Drácula, el no muerto (40 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Al acercarse al hotel, Quincey se sintió atemorizado por su tamaño y por el esplendor gótico italiano. Un adjetivo como «grande» se quedaba corto. Alzándose contra el cielo nocturno parecía ominoso y adusto. Holmwood empujó a Quincey tras uno de los arcos cuando se aproximó un automóvil de la Policía. Un agente alto y uniformado sostuvo un dibujo para que otros agentes lo vieran.

—Lee —susurró Holmwood al reconocer al agente.

Quincey vio el rudimentario parecido que tenía aquel dibujo con ellos. Seguramente era obra de uno de esos artistas aficionados que trabajaban en el Strand y que ofrecían, a cambio de un chelín, hacerles un retrato a los transeúntes.

Holmwood sacó un cigarro y le lanzó una caja de cerillas a Quincey. Luego bajó la cabeza y se agachó bajo el arco a resguardo del viento. Quincey comprendió la treta. Encendió la cerilla y protegió la llama con las manos. Los policías pasaron a su lado, con el recuerdo del dibujo de Lee fresco en sus mentes. Comprobaron los rostros de cada peatón que pasaba, pero no prestaron atención a Holmwood y a Quincey. No era nada extraño que dos hombres les dieran la espalda para encender tranquilamente un cigarro. Holmwood dio una calada y colocó la mano sobre el brazo de Quincey para calmarlo. Esperaron un momento más hasta que Lee volvió a subir a su vehículo y se alejó.

—Drácula nos ha manipulado para ponernos en peligro a cada paso —murmuró Quincey al seguir a Holmwood hacia la entrada principal del Midland Grand Hotel—. ¿De verdad cree que ese viejo loco tiene la clave de nuestra supervivencia?

—¿Supervivencia? —Holmwood se detuvo ante la puerta principal y le dedicó a Quincey una mirada extraña—. Mientras Drácula muera, ¿qué importa?

Sin dar más explicaciones, entró en el vestíbulo del hotel.

42

«
A
quí yace el cuerpo de Bram Stoker, representante del mayor actor de todas las épocas, sir Henry Irving.»

Stoker trató de apartar la imagen, pero cada vez que cerraba los ojos veía lo que seguramente sería el epitafio de su lápida. Estaba a punto de caer el telón de su vida, y no habría ningún bis. La amarga ironía no se le escapaba. Había empezado su vida como un niño postrado en la cama, y terminaría sus días como un viejo postrado en la cama. Se había convertido en prisionero de su propio cuerpo, paralizado del lado izquierdo, incapaz de moverse o de alimentarse. Tenía que sufrir la indignidad de que lo bañaran y cambiaran como si fuera un recién nacido. Tenía el orgullo de ser un hombre honrado y trabajador, y no podía imaginar qué podía haber hecho para ofender a Dios. Para sufrir tanto fracaso en una vida, tenía que haber sido algo terrible. Le entristecía saber que sin su mano directora en la obra, su novela
Drácula
pronto quedaría olvidada en un estante en la parte de atrás de una librería, mientras que
El retrato de Dorian Gray
sin duda sería conocido como la mayor novela gótica de su tiempo.

Se le ocurrió que, en algún lugar del Cielo, Henry Irving estaría riéndose de él. Irving le había dejado el Lyceum Theatre, no como una oportunidad de vivir su sueño, sino como una bofetada en la cara. Cuando Bram Stoker llegara a las puertas del Cielo, un Irving sin duda borracho estaría esperando regodeándose con un whisky en la mano y una mujer de cada brazo. Incluso sabía lo que le diría: «Te lo dije, eres un zoquete sin talento. Una vez contador de granos, contador de granos siempre».

A escasa distancia, el Big Ben empezó a sonar. Cada campanada consecutiva le recordaba a Stoker que la cuenta atrás había comenzado. Nueve campanadas, las nueve en punto. Su mujer se había retirado a sus aposentos, igual que su enfermera. Ésa era la hora que más odiaba: solo, incapaz de moverse, atrapado en sus pensamientos.

De repente, sintió frío, como si la temperatura en la habitación hubiera bajado diez grados. ¿Se había apagado el fuego? Trató de levantarse y llamar a la enfermera. Sólo podía mover la boca parcialmente.

Apenas podía girar el cuello para ver que las sombras, creadas por la luz de la luna que se filtraba entre la persiana, empezaban a moverse. Stoker trató una vez más de llamar, pero sólo logró emitir un gruñido bajo.

Abrió los ojos en busca de otra alma que estuviera con él en el dormitorio. No había nadie. Se esforzó en escuchar cualquier sonido de respiración, pero no oyó más que la suya. Un extraño ruido, como de un arañazo, le hizo contener la respiración. Al principio pensó que era un ratón que hurgaba bajo las tablas del suelo, pero el sonido creció como si fuera un cincel grabando madera. Su miedo se intensificó. Había alguien en la habitación. Una sombra se separó de la pared y bloqueó la luz de la luna al pasar junto a la ventana y reptar a los pies de su cama. Stoker cerró el puño y golpeó la cabecera, tratando de gritar. Observó con impotente incredulidad que la sombra empezaba a cobrar la silueta humana, convencido de que estaba teniendo una pesadilla terrible. Movió el cuerpo para poder rodar de costado, tratando de usar el brazo que le funcionaba para alcanzar la silla de ruedas que se hallaba junto a la cama. Si lograba llegar a la silla, quizá conseguiría escapar. Cuando su mano estaba a punto de agarrar el brazo de la silla oyó un silbido en el aire. Algo le golpeó con fuerza en el pecho y lo derribó. Se quedó sin aire en los pulmones. Pugnó por respirar. Un furibundo gruñido llegó a sus oídos, parecía proceder de ninguna parte y de todas al mismo tiempo. Sintió que una manada de lobos salvajes había rodeado su cama. La masa de sombra negra se echó adelante y lo envolvió. Era pesada, como si tuviera otro ser humano encima que lo aplastara en su cama. Stoker trató de debatirse con las escasas fuerzas que le quedaban.

Gritó cuando algo le pinchó el cuello. No sintió dolor, pero sabía que su cuerpo se estaba vaciando de sangre. La sombra estaba viva y él pronto estaría muerto.

Había cometido un terrible error. El loco al que había conocido en un bar hacía tantos años no le había contado simplemente una historia entretenida. Aquel hombre había tratado de advertirle de que los vampiros existían.

La luz de luna que entraba por la ventana se proyectó otra vez sobre Stoker cuando la sombra se movió. Ahora podía ver lo que le había golpeado el pecho. Era un ejemplar de su novela. Sobre la cubierta vio una palabra garabateada por una garra salvaje: «
Mentiras
».

43

Q
uincey no podría haber imaginado que hubiera algo más impresionante que la gran catedral de Notre Dame, pero estaba asombrado por la inmensa y ostentosa grandiosidad del Midland Grand Hotel. Se sentía fuera de lugar, con aquel aspecto despeinado, apestando y con la ropa cubierta de hollín. Se apoyó contra la columna de mármol verde con la intención de pasar desapercibido, procurando mantener la distancia con cualquier cliente que cruzara el vestíbulo.

En marcado contraste, Holmwood estaba tan seguro de sí mismo que pasó entre la multitud, caminando por el suelo de mármol multicolor hasta el mostrador de recepción de caoba labrada a mano. No le importaba el aspecto que tenía ni cómo olía, ni siquiera que sus zapatos estuvieran empapados. Seguía siendo Arthur Holmwood, e infundía respeto.

El conserje, nervioso, corrió hacia él.

—Lord Godalming. Qué exquisita sorpresa. Si lo hubiera sabido, habría tenido un sastre y un mozo esperando.

Holmwood ni se inmutó.

—¿Un sastre? Dios mío, ¿para qué?

—Podría prepararle un traje en menos de…

Holmwood levantó la mano para interrumpirlo.

—No será necesario. Estoy buscando a un huésped llamado Renfield.

«Renfield es mi santuario.» Quincey por fin comprendió el código oculto en el telegrama. Van Helsing estaba tratando de guiarlos hasta él. Quizá podía ayudarlos.

No era de extrañar que el Midland Grand ya no fuera considerado el hotel más elegante de Londres. Era el año 1912, y aún se negaban a instalar un ascensor. Y por supuesto, Van Helsing, o, mejor dicho, el señor Renfield, elegiría una habitación en el piso superior, puesto que éste le ofrecía la posibilidad de escapar por el tejado.

Aquella gran escalera de caracol parecía interminable. Holmwood subió sin pararse a descansar ni una sola vez. Quincey, en cambio, se vio obligado a detenerse una segunda vez. Al recuperar el aliento, levantó la cabeza hacia un cielo azul cobalto con estrellas de pan de oro pintadas en el techo catedralicio. Era como si estuviera subiendo las escaleras del Cielo. En una cámara que daba al rellano había un lienzo mural de san Jorge matando al dragón, algo muy apropiado teniendo en cuenta la misión que acometían.

A medio camino del pasillo, Holmwood se detuvo y miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solos. Desenfundó discretamente su revólver y comprobó que estaba completamente cargado.

—Sólo podemos suponer que Van Helsing envió el telegrama. En caso de que estemos llegando a una trampa, es mejor estar preparados.

—Según el señor Stoker, ¿no debería llevar balas de plata? —preguntó Quincey.

—Confunde el folclore, igual que el señor Stoker. Las balas de plata están reservadas a los hombres lobo, señor Harker —replicó Holmwood con una sonrisa satírica.

Quincey no compartía su diversión. Si era una trampa, su vida correría el mismo riesgo. Puede que a Holmwood no le importara demasiado vivir o morir, pero no era el caso de Quincey.

Holmwood se dirigió a la puerta del fondo, la que estaba más cerca del acceso al tejado.

—Es ésta —susurró.

Quincey estaba a punto de llamar a la puerta cuando Holmwood lo detuvo, señalando el espacio entre el suelo y la puerta. Quincey se sintió estúpido. Otro error. Al colocarse delante de la puerta, cualquiera que estuviera del otro lado vería las sombras de sus pies. Señaló la jamba. La puerta no estaba cerrada con llave y la habían dejado voluntariamente entreabierta. No era una buena señal. Le hizo un ademán con la cabeza al muchacho para que se preparara.

Quincey tenía el corazón en la garganta, pero asintió con la cabeza, a pesar de su temor. Holmwood se movió con la velocidad de la luz. Abrió la puerta de un empujón y entró con la pistola preparada. La habitación estaba a oscuras: la luz del pasillo sólo iluminaba la mitad de la enorme suite. Como en el resto del hotel, el techo de la habitación era anormalmente alto. Las cortinas estaban corridas.

Quincey cerró la puerta tras de sí. Holmwood susurró enfadado.

—No, espere.

El joven se movió para impedir que la puerta se cerrara. Demasiado tarde. La puerta se cerró, bloqueando la luz del pasillo. Ahora la oscuridad era total. Se maldijo a sí mismo entre dientes. Otro estúpido error.

Las tablas del suelo crujieron a su izquierda. Pisadas. No estaban solos.

—Le aviso, tengo un arma —dijo Holmwood.

Las pisadas se acercaron. Holmwood se volvió, amartilló su pistola y empujó a Quincey detrás de él.

El chico estaba tan aterrorizado que había olvidado respirar, así que cuando una mano surgida de la oscuridad le tocó el hombro, saltó de miedo.

Una voz profunda y sutil resonó en la estancia.

—Buenas tardes, caballeros.

Holmwood levantó la pistola.

44

C
onsiderando el tiempo que le había costado a Cotford llegar al teatro no debería haberse enfadado tanto por el hecho de que el forense hubiera tardado en aparecer y recoger a la última víctima. Cotford, que no quería correr riesgos con las pruebas, siguió el carro del forense hasta el hospital de Carey Street, junto a los Tribunales de Justicia, donde se realizaría la autopsia.

Cuando el carruaje de la Policía giró al sur, Cotford saboreó el gusto del cigarro. El humo le llegó a Mina Harker, que estaba sentada enfrente de él. Ella le lanzó una mirada desaprobatoria. Satisfecho, Cotford tocó con la mano la punta de la espada teñida de sangre, aquella prueba vital. Pronto demostraría que la mujer estaba implicada en el homicidio. La fiscalía se quejaba de que necesitaban más pruebas; ahí las tenían. Por fin podría reivindicarse.

El carruaje estaba cerca del callejón donde el marido de Mina Harker y la mujer de blanco habían sido atacadas. Cotford miró a la mujer en busca de algún gesto que la delatase, pero, como en el depósito de cadáveres, su rostro no dejó vislumbrar emoción alguna. ¿Era astuta o era inocente? El inspector estaba convencido de que Van Helsing había participado en la muerte de Jonathan Harker. Pensó en las cajas de roble rotas en el callejón. Estaba claro que Van Helsing ya no era lo bastante fuerte para actuar solo. Indudablemente había reclutado sangre joven para ejecutar sus malvados crímenes. La carta del Destripador —redactada por Van Helsing, obviamente— dejaba claro que Quincey Harker era la clave para desentrañar el misterio. En su investigación de la vida de Jonathan Harker, Cotford ya había hecho algunas averiguaciones sobre la vida y la conducta del joven Quincey. Había descubierto que era un actor fracasado al que su padre había obligado a asistir a la universidad en París. Interesante. El propio Cotford había sufragado el coste de una llamada internacional a Braithwaite Lowery, el antiguo compañero de habitación de Quincey Harker en la Sorbona. El señor Lowery describió a Quincey como un joven bastante loco («le faltaba un hervor») que odiaba a su padre. En la última conversación que tuvo con él, le había contado a su antiguo compañero de habitación que había conocido a «alguien maravilloso» y que iba a dejar sus estudios en la Sorbona por su nuevo destino. Al cabo de unos días, habían hallado empalado en Piccadilly Circus al padre del joven, al que tanto odiaba. Cuanto más averiguaba Cotford sobre Quincey Harker, más convencido estaba de que el joven era el cómplice natural de la nueva cadena de crímenes de Van Helsing.

El inspector estaba preparado para apostar hasta el último penique a que ese «alguien maravilloso» de Quincey no era otro que el doctor Abraham van Helsing. Aquel joven era lo bastante impresionable para ser seducido por las enseñanzas retorcidas de Van Helsing. Era joven, fuerte y muy probablemente estaba lo bastante enloquecido con la lujuria de sangre de su primer crimen para romper las cajas de roble del callejón. Además, odiaba lo suficiente a su padre para empalarlo brutalmente como prueba final de su lealtad a Van Helsing. Todo encajaba. Cotford estaba seguro de que la fiscalía estaría de acuerdo. Miró por la ventana al techo abovedado de la catedral de Saint Paul que asomaba en el horizonte, entre la niebla, al doblar por Fleet Street; luego volvió a mirar a Mina Harker. Seguía sin soltar prenda, pero no duraría mucho. Interrogaría a Mina Harker, pero ahora dispondría de todo el peso de la ley para respaldar su interrogatorio. Sería implacable. El viejo sabueso había vuelto y la acosaría hasta conseguir que revelara el paradero de Van Helsing y descubriera por completo sus crímenes.

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