje después de subir a él. El carruaje negro sin cochero salió del cementerio de Hampstead y se dirigió al sur, a Whitechapel.

Kristan estaba exhausta. Tenía ampollas en los pies de caminar toda la noche por Commercial Street. Los periódicos que se había metido en los zapatos para mantener el calor estaban empapados y destrozados, con olor a pescado podrido. Kristan ya iba renqueando hacia su desvencijada morada en Devonshire Square cuando oyó caballos que se acercaban. Le habría gustado no hacerles caso, pero su situación económica no le permitía esos lujos. Forzó una sonrisa y se volvió para ver un carruaje negro apareciendo entre la niebla espesa de la noche. Algo iba mal. Los carruajes no iban solos. Se fijó en que el coche negro estaba lujosamente adornado con molduras doradas. Se le ocurrió algo. Ésa era la edad de la invención. Los ricos siempre habían tenido los mejores y más nuevos juguetes. Un carruaje negro sin cochero probablemente era un cruce entre un coche de caballos y un automóvil. Concentrada en el brillo dorado que se acercaba, Kristan se animó. Ya había tenido cinco clientes esa noche, pero sus escasos ingresos apenas le alcanzarían para la comida del día siguiente. Ese carruaje quizá llevara a un cliente adinerado. Si lo hacía bien, podía cobrar lo bastante para el alquiler de un mes. Ésa tenía que ser su noche de suerte.

El carruaje se detuvo a poco centímetros de sus zapatos remendados. Kristan esperó a que la puerta del vehículo se abriera y revelara a un caballero atractivo. El interior tapizado sería mucho mejor para su trasero que los adoquines fríos de un callejón. Al cabo de unos momentos, Kristan se dio cuenta de que aquel caballero quería que se lo ganara. Se lamió los labios con la esperanza de humedecerlos lo suficiente para ocultar las grietas que le había causado el viento de marzo. Se ajustó la blusa para exhibir su generoso busto, sus activos de venta, y se acercó pavoneándose tan exuberantemente como le permitían sus zapatos desintegrados. Llamó a la puerta del ornado coche.

—¿Busca a alguien, jefe?

No hubo respuesta. Iba a ser un juego difícil.

—¿Hay alguien?

Kristan dio un paso atrás cuando una mano enguantada en negro con un anillo de rubí retiró la cortina de color rojo sangre, se estiró y le ofreció un doblón de oro español. Kristan sonrió con avaricia y agarró la moneda.

—Ahora hablas mi idioma, cielo.

La puerta del coche se abrió lentamente. Un dedo índice enguantado en negro hizo un gesto para que Kristan subiera. A ese precio, el caballero podía hacer con ella cualquier cosa que quisiera. Como buena mujer de negocios, Kristan sabía que un caballero dispuesto a pagar esa cantidad de dinero en esa parte de la ciudad estaba buscando algo especial. Aunque doliera, ella jugaría. Si tenía suerte podía ser que se convirtiera en un cliente habitual.

Kristan colocó con destreza la moneda bajo su blusa de la forma más seductora que pudo y agarró la mano enguantada en negro.

La mano enguantada cerró la puerta. El rostro de su cliente se reveló por fin. Kristan se quedó asombrada al ver que no era un caballero, sino una hermosa mujer de ojos azules y pelo negro azabache elegantemente vestida con un abrigo de hombre y frac. Kristan se alegró de poder evitar unos azotes y aun así cobrar una buena suma. Se excitó al pensar en aquella bella mujer aliviando sus dolores más privados.

El coche de Báthory corría por el bajo Támesis, cerca de la Torre de Londres. Las fosas nasales de las yeguas negras se ensanchaban. El carruaje rebotaba y traqueteaba sobre los adoquines.

Las yeguas se detuvieron de golpe, bajando las cabezas y fijando las rodillas como si una rienda invisible hubiera tirado de ellas. Era noche cerrada en el centro de la City, una hora antes de amanecer. No había nadie en la calle. No habría testigos. La puerta del carruaje se abrió lentamente. Como si no fuera nada más pesado que un pequeño saco de harapos sucios, Báthory lanzó el cuerpo ensangrentado de Kristan al río Támesis.

A Kristan casi le habían arrancado la garganta y su rostro boquiabierto estaba congelado en una expresión de abyecto horror. Tenía el corpiño desgarrado, revelando sus pechos, y las bragas bajadas hasta los tobillos. Báthory no iba a ahorrar a esa sabrosa criatura de Dios ninguna humillación en su muerte y lanzó la bolsa de Kristan a la calle, arrojando su contenido: unas monedas, un pañuelo y un rosario. Se rio al verlo. Otra hipócrita. El cuerpo de la prostituta se alejó flotando con la corriente del río. Sus ojos sin vida miraban al cielo. Báthory nunca podría entender cómo personas tan desdichadas como esa furcia podían seguir profesando amor a Dios. ¿Qué había hecho Dios por ellas? La mano enguantada de Báthory arrojó la moneda de oro al agua, junto al cadáver, y sonrió cuando Kristan y su oro se hundieron bajo las olas negras del Támesis.

«¿Quién dijo que no podías quedártelo?»

—Toda suya, inspector Cotford —susurró Báthory.

24

L
a sangre de Quincey hervía al correr por Bonhay Road. ¿Por qué sus padres le habían ocultado su pasado? ¿Por qué su padre no había confiado en él? ¿Por qué tenía que haber muerto? ¿Por qué su madre había traicionado a sus amigos? Su mente no paraba mientras él corría bajo la lluvia. Oyó el familiar silbato del tren que salía de la estación de Saint David. No había tiempo para comprar un billete. Por su propia salud mental, necesitaba alejarse de Exeter lo más deprisa posible, y el siguiente tren no saldría hasta al cabo de tres horas. Sin pensárselo, Quincey corrió por las vías al tiempo que el tren cogía velocidad y saltó a la parte de atrás del vagón de cola. El metal estaba resbaladizo por la lluvia, y Quincey perdió el pie. Buscó a tientas una cadena, y se agarró a ella jugándose la vida cuando el tren aceleraba. Apretando los dientes, se enderezó y se quedó allí, con el corazón aporreándole el pecho. Cuando finalmente estuvo a salvo en el tren, se volvió para ver Exeter desvaneciéndose en la distancia, sabiendo que no volvería a poner los pies en la ciudad. Con su padre muerto y desaparecida la confianza en su madre, no quedaba nada para él en Exeter.

Mientras el tren continuaba avanzando hacia Londres, Quincey encontró asiento en uno de los vagones donde podría estar cómodo y tranquilo; pero su mente no se calmaba. ¿Cuánto del libro de Stoker era cierto? ¿Los no muertos podían realmente caminar por la Tierra? Parecía ridículo. La carta de su madre aseguraba que los monstruos existían; ese monstruo había matado a su padre y había destrozado su familia. Quincey sentía en su interior una insaciable sed de venganza. Pero ¿cómo podía enfrentarse a semejante maldad? Se enfrentaba a un adversario que siglos antes había dirigido grandes ejércitos. Aquel monstruo, implacable y brutal, tenía el poder de los demonios de su lado. Quincey estaba solo y se sentía abrumado. Los únicos que conocían la verdad sobre el rival con el cual iba a enfrentarse eran los componentes de la valerosa banda de héroes. Su relación se había roto tiempo atrás; y ahora la mayoría de ellos estaban muertos. Aunque quizás aún quedaba alguien a quien podía recurrir. Mina había mantenido un archivo completo de sus proezas. Se trataba de un héroe que había servido junto con Quincey P. Morris en la Legión Extranjera francesa. La capacidad de lucha de esa unidad de elite era legendaria. Él había librado batalla en el sitio de Tuyen Quang contra el Imperio de China; había escapado de los caníbales en las Marquesas; y había protegido a la emperatriz de Corea de los asesinos japoneses. Además, se había enfrentado al príncipe Drácula y había sobrevivido. «Sí, iré a verlo. Iré a ver a Arthur Holmwood», pensó Quincey.

El sol se estaba poniendo cuando el coche de caballos se acercaba a la entrada de la casa de Arthur Holmwood, también conocido como lord Godalming. Quincey saltó y le lanzó unas monedas al cochero.

Se quedó boquiabierto al ver aquella mansión majestuosa. Era al menos tres veces más grande que la casa de los Harker en Exeter. ¡Qué enigma escondía ese Holmwood! Un hombre de tantos medios sin duda podría haber disfrutado de los privilegios de la riqueza. El hecho de que hubiera decidido arriesgar su vida una y otra vez hacía que Quincey admirara a Holmwood ya antes de conocerlo. Sin lugar a dudas era alguien a tener en cuenta y la clase de ayuda que Quincey iba a necesitar.

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