Drácula, el no muerto (41 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Cotford sospechaba desde hacía mucho que Van Helsing había reclutado seguidores de sus creencias ocultas para llevar a cabo su trabajo sangriento. Era más que probable que el doctor Seward, acosado por la culpa, hubiera amenazado con exponer los crímenes de Van Helsing. Cotford consideraba lógico suponer que Van Helsing era uno de los que habían conducido el carruaje negro que había atropellado a Seward en París, eliminando así al primero de sus anteriores cómplices. Eso dejaba a Jonathan, Mina y lord Godalming como los únicos testigos vivos. Tenía sentido que Van Helsing hubiera decidido que había que eliminarlos a todos uno a uno. La muerte de Jonathan los había vuelto a reunir.

El inspector conjeturaba que había sido Quincey quien había prendido fuego al Lyceum. Quizás había sido un intento fallido de matar a su madre y a lord Godalming. Cotford reparó en que Quincey había «escapado» con Godalming; seguramente, el joven planeaba matarlo una vez que estuviera lejos de miradas curiosas. Era imprescindible que el sargento Lee encontrara a Godalming antes de que éste muriera. Todas las vías de escape de la ciudad estaban bloqueadas. En última instancia, detendría a Quincey. Quizás eso formaba parte del plan de Van Helsing desde el principio. Eliminarlos a todos, incluido su cómplice más reciente, dejando a aquel malnacido libre de escapar de la justicia una vez más. Todo estaba encajando. Esa noche se redimiría de años de fracaso. Al final, la balanza se equilibraría. Sólo una pregunta sin respuesta evitaba que esa noche fuera un triunfo total: ¿dónde estaba Van Helsing?

El agente Price sujetaba con fuerza las riendas de los caballos del carruaje de la Policía que avanzaba por Fleet Street. La ominosa estatua del dragón se alzaba sobre ellos. La niebla envolvía por completo el pilar, por lo que parecía que el dragón estaba flotando en el aire con unas alas de murciélago extendidas. Price miró al agente Marrow, que estaba sentado a su lado, empuñando el rifle. Por la atención con que éste observó el dragón al pasar, tuvo la sensación de que Marrow estaba pensando lo mismo.

Dados los inusuales sucesos de aquella tarde, que se dejara llevar por la fantasía no era de extrañar. Por primera vez en su carrera policial llevaba armas de fuego, lo cual normalmente no estaba autorizado para la Policía de Londres. Luego se había producido el incendio en el gran teatro y el brutal asesinato de aquella pobre mujer. Había oído al sargento Lee y al inspector Cotford susurrando un nombre: el Destripador. ¿Podía ser cierto? ¿Estaba participando en la investigación del caso sin resolver más famoso de Scotland Yard? Era más de lo que podía haber deseado.

A medida que la niebla se hacía más densa, resultaba cada vez más difícil ver la calle que tenía delante. Entrecerró los ojos, tratando de distinguir dónde estaba, y de repente tuvo la abrumadora sensación de que estaban siguiendo a su coche de caballos. El agente Marrow seguramente había sentido lo mismo, porque también miró atrás. La calle estaba vacía…, no había ni un alma a la vista. Price parpadeó. Sus ojos sin duda le estaban jugando una mala pasada porque parecía que la niebla de atrás se había teñido de rojo sangre. «Será por las nuevas farolas eléctricas», pensó.

El corazón de Price casi se detuvo al oír un sonido desconcertante, como el batir de alas de una enorme ave de presa, quizás un halcón. Pero era más ruidoso y… mucho más grande. Procedía de encima de ellos. Y se estaba acercando.

45

L
a pistola de Holmwood estaba lista para disparar.

—Les estaba esperando —murmuró una voz de marcado acento procedente de la oscuridad.

Quincey, con la mano en el hombro de Holmwood, sintió que los músculos de su compañero se relajaban. ¿Por qué no disparaba?

Los apliques de la pared iluminaron de repente la habitación. Delante de ellos estaba Abraham van Helsing, con una mano sobre el botón de la luz y la otra apoyada en el bastón.

—¡Profesor! —dijo Holmwood, guardando la pistola—. Dios mío, podría haberle disparado. Gracias a Dios que está a salvo.

Corrió a abrazar a su viejo amigo.

Van Helsing sonrió.

—Sabe que no puedo resistirme a las entradas teatrales.

Quincey se estremeció. El arañazo que le había hecho Van Helsing en el cuello sólo dos noches antes le picaba otra vez. Era como si su cuerpo le advirtiera que tuviera cuidado con ese anciano. Sintió una punzada de malestar por el hecho de que Holmwood parecía haber olvidado que el profesor le había atacado.

Holmwood acosó con preguntas a Van Helsing, sin esperar ni una sola respuesta antes de lanzar la siguiente demanda.

—¿Está bien? ¿Cómo le encontró Drácula? ¿Cómo consiguió escapar?

—Usando mi ingenio y una táctica que él nunca habría esperado… —Van Helsing hizo una pausa y miró a Quincey, como si dudara de compartir esta información delante de él.

Holmwood asintió: el joven se había ganado su confianza.

Van Helsing, pese a ello, le dio la espalda. A Quincey, aquel gesto grosero no le gustó nada; y encima Holmwood no hizo nada al respecto. También se fijó en que el profesor no había respondido la pregunta. ¿Cómo había escapado de Drácula?

—Está bien que me hayan encontrado —dijo Van Helsing con suavidad—. Esperaba que la señora Mina les hubiera informado de mi telegrama.

Quincey pensó que, tratándose de alguien que acababa de sobrevivir a un encuentro con Drácula, aquel tipo parecía impertérrito; era muy diferente al hombre frenético que había encontrado en el callejón. Se fijó en una mesa llena de armas y se preguntó por la ventana con cortina. Su mirada vagó hacia el humo del Lyceum que cubría la ciudad como una manta. ¿Por qué estaban allí hablando? Cuanto más esperaran, antes los descubriría la Policía… o Drácula. Era urgente planear su siguiente movimiento.

Holmwood citó el nombre de Báthory mientras examinaba las armas que había sobre la mesa: una colección de cruces junto a un bolso de viaje, una estaca de madera, un puñal y viales que Quincey suponía que contenían agua bendita. Sin embargo, no había acónito ni ajo. El elemento central era una ballesta cargada.

Quincey observó a Van Helsing, a quien no pareció sorprender la mención de aquel nuevo vampiro, como si ya estuviera al corriente.

El anciano renqueó hasta la mesa y, con las manos temblorosas, pugnó por abrir una botella de brandy. Tenía un aspecto muy frágil, muy distinto del hombre que había vencido a Quincey en el callejón unas noches antes.

Al final, Van Helsing se dirigió a él:

—Así que parece ser, señor Harker, que ha decidido no aceptar mi… consejo.

La forma en que pronunció la palabra «consejo» hizo que el joven apretara los dientes.

—Mi disposición a doblarme a la coacción terminó con la muerte de mi padre —contraatacó.

—De acuerdo —dijo Van Helsing con una sonrisa malvada. Sirvió brandy en dos copas—. En realidad me viene bien que esté aquí.

—¿Por qué?

Van Helsing no respondió. Cogió una de las copas con una mano y arrastró los pies hacia Arthur Holmwood, que estaba examinando el puñal.

Holmwood dejó el arma en la mesa y cogió la copa.

—Si al menos hubiera escuchado a Seward —dijo. Echó un trago en un intento de borrar el recuerdo—. Quizás él, Jonathan y Basarab estarían vivos.

—¿Basarab? —preguntó Van Helsing, con curiosidad.

—El actor rumano —explicó Holmwood.

Van Helsing se equilibró con el bastón y ofreció la otra copa a Quincey.

Él no era bebedor como su padre.

—Para mí no, gracias.

Van Helsing dejó la copa sin hacer comentarios, pero había algo en su lenguaje corporal que parecía distante. «Me considera un niño pequeño», se dijo. Era mejor desviar la conversación de nuevo hacia lo que había aprendido de Basarab.

—Fue la correspondencia de Basarab con el doctor Seward lo que nos llevó hasta Drácula y hasta la condesa Báthory.

—Basarab —repitió Van Helsing, lenta y deliberadamente, saboreando cada letra. Volvió a darle la espalda a Quincey—. Holmwood, ¿no aprendió nada de nuestras aventuras juntos?

—¿Adónde quiere ir a parar? —Holmwood parecía confuso.

—Dígame, ¿se ha encontrado alguna vez cara a cara con Basarab? —preguntó Van Helsing.

—No. Sólo Quincey. ¿Por qué?

—¡Qué ingenioso! —Van Helsing rio.

Quincey, cada vez más impaciente, quería agarrar al viejo y arrancarle las respuestas. Se enfrentó a Van Helsing.

—Profesor, si sabe algo, díganoslo. No nos tenga en la oscuridad.

Van Helsing miró a Quincey durante unos segundos. Al final, suspiró.

—La oscuridad, caballeros —dijo—, es todo lo que hay. Ya han perdido. Su camino es el único que nos queda.

—¿Qué camino? —preguntó Quincey.

Como si estuviera en una sala de conferencias, Van Helsing levantó del bastón una de las manos arrugadas y, colocándola sobre la solapa de su chaqueta, mantuvo a su audiencia cautiva. La penumbra de sus ojos cayó directamente sobre Quincey.

—Drácula es sólo el título que eligió al hacerse príncipe. El verdadero nombre de Drácula es… Vladimir Basarab.

46

—¿
H
a oído eso? —preguntó Price, al tiempo que sus ojos examinaban el cielo.

El carruaje de la Policía seguía avanzando con rapidez.

El agente Marrow, escopeta en mano, no estaba escuchando. Su mirada estaba fija en la niebla roja que se acumulaba en la calle.

—¿Qué diablos es eso?

—¡Mire! —Price señaló hacia arriba justo cuando las nubes bajas negras del cielo empezaban a arremolinarse y converger.

Marrow amartilló su rifle.

—Algo va mal. ¿Alguna vez ha visto bruma roja?

El creciente miedo de Price era evidente en su voz temblorosa.

—No creo que sea bruma. Sea lo que sea, también está detrás de nosotros.

Marrow se volvió para ver la masa nebulosa roja que se les acercaba, cada vez más deprisa.

—Es como si nos estuviera persiguiendo.

—Creo que está tratando de aislarnos. Es casi…

Price no tuvo ocasión de terminar de expresar su idea. Los caballos del carruaje se detuvieron de repente. Los dos hombres tuvieron que agarrarse a los asideros de sus asientos para evitar salir disparados. El coche del forense, por delante de ellos, también se detuvo abruptamente. Los caballos empezaron a relinchar y a mascar sus frenos como si sintieran el peligro.

Marrow se volvió.

—¡Nos va a atrapar!

Price arreó las riendas.

—¡Moveos, vamos!

Pero los caballos no se movieron.

La bruma de color rojo sangre formó un muro delante del carruaje del forense. El cochero arreó las riendas una y otra vez, y al final los caballos empezaron a moverse.

Marrow agarró el brazo de Price.

—Creo que hemos de salir de esta calle.

Observaron el carruaje del forense, que se acercaba a la barrera de niebla roja. Price se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Qué absurdo tenía que parecer. Era sólo niebla. ¿O no?

Marrow lo repitió con más energía.

—Se lo estoy diciendo. Hemos de salir de aquí.

Price no iba a desobedecer órdenes.

—Conténgase. Le recuerdo, agente Marrow, que tenemos instrucciones.

Con lo que sonó como el rugido de una bestia salvaje proveniente de las calderas del Infierno, el carruaje del forense surgió de repente de la niebla roja, volando por los aires, acompañado de cabezas, extremidades y entrañas de caballos arrancadas. El carruaje explotó en pleno vuelo y los restos cayeron al suelo y se deslizaron por los adoquines; encendieron chispas y emitieron un terrible chirrido en la noche.

—¡Vamos! —gritó Marrow, presa del pánico.

Esta vez ni a Price ni a los caballos del tiro hubo que decírselo dos veces: esquivando de algún modo el muro de niebla roja, salieron al galope hacia la calle lateral más próxima.

A Price ya no le importaba adónde estaban yendo, siempre y cuando fuera lejos de allí.

Dentro de aquel carruaje que circulaba con tanta rapidez, Cotford y su prisionera se vieron arrojados a un lado en un giro abrupto; rebotaron tan violentamente que Mina se golpeó la cabeza y empezó a sangrar.

—¿Qué demonios está ocurriendo ahí arriba? —maldijo Cotford al recostarse en el asiento y mirar por la ventanilla.

Mientras Mina se tocaba el corte en la frente, lamentó que no hubiera otra ventanilla en el carruaje; no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo fuera, pero algo le decía que se pusiera en guardia. Mina estaba segura de que podía recurrir a su recién hallada nueva fuerza para escapar en el momento en que lo deseara. Sin embargo, su detención servía de distracción para Cotford y, con un poco de suerte, daría a Quincey y a Arthur más tiempo para huir. Al agarrarse a su asiento, se preguntó si ya habrían encontrado a Van Helsing.

Se le cayó el alma a los pies al pensar en el viejo profesor. Estaba agradecida de que hubiera sobrevivido, pero le inquietaba su telegrama. ¿Drácula seguía vivo? ¿Cómo era posible? Ella había presenciado su muerte en el castillo a través de los ojos de Báthory. ¿El telegrama era algún tipo de treta de Báthory? Seguramente no. Se negaba a creer que Drácula pudiera alinearse con los de la calaña de aquella mujer malvada. Sin embargo, si Drácula estaba vivo y había descubierto el secreto de Mina, nadie sabía qué podría hacer.

La idea de Quincey y Arthur corriendo a los brazos de Báthory la llenó de resolución. Tenía que escapar de las garras de Cotford. Tenía que rescatarlos. El carruaje se agitó violentamente una vez más y Cotford chocó contra un lateral. Mina, propulsada contra el otro, echó un vistazo a través de la ventanilla del carruaje. En el instante en que vio la niebla roja, supo exactamente por qué el carruaje se estaba moviendo tan erráticamente. Su mente se arremolinó de terror. ¿La niebla roja estaba manipulada por Báthory? ¿Por Drácula? ¿Por ambos?

—¿Qué demonios está pasando? —gritó Cotford.

El inspector alargó la mano hacia la puerta y luego se detuvo. Sus ojos se encontraron con los de Mina. De repente, buscó la katana rota que había envuelto en su pañuelo y que había guardado en el bolsillo de su abrigo.

Mina casi rio ante lo absurdo de este gesto. En ese momento, ella era la última cosa por la que debería preocuparse Cotford.

De repente, un grito sonó por encima de ellos. Cotford se echó hacia la ventana. Mina, mirando por encima del hombro, vio que un policía caía del carruaje y soltaba su rifle. Cotford gritó a pleno pulmón.

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