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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

Drácula, el no muerto (17 page)

BOOK: Drácula, el no muerto
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Con gran compasión, Lee se arrodilló junto a Cotford y puso la mano en la espalda de su amigo.

—Inspector, ¿por qué no me deja que lo lleve a casa?

Cotford soltó el excremento, se limpió las manos en la pernera del pantalón y miró a Lee. Estaba completamente sobrio. Sus ojos eran los de un detective.

El inspector se levantó mientras hablaba.

—Puede que Huntley sea un pomposo, pero es un detective condenadamente bueno. Sólo necesita un poco de preparación. Esas cajas eran de roble reforzado. Estaban construidas para transportar una carga pesada. Seguramente se ha fijado en que tengo la estructura de un cachalote. He corrido a toda velocidad y me he lanzado con todo mi peso contra las cajas. A pesar de mis esfuerzos, no se han roto.

—¿Qué quiere decir, inspector?

—El hombre y la mujer se encontraron aquí por una cita, como Huntley ha conjeturado. Aunque creo que los atacó un tercer agresor.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Fíjese en el lugar donde está. ¿Ve esas huellas de palmas ensangrentadas en el suelo? Son de manos de hombre.

Lee miró las huellas en los adoquines. Huntley las había pasado por alto.

—Fíjese en los pulgares —dijo Cotford—. La persona que estaba aquí cayó instintivamente hacia atrás y trató de interrumpir su caída, por eso los pulgares apuntan hacia fuera. Esta persona estaba retrocediendo.

—¿Retrocediendo?

—Mire el excremento. Aquí había caballos. Probablemente también había un carruaje. Le bloquearon el paso. Estaba huyendo de alguien hacia la seguridad de Fleet Street, y ya estaba cubierto de sangre.

Lee lamentó haber dudado de Cotford.

—Estaba huyendo de la tercera persona.

—¡Exactamente! Tiene que ser un hombre muy fuerte, porque lanzó a nuestra segunda víctima desconocida con gran fuerza contra esas cajas. No eran heridas de cuchillo las que decapitaron a la mujer. La carne recortada en el cuello sólo podía indicar una cosa. Fueron unas manos muy potentes las que separaron la cabeza del cuerpo.

Lee estaba asombrado.

—Vamos, inspector. Ha afirmado hace un momento que las cajas no podían ser aplastadas por el impacto de un cuerpo humano. En cuanto a arrancar una cabeza, ¿qué hombre podría hacer algo así?

—Las pruebas no mienten. No hemos de descartar lo que no podemos explicar. En mi experiencia, sargento Lee, un loco enfurecido puede tener la fuerza de diez hombres. Una vez perseguí a un lunático así.

Cotford se volvió y recorrió otro callejón hacia el Embankment. Lee lo siguió. El inspector se detuvo y recogió un objeto pequeño y brillante. Se lo arrojó a Lee. Era un botón de latón con el monograma grabado: W S.

—Wallingham Sons —dijo Lee.

—Exacto, uno de los sastres más elegantes de Londres.

Había sangre fresca en el botón.

—Nuestra segunda víctima es un hombre de posibles —dijo Cotford.

Lee miró al botón.

—¿Cómo se le ha ocurrido mirar a este lado del callejón?

—Antes me ha visto girando la madera en el suelo. Un hombre que pisara esa madera mientras corría la habría hecho girar como una peonza en los desiguales adoquines. La huella ensangrentada indujo a Huntley a conjeturar que su sospechoso se dirigía al Temple Bar. Huntley se ha dejado llevar a engaño. La huella señala en la dirección equivocada, y pertenece a la segunda víctima. No estaba huyendo de su crimen. Estaba huyendo de la tercera persona que había en el callejón, y la caza terminó aquí.

Cotford se arrodilló otra vez, hundió el dedo en una de las muchas gotitas de sangre de los adoquines, y se lo mostró a Lee.

—Necesito que me haga otro favor, sargento. Necesito que me explique exactamente lo que el forense escribe en su informe.

Lee vaciló, otra infracción del protocolo. Pero sabía que el viejo sabueso había encontrado el verdadero rastro.

—Lo que necesite, señor.

Cotford asintió y se dirigió hacia la niebla.

—No hay mucha sangre aquí, inspector —dijo Lee—. Podríamos tener un testigo vivo.

—Altamente improbable —dijo Cotford—. No hay más huellas ensangrentadas más allá de este punto. Nuestra segunda víctima no salió de este callejón. —Bajó la cabeza—. Me temo, sargento, que cuando llegue la luz de la mañana estará llamando al inspector Huntley para que se dirija a una nueva escena del crimen. Que Dios nos ayude a todos.

18

K
ate Reed detestaba las mañanas en Londres. Las calles eran un caos de peatones que se apresuraban para ir a trabajar. La idea de quedar como una sardina en lata en el metro era repulsiva. Le incomodaba pensar en toda aquella gente extraña apretándose contra su cuerpo. Kate se levantó antes que su marido y despertó a sus hijos cuando la oscuridad todavía llenaba el cielo. Estaba decidida a terminar sus recados y volver a casa antes de que empezara la sofocante hora punta.

Empujando un cochecito y con su hijo pequeño Matthew detrás, Kate se afanó para subir los escalones de la estación de metro de Piccadilly. Había gente que entraba y salía, pero nadie le ofreció ayuda con el pesado cochecito. La caballerosidad había muerto. Llegar a Piccadilly Circus la deprimió; en los últimos años había caído en desgracia. Dos años antes, una marca de cerveza había instalado un enorme anuncio, iluminado por decenas de bombillas incandescentes. Ahora que Kate tenía hijos pequeños e impresionables, se había convertido en una especie de activista, una entre los miles de personas que habían hecho presión para que lo retiraran. Muchos argumentaban que un único cartel era inofensivo, pero Kate sabía que si a una compañía se le permitía vender sus mercancías de ese modo, otras la seguirían. El cartel iluminaba la calle por la noche, atrayendo a gente depravada. Piccadilly había sido diseñado originalmente para que pareciera un elegante bulevar parisino, pero pronto se relacionó con el barrio de los teatros. El lado vulgar de la ciudad. El cartel de cerveza era una prueba más de su caída.

Una vez que Kate y sus hijos habían ascendido con éxito el sinfín de escalones de la estación de metro, ella dirigió el cochecito y a su hijo hacia la ruta más larga de la rotonda para evitar el cartel eléctrico. No quería que su hijo fuera atraído por las malvadas maravillas de los anuncios destellantes. Desafortunadamente, el camino alternativo más largo también tenía sus pegas, porque los acercaba al monumento a Shaftesbury, adornado con una estatua desnuda alada todavía más inapropiada.

La estatua era demasiado sensual para que honrara a un noble tan sobrio, filantrópico y respetable como lord Shaftesbury. Los mandatarios municipales habían intentado atenuar las críticas a la estatua al bautizarla como
Ángel de la caridad cristiana
. Muchos buenos cristianos, incluida Kate, no se llamaban a engaño. Los rumores sobre el pretendido nombre de la estatua continuaban divulgándose:
Eros
, el dios griego del amor. Un falso dios erigido en memoria de una buena alma cristiana. Kate apartó la mirada.

Matthew estaba fascinado con el espacio abierto de Piccadilly Circus. Se soltó de la mano de su madre y lanzó el aeroplano que su padre le había construido con ramitas y papel. Una fuerte brisa lo impulsó hacia atrás. A Matthew, cautivado por el misterio del vuelo, no pareció importarle.

—¡Soy Henry Salmet! ¡Estoy cruzando el Canal! —El chico corrió a recuperar su modelo.

—¡Ven aquí, Matthew! —lo llamó Kate—. No tenemos tiempo para esto. Después de ir al zapatero, mamá aún ha de ir al Covent Garden antes de que vendan el mejor pescado.

Kate se vio obligada a esperar el paso de varios coches de caballos antes de poder cruzar Regent Street. Se acercó al borde de la acera y ofreció la mano a su hijo.

—Vamos, Matthew.

Su mano sólo encontró aire. Exasperada de que pudiera haber perdido la oportunidad de cruzar la calle, se volvió y vio que su hijo se había ido. Lo encontró de pie en medio de la plaza, mirando al aire.

—Matthew, rapidito.

El niño no se movió. Su avión de modelismo estaba en el suelo, a sus pies. ¿Estaba mirando con la boca abierta la estatua indecente que se hallaba en el centro del Circus? Ya hacía tiempo que le tenía que haber dado en los nudillos con una cuchara de madera.

—¡Matthew! ¡Ven ahora mismo!

Kate maniobró el cochecito entre los peatones que se agolpaban en la calle y caminó hacia el chico.

—¿Me has oído llamarte, jovencito?

Matthew seguía sin ser consciente de ella. Estaba temblando de pies a cabeza. Alarmada, Kate se dejó caer de rodillas y lo agarró de los hombros.

—Matthew, ¿estás bien?

El niño levantó un brazo tembloroso. Había algo en sus ojos que ella no había visto nunca antes: terror. Volvió la cabeza para ver aquello que su hijo estaba señalando: un árbol cercano. «Un momento: no hay árboles en Piccadilly Circus», se dijo.

La reacción de Kate fue un grito tan espantoso que todos los peatones se detuvieron de golpe.

Kate cogió a su hijo y le tapó los ojos mientras seguía gritando y llorando. La gente acudió corriendo en su ayuda.

—¿Qué le ocurre, señora? —le preguntó un hombre.

Kate señaló arriba.

—El demonio ha venido a Londres —dijo con palabras temblorosas.

Siguieron su mirada. Sus ojos se ensancharon, sus mandíbulas se abrieron. Empezó con un murmullo que fue creciendo como una enorme ola, un grito de horror que arrasó todo Piccadilly Circus.

Los agentes hicieron sonar sus silbatos mientras corrían hacia la multitud que se había formado en la base del «árbol». Las mujeres se desmayaron. Los hombres se quedaron petrificados. Los automóviles frenaron con un chirrido. Los carros de fruta y de leche chocaron unos con otros. Caos.

En el centro de Piccadilly Circus, habían erigido una pértiga de madera de doce metros que se alzaba por encima del
Ángel de la caridad cristiana
. En lo alto de la pértiga, había un hombre desnudo empalado por el ano. La mandíbula del hombre estaba rota por la estaca puntiaguda que le salía por la boca. Los intestinos y otros órganos internos pinchados por el palo al atravesarle el cuerpo sobresalían entre sus labios. Le goteaba sangre de los ojos, las orejas y la nariz. El cuerpo se retorcía, gimiendo de un modo espeluznante. Aquel pobre hombre aún estaba vivo.

Era sin duda la obra de un demonio.

19

Q
uincey no sabía bien qué esperar de su reunión con Basarab de la noche anterior. El gran actor le había informado de que no viajaría con la compañía a Rumanía, pero no hizo mención de acompañarle a Londres. Quincey sintió pánico, pensando que estaba tratando de desembarazarse de él.

Luego Basarab se había reído al sacar un contrato del bolsillo. Le pidió a Quincey que se uniera a su compañía de teatro y que fuera su representante. Quincey debía ocuparse de hacer todos los preparativos para Basarab antes de que éste llegara a Londres.

El joven estaba eufórico. Ni siquiera un diluvio sobre París había podido empeorar su humor.

Los peatones buscaban refugio. Quincey no. Caminaba por el bulevar hacia la estación Du Nord, dejando que la lluvia le resbalara por la cara, riendo como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Nacido en Inglaterra, estaba acostumbrado a la lluvia. La lluvia hacía que todo pareciera gris en Londres, pero en París creaba una tonalidad dorada. La Ciudad de las Luces brillaba el doble: un espejo del brillante futuro del propio Quincey. Sus andares tenían un brío que no sentía desde que su padre lo había sacado a rastras y gritando del teatro. Subió al tren de Calais y se acomodó en un asiento del vagón restaurante. Su vida tenía sentido de nuevo. Al guardarse el billete y el pasaporte en el bolsillo interior para poder sacarlo cuando llegara el revisor, encontró el telegrama. Con toda la excitación se había olvidado de él.

Mina no había sabido dónde localizar a Quincey, de modo que se había visto obligada a enviar un telegrama con la esperanza de encontrarlo en el Théâtre de l’Odéon, donde Antoine se lo había entregado el día anterior. Lo había llevado encima sin abrirlo desde entonces. Sabía lo que iba a decirle su madre. Le rogaría, sin duda presionada por su inflexible padre, que reconsiderara sus acciones y que volviera a la Sorbona. Quincey aún se sentía mal por haberse separado de su madre después de aquella discusión tan amarga, pero aún no estaba preparado para disculparse. Quería afianzarse adecuadamente en la producción antes de decirles una palabra más a sus padres. Ellos serían testigos de su éxito en la noche del estreno de
Drácula
, de Bram Stoker. Quincey tenía la esperanza de que se sintieran orgullosos de él cuando lo vieran anunciado como coproductor y coprotagonista, confiaba en que se dieran cuenta de que no iba a dilapidar un gran futuro, sino a labrárselo. Hasta entonces, Quincey planeaba evitar cualquier confrontación innecesaria. Aunque le dolía evitar a su madre, sabía que tenía que mantenerse fuerte.

Quincey pidió té y se preparó para el viaje de vuelta desde la costa francesa. Su nerviosismo respecto a cerrar un contrato con Deane en el Lyceum lo devolvió a sus libros y con ellos a la historia del príncipe rumano. ¿Por qué Stoker llamaba conde a Drácula cuando en realidad era un príncipe? Curioso. Quizás había querido separar a su personaje de ficción del histórico legado sangriento de Drácula, con la esperanza de obtener alguna simpatía para su villano.

Cuando le llegó el té, Quincey dejó sus libros y la libreta de notas. Miró al pasajero que tenía delante de él, que estaba leyendo la edición vespertina de
Le Temps
.

A Quincey casi se le cayó la taza.

Le arrebató el periódico de las manos al desconcertado hombre, que vio la expresión de Quincey y no se atrevió a protestar. Sentía el tacto del periódico en sus manos, pero no podía creer el titular que tenía ante sus ojos:
«Homme empalé»
.

Debajo del titular había un dibujo a plumilla de la víctima. La mirada de Quincey se dirigió al grabado de su libro. El príncipe Drácula cenaba rodeado por los cuerpos empalados de sus condenados. El corazón de Quincey latía más deprisa que el motor de la locomotora al leer el artículo del periódico:
«Un homme a été découvert empalé hier matin à Piccadilly Circus»
.

«Ayer por la mañana, se encontró a un hombre empalado en Piccadilly Circus.»

Las manos de Quincey temblaban, haciendo que el texto resultara difícil de leer. Dejó el periódico en la mesa para que no se moviera mientras releía el diario. Su traducción era sensata. Quincey respiró más deprisa. Después de leer la última línea pensó que se iba a desmayar. Se obligó a leerla una vez más: «La víctima empalada se identificó como el señor Jonathan Harker, destacado abogado de Exeter, ciudad situada al oeste de Londres».

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