Drácula, el no muerto (20 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Quincey salió al vestíbulo y recogió el abrigo del suelo.

—¡No! ¡Quincey, por favor! —le gritó Mina—. Ódiame si quieres, pero esta familia ya se ha sacrificado bastante. Si me amas, no mires más esos días salvajes y terribles. Deja la verdad muerta y enterrada, o podrías sufrir un destino peor que el de tu padre.

Quincey cerró la puerta de golpe a su espalda. No volvió a mirar atrás.

Mina no podía imaginar cómo su corazón podía soportar más dolor esa semana. Ver la expresión de asco y rabia en los ojos de su hijo era más de lo que ella podía aguantar. Por fin entendía cómo se había sentido Jonathan cuando la ira de Quincey se dirigía contra él. Su único crimen había sido proteger a su hijo y ahora ese mismo acto lo había alejado, quizás hacia el mismo peligro del que Jonathan tanto había intentado protegerle.

Mina agarró la pequeña cruz de oro que le colgaba del cuello y se preguntó: «¿Es posible que mi príncipe oscuro conozca el secreto que le había ocultado todos estos años? ¿Es tan grande su ira hacia mí que finalmente ha decidido cobrarse su venganza conmigo y con todos a los que amo?».

22

D
ixitque Deus fiat lux et facta est lux
: «Y Dios dijo sea la luz y fue la luz». Era el principio de la creación del universo.

Atravesaba en un coche de caballos la noche de Londres. Torció el gesto en Liverpool Street. Habían desaparecido las hermosas lámparas de gas y el romántico titilar de sus llamas; en su lugar había nuevas columnas de arco eléctrico que proyectaban una iluminación dura e intensa. Un viajero solitario ya no podía levantar la mirada a las estrellas en busca de orientación. El veneno de la luz eléctrica impedía la visión de las estrellas. El hombre había creado la luz y se había separado de los cielos. El anciano tenía el escaso consuelo de que ya no viviría mucho más y no sería testigo de la caída de su especie. Sólo le quedaba una tarea en la vida, y casi había agotado su energía al hacer el viaje desde Ámsterdam.

Había olvidado lo mucho que odiaba el clima de Inglaterra. La lluvia hacía que le dolieran las articulaciones, y sentía la humedad fría en los huesos. El viaje desde Ámsterdam se había prolongado más de lo esperado. En tiempos, podía hacer ese viaje varias veces en un mes. Ahora, su incapacidad para moverse a un ritmo rápido había causado que perdiera el tren en Amberes y había tenido que esperar un día entero antes de que el siguiente partiera hacia Francia. Su espíritu seguía siendo fuerte, pero maldecía su cuerpo frágil.

El coche de caballos se detuvo ante el familiar Great Eastern Hotel, de ladrillo rojo. Igual que ocurría con muchas otras cosas, había cambiado desde la última vez que él había puesto los pies en Londres. El hotel pintoresco y elegante había adquirido el edificio adjunto y se había expandido.

Al pagar al cochero sus seis peniques, algo extraño captó su atención. Al otro lado de la calle, había una fila de farolas apagadas. Era algo común, aunque las llamas de gas nunca se apagaban. ¡Hasta ahí el avance tecnológico humano!

Un joven de aspecto sospechoso tocado con un bombín acechaba bajo la farola oscura, simulando leer un periódico mientras observaba al recién llegado.

Usando el bastón para equilibrarse, el anciano se acercó lentamente a la puerta, feliz de que la lluvia hubiera cesado por fin. Se emborrachó con las vistas, los olores y los sonidos que le rodeaban. Allí había historia.

Mientras los maleteros llevaban su baúl y sus bolsos, el portero le ofreció el brazo. El anciano lo rechazó. No iba a dejar que la edad lo humillara todavía más. Con cuidado, avanzó paso a paso por el suelo de mármol y ónice, resbaladizo por la lluvia, hacia el mostrador de recepción.

—Tengo una habitación reservada —dijo casi sin aliento.

El conserje sonrió y abrió el gran libro de contabilidad negro.

—Por supuesto, ¿y su nombre, señor?

El anciano no contestó, todavía preocupado por la sensación de que lo estaban observando. Se volvió hacia la puerta de la calle y pescó al joven del bombín mirándolo a través del cristal. En el momento en que los dos hombres establecieron contacto visual, una expresión de pánico asomó al rostro del joven, que retrocedió en la noche.

¿Por qué lo estaba siguiendo ese joven? Sin duda era uno de los adláteres del demonio.

Finalmente, había dejado de llover cuando Cotford y Lee entraron en el cementerio Highgate por la entrada de Swains Lane. La niebla nocturna de Londres estaba bajando. El inspector iluminó el plano con la linterna eléctrica, buscando la Egyptian Avenue. El haz de luz barrió el camino, dominado por dos enormes obeliscos decorados con papiros y hojas de loto. Los dos hombres franquearon la verja. Los árboles sin hojas, que se elevaban hasta la luna creciente como dedos esqueléticos, los rociaron de gotas de agua liberadas por el viento. Gráciles ángeles de piedra, figuras llorosas esculpidas y estatuas de mujeres que llevaban antorchas brillaban a la luz de la luna: rostros pétreos que asomaban entre macizos de hierba crecida, hiedra y zarzas.

A Cotford todo le recordaba su infancia. Su madre solía contarle viejos cuentos folclóricos irlandeses de
banshees, leprechauns, changelings
y de Caoineadh, la Dama de la Muerte.

Cuando Cotford aún no era adulto, la tuberculosis y la gripe habían asolado Irlanda. En el pueblo, los mayores aseguraban que la enfermedad era obra del diablo. Los pacientes no podían respirar de noche, porque aseguraban que era como si sintieran una gran opresión en el pecho. El supersticioso médico aseguraba que era la prueba de que había un vampiro sobre su torso, chupándole la sangre. Los rumores y el pánico se extendieron más deprisa que la propia epidemia. Cotford recordaba vívidamente la noche en que la gente del pueblo exhumó la tumba de su hermano. Se quedó horrorizado cuando el cura aseguró que, como su hermano había sido el primero en morir de peste, tenía que ser el vampiro que había infectado a los otros vecinos. El cura había clavado una estaca de hierro en el cuerpo de su hermano. Cotford, joven e ingenuo, se convirtió en creyente cuando el cadáver de su hermano gimió audiblemente. Brotó sangre de la boca, de los ojos y de las orejas de su hermano. El sacerdote proclamó que el pueblo se había salvado. Pero murieron cinco personas más y la fe de Cotford flaqueó.

Años después, su experiencia como policía le mostró la verdad de lo que había ocurrido esa noche. Los gases que fermentan en un cadáver hacen que se hinche al descomponerse. Al ser pinchado, con una estaca de hierro o por el escalpelo del forense, esos gases subían por las cuerdas vocales del cadáver y salían por la boca, forzando a la mandíbula a abrirse y haciendo escapar un gemido. Una vez que se liberaban los gases, el cadáver se colapsaba, haciendo que la sangre saliera por todos los orificios. El hermano de Cotford nunca había sido un vampiro, sólo una víctima de la superstición y la ignorancia, bendita fuera su alma.

Había sido el temor lo que había impedido que los padres de Cotford respetaran la sepultura de su hermano. Temor a lo desconocido. La gente no educada temía lo que no comprendía, permitiendo que la superstición floreciera. Por supuesto, después de la muerte de su hermano, Cotford aprendió que todos esos cuentos de folclore eran basura. Había sido esa revelación lo que había causado que diera la espalda a su hogar y buscara una educación en Londres. Había hallado consuelo en la ciencia, porque podía explicar los misterios que acechaban a los hombres. Lo sobrenatural se alimentaba del miedo. Gracias a la ciencia, nunca volverían a engañarlo.

Cotford se detuvo en seco. Oyó que algo se movía en el cementerio. La luna se deslizaba tras las nubes, sumiendo el camposanto en la oscuridad. Levantó la mano para hacerle una indicación a Lee, que también se quedó de piedra. El inspector aguzó el oído. Sonó un susurro a su izquierda y enfocó con su linterna eléctrica. El espectro de un fantasmal caballo blanco atrapado en la luz le devolvió la mirada.

El inspector oyó que Lee se traicionaba a sí mismo respirando bruscamente. Levantó la mirada al alto sargento. No esperaba que un hombre de su estatura fuera tan impresionable.

—Es sólo una estatua —dijo Cotford.

—Es que no la he visto, nada más. Podría haberme golpeado la cabeza con esa herradura de piedra.

Cotford observó detenidamente la colosal estatua. El musgo que crecía en el rostro pétreo del caballo le daba un aspecto amenazador. Reconoció que era la tumba del famoso cochero James Selby, que aún ostentaba el récord del trayecto en carro más rápido. La estatua se cernía sobre las otras lápidas, sosteniendo un látigo y unas herraduras invertidas.

Después de recorrer el laberinto de lápidas, Lee y Cotford esquivaron una tumba recién excavada que aún no tenía lápida. Finalmente, llegaron a un mausoleo acurrucado entre el brillo blanco de los tejos. La tumba estaba invadida de una hiedra que la cubría como una telaraña. Lee apartó las hojas muertas y las ramas que cubrían el nombre grabado: «Westenra».

Lee suspiró.

—¿Está seguro de que quiere seguir con esto?

Cotford asintió; no había otra manera. Carecía de pruebas suficientes para obtener una orden judicial del magistrado. Echó un trago a su petaca para calentarse.

—Me está pidiendo que le ayude a cometer un delito.

—No es un capricho, sargento Lee. —Cotford sacó del abrigo uno de los diarios encuadernados en piel de Jack Seward—. He encontrado pruebas de que hace veinticinco años el Destripador cometió un asesinato que desconocíamos hasta ahora: el testimonio del doctor Jack Seward, escrito de puño y letra.

De una página previamente marcada, Cotford leyó en voz alta a la luz de su linterna eléctrica:

—«Fue Arthur, su prometido, quien gritó de dolor al clavar la estaca en el corazón de su amada. Con ese primer golpe del mazo, la criatura que había sido la bella Lucy gritó como una sirena torturada. ¡Dios mío, la sangre! ¡El horror! Cómo lloré. Arthur amaba a Lucy más que todos los demás, pero eso no le impidió asestar el golpe mortal. Cuántas veces he reproducido la escena en mi mente. Si supuestamente amaba a Lucy más que él, ¿por qué no ocupé el lugar de Arthur? Sin embargo, a mí el destino no me deparaba algo mejor, pues fui yo quien cortó su hermoso cuello… A lo largo de los años, me he repetido una y otra vez que estábamos limpiando su alma. Si eso era cierto, ¿por qué no podía sacarme de la cabeza sus gritos? ¿Por qué no podía olvidar la horrible visión del profesor Van Helsing cuando levantó su sierra quirúrgica y empezó a amputar los miembros de Lucy…»

—¡Basta! —gritó Lee.

—Quizá, pero sepa que mi celo nace de una terrible culpa de la cual ruego que se salve. El certificado de defunción de Lucy Westenra afirma que murió de una extraña enfermedad sanguínea. El médico que firmó el certificado era un tal doctor Langella, el mismo hombre que sólo unas semanas antes había firmado el certificado de matrimonio de Holmwood. Muy conveniente, ¿no cree? Como claramente indica el diario, Lucy no murió tranquilamente en su cama.

—¿Y si ese diario sólo contiene los delirios inducidos por las drogas de un loco?

—No sea ingenuo, Lee. Después de todo lo que hemos aprendido, sabe que ha de ser cierto. Si damos la espalda a lo que sabemos y dejamos que otra mujer caiga bajo la cuchilla del Destripador… —Cotford hizo una pausa y se puso muy serio—, serán nuestras almas las que tendrán que responder por ello.

Lee miró a su mentor un largo momento. No podía negar la lógica. Haciendo un gesto hacia la antigua tumba, dijo en voz baja.

—Que Dios nos perdone si nos equivocamos.

—Y que nos proteja si tenemos razón.

Hizo falta el esfuerzo máximo de ambos hombres para abrir la puerta de hierro. Las bisagras chirriaron como almas en pena. La puerta retumbó como un trueno al golpear la pared de piedra.

Las ratas chillaron y se escabulleron del haz de la linterna. Cotford y el sargento Lee apartaron la tapa del sarcófago. El hedor de la muerte era mucho peor que nada de lo que hubieran experimentado en el depósito de cadáveres.

Lee tosió, con un brazo doblado sobre la cara para protegerse del olor.

—¿Cómo esos viejos restos podían seguir produciendo tanto hedor? —Se le ocurrió una idea terrible—. Quizás han añadido a alguien.

—La puerta de esa tumba no se ha abierto en décadas —dijo Cotford.

El sargento asintió; Cotford tenía razón. Pero no explicaba cómo el hedor de la muerte podía ser tan poderoso.

Esperaba que se tratara de un animal muerto.

Cotford dirigió el haz de luz a la tumba abierta. Dentro del sarcófago estaban los restos mutilados del esqueleto de una mujer. La calavera, con larga melena roja, se hallaba claramente separada del cuerpo. La boca estaba llena de flores secas; los miembros, cercenados y cruzados. Todavía había una estaca de hierro clavada en el pecho del esqueleto. Las manchas de sangre seca aún eran visibles al lado del cuerpo. Cotford contempló los restos destrozados de Lucy Westenra, y su mente se inundó instantáneamente de los recuerdos de aquellas cinco prostitutas ensangrentadas halladas en Whitechapel. Todas estaban mutiladas del mismo modo. Claramente el Destripador había alcanzado una nueva cota con Lucy. Había pasado de las prostitutas a una mujer de posibles. La había asesinado en un lugar donde nadie oyó sus gritos y había asestado el golpe final con una estaca de hierro. Eso era puro Van Helsing. Se sentía al mismo tiempo justificado y mareado hasta la médula.

—¡Locos!

—¡Asesinos! —añadió Lee.

Cotford vio en el rostro de Lee la misma sed de justicia que él mismo había sufrido todos estos años.

—Sargento Lee, quiero que se fotografíe hasta el último centímetro de esta escena del crimen y que se lleven los restos al depósito. Use únicamente a subordinados de su plena confianza. Nuestros superiores no pueden enterarse de lo que estamos haciendo. Despierte a ese forense pesado y que haga una autopsia completa. Asegúrese de que ha terminado y se ha ido antes del alba, para que no levante sospecha. Y ocúpese de que su informe llegue a mi despacho en cuanto esté completo.

—Sí, señor.

Cotford bajó la cabeza. Se llevó un dedo a los labios, para indicarle a Lee que guardara silencio.

Desde fuera, oyeron que alguien corría hacia la tumba.

Cotford, como de costumbre, no llevaba pistola. Quizás esa noche debería haber dejado de lado su orgullo y haber cogido una. Apagó la luz cuando las pisadas se acercaron. Porra en mano, Lee se situó junto a la puerta abierta. Cotford tenía la pesada linterna a punto.

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