—Hay una cosa más —continuó—. Acabamos de recibir esto de París. ¿No reconocerá esta pieza de joyería?
Mina tomó de la mano de Cotford una fotografía de un reloj de bolsillo de plata manchado de sangre. Mina no pudo ocultarle a Cotford la marea de emociones que sintió al leer la inscripción: «Océanos de amor, Lucy».
Mina acarició la fotografía.
—Pertenecía a Jack —respondió con voz temblorosa—. Era un regalo de una vieja amiga…, Lucy Westenra.
—La antigua prometida de lord Godalming. ¿Sabe dónde puedo encontrar a la señorita Westenra?
Mina levantó la cabeza. Cotford estaba tratando de descubrirla en una inconsistencia o en una mentira. ¿Aquel interrogatorio era sobre la muerte de Lucy o sobre la de Jonathan? Mina sentía que Cotford sólo estaba esperando a ponerle las esposas. Una palabra equivocada y podría encontrarse bajo arresto. No podía dejar que Quincey deambulara solo y expuesto al peligro mientras ella trataba con cuestiones legales.
Eligiendo cuidadosamente sus palabras, Mina dijo:
—Creo que ya conoce la respuesta, inspector. Lucy murió hace veinticinco años.
—Da la sensación de que sus amigos tienen una tasa de mortalidad muy elevada, señora Harker.
—La mala fortuna no es un delito. —Mina sabía que lo que iba a decir a continuación arrojaría más sospechas sobre ella, pero tenía que salir de ese lugar infernal—. Le ruego que me deje pasar, inspector. Si tiene más preguntas, puede hacerlas a través de mi representante legal. He de ocuparme de los funerales de mi marido. Que pase un buen día.
—Como desee, señora. Volveremos a hablar muy pronto, puedo asegurárselo.
Cotford se quedó a un lado. Mina no se fiaba. Pero su único objetivo era encontrar a Quincey. Se apresuró hacia la salida. Unos pocos pasos más y estaría libre.
—¡Mándele saludos a Abraham van Helsing! —dijo en voz alta Cotford a su espalda.
Las palabras actuaron en Mina como un veneno, paralizándole la columna. Se le doblaron las rodillas.
Cotford disfrutó al ver a Mina tropezando en una camilla vacía. La mujer se volvió y lo fulminó con la mirada. Esta vez lo que había en sus ojos no era asombro por el conocimiento de su vida privada, sino miedo palpable. Apartó la camilla y salió por la puerta. Al final, se había traicionado a sí misma. Estaba protegiendo a su esquivo marido incluso después de la muerte. Si no era amor, ¿qué vínculo era el que mantenía unido su matrimonio? ¿Su hijo? Cotford era escéptico. Había investigado a los Harker, y sabía que Quincey ya había abandonado el nido. Jonathan y Mina Harker estaban unidos por algo más profundo. Un oscuro secreto. Honor entre ladrones, villanos y conspiradores. Estaba convencido que lo que había leído en el diario del doctor Seward en relación con Lucy Westenra era cierto. Mina ocultaba algo. Algo terrible. La maldad de Abraham van Helsing. La expresión del rostro de Mina ante la mención del nombre del profesor le había dicho todo lo que necesitaba saber. Pediría el certificado de defunción de Lucy de los viejos archivos. Sin duda, el certificado afirmaría que había muerto por causas naturales. El instinto del detective le decía que aquello no era más que una mentira que un hombre rico como Arthur Holmwood podía haber urdido, comprado y pagado.
Lee interrumpió los pensamientos de Cotford.
—¿Ahora qué?
Cotford sacó un cigarro del bolsillo, un Iwan Ries importado. Olió el puro como quien husmea un rastro aún caliente.
—Ahora, sargento Lee, dejamos que los buitres sobrevuelen el cadáver.
Lee encendió una cerilla para él. Cotford dio una larga calada al agradable cigarro. Por primera vez, se sintió digno de la admiración del sargento.
M
ina se apresuró a volver a casa, temblando hasta los huesos; las gotas de lluvia caían lenta y rítmicamente a destiempo con los latidos de su corazón. Tras cada kilómetro de su trayecto de Londres a Exeter, su angustia crecía. El viaje de cuatro horas se le estaba haciendo eterno: era el trayecto en tren más insoportable que Mina había experimentado jamás. Sentía tanta urgencia de llegar a casa que ningún tren podía moverse lo bastante deprisa para su gusto.
A Mina le dolía profundamente que su hijo la estuviera evitando. Como ocurría en la mayoría de familias, ella y Quincey habían tenido disputas menores a lo largo de los años, pero habían sido sobre cuestiones insignificantes. Mina estaba segura de que una vez que se enterara de la muerte de su padre se olvidaría todo, y su riña quedaría de lado en un abrir y cerrar de ojos. Pero lo que Mina no podía superar era un miedo persistente e implacable: ¿y si Quincey estaba en peligro? ¿Y si ya había sido víctima de un crimen? No sabía cómo protegerse a sí mismo; no tenía ni idea del mal al que se enfrentaba.
Volver a casa y recoger su pasaporte para poder viajar a París le estaba costando un tiempo precioso.
Mina, al contrario de lo que le había dicho a aquel exasperante inspector Cotford, había decidido renunciar a celebrar un funeral por Jonathan. Encontrar a Quincey era primordial. Jonathan lo habría entendido. De hecho, sabía que Jonathan habría insistido en ello; y si la situación hubiera sido la inversa, ella habría querido que Jonathan hiciera lo mismo. Por desgracia, un funeral tenía poco sentido. No iría nadie. Quincey no estaba, Jack estaba muerto, Arthur era un imbécil y Jonathan ya no tenía clientes dispuestos a ir a presentarle sus respetos. El único que quedaba era Abraham van Helsing. No, Mina no podía arriesgarse a eso. Sabía que el vil Cotford con toda probabilidad contaba con su llegada.
«Mándele saludos a Abraham van Helsing.» Las palabras del inspector se reproducían una y otra vez en la mente de Mina como un disco rayado. No iba a darle a ese cerdo irlandés la satisfacción de entregarle a Van Helsing. Las circunstancias que rodeaban la muerte de Jonathan ya eran bastante complicadas sin un viejo sabueso tratando de labrarse un nombre hurgando en el pasado. Algunas cosas era mejor dejarlas bien muertas y enterradas, como a la querida y dulce Lucy.
Mina dio instrucciones al sepulturero para que incinerara los restos de Jonathan. Recogería las cenizas más adelante. Al menos, quemar su cuerpo le aseguraría un descanso eterno. Mina rezó una oración silenciosa por su amado, deseando poder retirar todo lo que había dicho y hecho y que había acabado por romper la armonía que en otro tiempo tuvieron.
Mina estaba empapada por la lluvia cuando subió los escalones de piedra de su casa. Esa gran casa que había heredado de Peter Hawkins. ¿Cómo iba a poder vivir ahí ahora? Era demasiado grande. Estaba demasiado vacía. A pesar de las frecuentes ausencias de los últimos tiempos, la casa ya se sentía diferente. Inapelable y fría. Ya no había tiempo para pensar en ello. Sólo tenía una hora para secarse, cambiarse de ropa y poner unas pocas cosas en una maleta antes de dirigirse a Portsmouth, donde tomaría un transbordador para cruzar el canal hasta Cherburgo y luego otro tren a París: un trayecto de dos días en total. Dos días más en los que Quincey continuaría expuesto, en peligro. Ese inspector zoquete y gordo seguro que estaría merodeando veinticuatro horas al día; al menos en París estaría lejos del alcance de Cotford. Quizás era la última vez que podría volver a casa libremente. Si Cotford hurgaba demasiado, Mina no tardaría en verse en busca y captura como cómplice de homicidio. Sopesó la idea de alertar a Arthur de los peligros de Cotford, pero decidió no hacerlo. Seguramente, le daría con la puerta en las narices.
Mina colocó la llave de hierro en la puerta principal y se dio cuenta de que algo iba mal. Ya estaba abierta. Se quedó quieta. ¿Se la había dejado abierta con las prisas de tomar el tren a Londres? No, recordaba perfectamente haber cerrado antes de salir. Había concedido unos días libres al servicio. No debería haber nadie dentro; sin embargo, Mina sentía que había alguien en su casa.
Lentamente, abrió la puerta, con los nervios crispados, confiando en que no crujiera, esperando que algún monstruo saltara sobre ella. Allí no había nadie. Mina estiró el cuello con cautela y miró al interior. La visión del inconfundible abrigo harapiento y húmedo sobre el vestíbulo de mármol le desgarró el corazón. ¡Quincey estaba en casa! Pero, justo cuando empezaba a sonreír aliviada, se oyó un estrépito en la habitación contigua. Estaba en casa, pero eso no significaba necesariamente que estuviera a salvo. Sus pies no corrían lo suficiente.
Quincey oyó el portazo y se volvió para ver a su madre como un pollo remojado, de pie en el umbral del salón. Por un momento, ella se quedó inmóvil, asombrada por el estado desolador de la habitación.
—Quincey, ¿estás a salvo? ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. —Quincey trató de sonar civilizado, pero su ira era palpable.
—Te he estado buscando en todas partes. —Sus ojos vagaron por aquel desastre—. Por el amor de Dios…
Como un buen abogado que examina su caso tratando de descubrir lo que se oculta detrás de la apariencia, Quincey había desnudado todos los secretos de su familia. Había reventado a martillazos la caja fuerte, había abierto todos los archivadores cerrados y fue revisando todos y cada uno de los cajones. El resultado era la pila de cartas, periódicos, diarios privados de Mina y recortes de periódico que había colocado minuciosamente en orden cronológico: toda la historia de la vida oculta de su padre y de su madre antes de que él naciera.
Quincey levantó un sobre blanco con una mano y una pila de cartas manuscritas en la otra. Mostró lo que estaba escrito en el sobre para que Mina lo viera y lo reconociera.
Carta de Mina Harker a su hijo Quincey Harker.
(Para abrirla tras la muerte repentina o por causas no naturales de Wilhelmina Harker.)
La expresión de la mujer estaba entre el alivio y la desesperación. Quincey lanzó la carta a su madre y las numerosas páginas cayeron en una lluvia de papel.
—Incluso en la muerte, tu vergüenza te llevaría a ocultar lo que verdaderamente eres. Me creías un tonto. Pensabas, y tenías razón, que podrías ocultar tu juventud antinatural haciendo creer a los extraños que éramos hermano y hermana, convirtiéndolo en un chiste privado entre madre e hijo.
Mina imploró a su Quincey.
—Todo lo que necesitas saber está en esta carta. Todo lo que Jonathan y yo deberíamos haberte contado años atrás, pero no nos atrevimos.
—¡Todo lo que dices es una mentira! —Quincey estaba demasiado furioso para más sutilezas—. ¿De qué conoces a Bram Stoker?
—¿A quién?
La confusión de Mina parecía sincera. Hasta el día anterior habría tomado la palabra de su amada madre como dogma de fe. Pero habían cambiado muchas cosas en un solo día.
—La primera vez que lo leí, pensé que era una coincidencia, pero ahora…
Quincey arrojó el libro de brillante cubierta amarilla a su madre y estudió la expresión de Mina cuando ésta leyó el título en voz alta.
—
Drácula
…, de Bram Stoker —Mina ahogó un grito. Sus dedos temblaban mientras pasaba las páginas. Levantó la mirada, aterrada—. ¿De dónde has sacado esto?
Su actuación era mejor que ninguna que Quincey hubiera presenciado antes en el escenario. Toda su vida la había querido. Había confiado en ella. Se había aliado con ella frente a su padre. Pero ahora se dio cuenta de que apenas conocía a su propia madre.
—No te hagas la inocente. En estas páginas está la única verdad que has omitido en tu carta, la respuesta al gran misterio que ha desgarrado esta familia.
—Te lo juro. No sé nada de este libro.
—No me sorprende que digas esto. Stoker escribió la verdad que tú cuidadosamente omitiste en tu carta. Escribe que tenías una «conexión» con ese monstruo, Drácula. Me temo que Stoker lo dijo con un giro demasiado educado.
—¡Cómo te atreves!
Su madre parecía muy joven, su rostro era como el de una adolescente herida. Quincey pensó en los tres escolares a los que había golpeado por insultar el honor de su madre. De repente se sintió avergonzado por sus acciones de años atrás. Le quitó la novela de la mano.
—Esa criatura asesina, Drácula, es el abismo que siempre hubo entre tú y mi padre. Dime que miento.
—¡No sabes nada de eso!
—Conspiraste con Drácula contra papá. Tú bebiste su sangre —gritó Quincey. Recitándolo de memoria, dijo—. Capítulo veintiuno… En la cama de al lado de la ventana yacía Jonathan Harker…
—¡Basta! —Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Quincey normalmente se habría horrorizado por hacer llorar a su madre, pero la idea de ella bebiendo la sangre de ese monstruo mientras su padre, el marido de ella, dormía a sólo un metro de distancia le repugnaba.
Todos estos años había pensado que la afición de su padre por la bebida había llevado la ruina a su familia. Ahora, Quincey conocía la verdad. Era la traición de su madre lo que lo había llevado a la bebida. Ella era la desgraciada que había atraído una plaga sobre su casa, y arruinado a su padre:
—El libro de Stoker no es una obra de ficción. Ese demonio Drácula es la razón de tu eterna juventud.
—Sabía que no lo entenderías. Yo no podía a tu edad —sollozó Mina—. El mal viene en tonos grises, no en blanco y negro.
Quincey volvió a agitar el libro.
—Oh, pero lo entiendo. Ahora lo entiendo todo. Por eso papá estaba tan torturado, por eso quería mantenerme bajo su control. Para evitar que me enterara de quién era verdaderamente mi madre.
—Tu padre te quería en su mundo para poder protegerte.
Quincey comprendió entonces que cuando su padre había hablado de «seguridad» no se estaba refiriendo a seguridad económica, sino a la seguridad personal, física. Ésa era la razón por la que Jonathan había intervenido cuando Quincey había estado a punto de ganar notoriedad bajo los focos. Era para proteger a su hijo. Quincey golpeó el escritorio con el libro y cogió el ejemplar de
Le Temps
que había extendido allí para que se secara. Levantó la primera página para que su madre viera la ilustración del hombre empalado en Piccadilly Circus.
—
Tepes
… El empalador. Al final, parece que no era yo, sino mi padre, quien necesitaba protección… de tu antiguo amante.
Mina respiró hondo.
—Amaba a tu padre tanto como te amo a ti.
Amor. Quincey se rio por dentro. Las acciones de Mina no dejaban ver ningún amor por su padre.
—Toda mi vida has dejado que denuncie injustamente a mi padre. Todas esas cosas que le he dicho a él y lo que he dicho sobre él. Todas esas mentiras terribles que me hiciste creer. Nunca podré retirarlas. Nunca podré desagraviarlo. No puedo creerme nada más de lo que me digas. Pero ten por seguro que no soy un Hamlet indeciso. Vengaré a mi padre. ¡Que Dios te ayude!