—Tengo muchas cosas que hacer, que aprender, que ver. No puedo morir. Todavía no.
—¡Maldito sea, profesor! —gritó Holmwood—. ¡Maldito sea en el Infierno! —Con un grito de guerra, soltó la ballesta y cargó sobre Van Helsing.
—¡Arthur, espere! —gritó Quincey.
Era demasiado tarde. Arthur se arrojó sobre Van Helsing y el impulso los envió a ambos a través de la ventana. Al caer cinco pisos hacia el suelo inclemente, Van Helsing se dio cuenta de que, sin más aliados a su lado, Drácula era demasiado débil para combatir solo a Báthory. Sin oposición, la condesa impondría su ley; era el final de la humanidad.
—Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?
C
uando el metro se acercó a la estación de Finsbury Park, Mina corrió hacia donde yacía Drácula, vulnerable e inconsciente, apoyado contra uno de los bancos largos del vagón. Aunque había perdido gran cantidad de sangre, Mina sabía que seguía vivo. Las heridas en el cuello y en el abdomen habrían matado a cualquier mortal, pero él ya estaba sanando.
Como si hubiera seguido el hilo de estos pensamientos, Drácula abrió los ojos. Aquellas pupilas negras se llenaron de sentimiento; ¿de verdad podía no tener alma? Mina se arrodilló junto a su príncipe oscuro y él estiró el brazo para pedir su ayuda. Se repetía la escena que ocurrió en la puerta del castillo de Transilvania, con Drácula ardiendo al sol con el kukri empalado en su corazón. Él había estirado el brazo hacia ella, pero Mina lo había abandonado en favor de una elección terrenal: Jonathan. Ahora Jonathan estaba muerto. La idea la hizo retroceder.
—Mataste a Jonathan.
Drácula levantó la mirada a lo que quedaba del alma de Mina. Había dolor en sus ojos, como si las palabras de ella lo hubieran herido más que cualquier golpe de Báthory.
—Si de verdad lo crees, es que no me conoces en absoluto.
Mina recordó haber oído la voz de Drácula cuando batallaba con la mujer de blanco. Él la había salvado. Debería haber sabido que Drácula nunca le habría hecho daño. No importaba lo terribles que fueran sus acciones, él nunca le había mentido. Drácula no podía haber matado a Jonathan. La amaba demasiado.
Mina tomó la mano de Drácula en la suya. El tacto gélido le causó escalofríos en todo el cuerpo, como a una colegiala a la que roza su primer amor. Mina recordó la forma en que la había tocado esa noche tantos años atrás y ansiaba otra vez esa pasión. Jonathan había sido el amor de su vida, pero Drácula era la pasión.
Un repentino gemido agudo sobresaltó a Mina, pero sólo se trataba de los frenos del tren subterráneo. Mina levantó la cabeza y vio a los pasajeros en el vagón de al lado, con la boca abierta. Enseguida estarían rodeados.
Era el momento de huir.
Mina y Drácula abrieron las puertas y saltaron a la plataforma antes incluso de que el tren se detuviera por completo. Drácula podía caminar con brío, pero no tenía equilibrio. Mina pasó el brazo de Drácula por encima de su hombro y lo abrazó por la cadera para que él se apoyara. Estaba aterrorizada: el Drácula que había conocido antaño era muy poderoso; ahora no era más que una sombra de su antiguo ser. Al mismo tiempo, Mina se sintió más cerca de él que nunca. Por primera vez, estaba claro que él también la necesitaba.
Después de subir con dificultades las escaleras, salieron de la estación. Mina miró al cielo nocturno, sintiendo el pensamiento de él en su mente: «Sé adónde quieres ir. No podremos alcanzar nuestro destino antes de que salga el sol».
Drácula asintió. Ella descubrió un carro tirado por un solo caballo preparado para cruzar la calle. No había conductor a la vista, y había una gruesa manta de lana en la parte de atrás. Mina agarró la manta. Estaba a punto de ayudar a Drácula a subir cuando, de repente, las luces de un automóvil descapotable los cegaron.
Una vez más, ella oyó los pensamientos de Drácula en su mente: «Un automóvil será más rápido».
Mina apoyó a Drácula contra el carro, le pasó la manta y salió corriendo para cruzarse delante del automóvil, que rápidamente se detuvo con un chirrido.
—¡Señora —gritó el conductor—, mire por dónde va! Casi la atropello…
Antes de que el hombre pudiera acabar su queja, Mina lo arrancó de su asiento y lo lanzó a la calle. El asombrado conductor huyó rápidamente, pidiendo ayuda a gritos.
Mina cerró la cubierta del automóvil y la fijó, mientras Drácula se instalaba en el asiento del pasajero.
La gente de la calle los estaba mirando; algunos empezaron a acudir en auxilio del conductor. Era hora de irse. Mina saltó al asiento del conductor, soltó el freno de mano, puso el coche en marcha y aceleró por Seven Sisters Road, una ruta que los llevaría hacia el noroeste, fuera de Londres.
Mina miró a Drácula y se sintió más segura que nunca de haber tomado la decisión correcta al ayudarlo. Báthory tenía que morir, y Drácula, pese a su débil estado, seguía siendo su mejor arma. Pensó en Quincey. La decisión de Drácula sobre dónde ir era la acertada. Allí contarían con la ventaja de conocer bien el terreno. Mina tenía que llevar a su hijo al único lugar donde estaría seguro. El único lugar donde todos se sentirían seguros, aunque, por el momento, sentirse seguro no era más que una mera ilusión.
Q
uincey se asomó a la ventana de la planta superior del Midland Grand. Los cuerpos aplastados de Arthur Holmwood y del profesor Van Helsing yacían grotescamente tendidos en la calle. La parte posterior del cráneo de Van Helsing había explotado como una sandía con el impacto contra el suelo. Bajo la cabeza del anciano se había formado un charquito de sangre oscura que se deslizaba por la calle, llenando las junturas entre los adoquines. A pesar de la sangre, el rostro de Van Helsing tenía una expresión de pura serenidad. El anciano aparecía otra vez prudente y erudito, como si, finalmente, hubiera encontrado la paz. El corpachón de Arthur Holmwood envolvía a Van Helsing. La cabeza de Holmwood se apoyaba en el pecho del profesor, ahorrándole la indignidad de un cráneo resquebrajado.
Entre lágrimas amargas, Quincey se dio cuenta de algo: Drácula había ganado la guerra. Como un gran general había dividido y vencido. Había menospreciado a su enemigo, y ese error garrafal le había costado la vida a Arthur Holmwood. Ahora, a Drácula, sólo le quedaba conquistarlo a él.
Un grupo de espectadores morbosos se había reunido en Euston Road. Quincey sintió la urgencia de correr. La Policía estaba buscándolo, metódicamente, calle por calle, edificio por edificio. Sin lugar a dudas la multitud congregada allí los llevaría a investigar en el hotel.
Sacudido por el dolor, bajó por la escalera y salió al vestíbulo. La pérdida de sangre por la herida de bala en el brazo debería haberlo dejado mareado y apenas capaz de mantenerse en pie. Pero no se sentía en absoluto débil. Aquello tenía que ser el efecto que la sangre maldita de Drácula provocaba en él. Quincey se preguntó si alguna vez había sido auténticamente humano.
En la calle, Arthur Holmwood gimió, tratando de moverse. La multitud de espectadores ahogó un grito.
—Arthur —gritó Quincey.
Se abrió camino entre la asombrada multitud, se hincó de rodillas y cogió a Holmwood entre sus brazos, separándolo del cadáver de Van Helsing. Quincey le acunó cuidadosamente la cabeza. Oyó que algunos murmuraban la palabra «crimen». Sintió que unos pocos mirones salían corriendo de entre el gentío, sin duda para alertar a las autoridades. No tenía mucho tiempo.
El rostro de Holmwood estaba pálido e hinchado. La sangre manaba de las heridas del pecho, nariz, boca y orejas. Era valiente y fuerte, pero no podía ocultar el sufrimiento que sentía. Pugnó por respirar.
Quincey luchó en vano por contener las lágrimas. Cogió la mano de Holmwood. Van Helsing había acusado a Holmwood de temer a la muerte, pero Quincey sólo vio paz y una pequeña sonrisa en el rostro del aristócrata. Arthur al final iba a lograr lo que deseaba.
Quincey era el que estaba asustado y presa del pánico.
—Me está pasando algo, Arthur. ¿Ha visto lo que he conseguido hacer? Estoy maldito. Estoy condenado. Si la sangre desgraciada de Drácula está en Mina, entonces también está en mis venas. ¿Qué voy a hacer? No puede dejarme, Arthur. No me deje.
Holmwood reunió las fuerzas que le quedaban para hablar.
—No es una maldición. ¿No lo ve? Puede ser una bendición. Es tan fuerte como él. Puede derrotar a Drácula y a Báthory. —Burbujas de sangre salían como espuma de su boca. Sus músculos se tensaron y dijo con el último aliento—. Entiérreme con mi Lucy…
Quincey observó impotente cómo la poderosa llama de Holmwood se extinguía al fin. Las batallas del gran hombre habían llegado a su fin. Quincey comprendió por qué había buscado la muerte todos esos años. En la muerte, obtendría su más preciado deseo: reunirse con el amor de su vida.
Quincey se miró las manos sucias y ensangrentadas. Holmwood había dicho que era una bendición que fuera tan fuerte como Drácula, que podía derrotarlo. Pero ¿ese poder lo corrompería como le había ocurrido a su enemigo? ¿Iba a consumirlo el mal mientras trataba de cazar a la misma criatura que lo había maldecido?
«Donde todo empezó.»
Quincey se quedó sobresaltado por el sonido de la voz de su madre susurrando en su oreja. Miró a su alrededor, pero no estaba a la vista. No había nadie, salvo los numerosos mirones.
«Donde todo empezó, hijo mío.»
Esta vez la voz de su madre era cristalina, inconfundible. Quincey dejó suavemente el cadáver de Arthur Holmwood en el suelo, sin saber qué hacer a continuación. No tenía ningún plan. Estaba completamente solo.
«Donde todo empezó, hijo mío. Mi amor.»
La sangre de vampiro de Mina lo estaba llamando. La novela de Stoker había descrito la conexión mental entre Drácula y Mina. Esa conexión mental era ahora un triángulo. Esta vez, la voz de Mina no sólo le llegaba en palabras, sino también en imágenes: un monasterio centenario semidestruido en lo alto de un risco, junto a un cementerio y un banco de piedra, con las furiosas olas rompiendo a sus pies.
Todo empezó en Whitby, en la abadía de Carfax. Mina estaba con Drácula y lo estaban esperando.
Sonaron campanas de alarma a su alrededor. Oía las ruedas de carros y los cascos de los caballos sobre los adoquines. Los mirones que se habían apartado de la multitud regresaron, corriendo detrás de un carruaje de la Policía que se detuvo delante del hotel. A Quincey se le aceleró el pulso al reconocer al policía alto que salía del coche de caballos. Era el que tenía el dibujo de él y Holmwood. Era el momento para que sus pesadillas terminaran de una vez por todas.
Quizá su destino era destruir a Drácula. Quizá Dios le había mostrado una forma de convertir su maldición en una bendición. A Quincey no le quedaba nada. Sólo le quedaba una opción: tenía que salvar su alma inmortal. Iría a Whitby, a Carfax. Con Dios de su lado, se enfrentaría al demonio. Si conseguía matar a Drácula, quizá lograría romper la maldición y salvarse a sí mismo y a su madre de la condenación eterna. Si tenía que morir en combate contra el gran mal, Quincey rezaba para que el gesto bastara para que Dios lo perdonara.
El Policía alto se abrió paso entre la multitud. Era el momento de irse.
Cuando echaba a correr, Quincey oyó los gritos sobresaltados de la multitud y sintió el asombro del policía alto. Quincey corría como el viento, más deprisa de lo que ningún hombre podía correr. La maldición se había desatado. Al fin era libre.
E
l sol se alzaba en la mañana. Drácula y Mina habían estado viajando toda la noche. En el silencio del trayecto, la mente de Mina se llenó de una cascada de pensamientos aleatorios y ansiosos. Pero una y otra vez llegaba a la misma conclusión. El fanatismo y la obsesión sólo llevaban a un sitio. Sabía por las múltiples experiencias de su vida que era cierto; sin embargo, no podía impedir que su sangre hirviera de rabia mientras aceleraba hacia el norte. Los sucesos violentos de la noche anterior se le reproducían una y otra vez. La muerte y la destrucción causada por Báthory a lo largo de los siglos eran inconmensurables; la devastación que había dejado a su paso, incalculable. Cuanto más pensaba Mina en la condesa, más se enfurecía. Cuanta más rabia sentía, más fuerte pisaba el pedal del acelerador. Agarraba el volante con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos. Báthory la había violado, había tratado de matarla y, lo más doloroso de todo, había amenazado la vida de Quincey. En la mente de Mina ya no había duda. Por primera vez su sangre humana se mezclaba en perfecta armonía con la del vampiro. Mina pretendía destruir por completo a la condesa Erzsébet Báthory.
Esquivó a toda velocidad un carro de lechero tirado por un burro. El animal se detuvo de repente y retrocedió. El lechero gritó tras ella. Sólo entonces Mina se dio cuenta de lo deprisa que estaba yendo. Necesitaba calmarse y ordenar las ideas de un modo racional. Era lo que hacía mejor. No podía dejar que el fanatismo y la obsesión la cegaran o no sería mejor que Báthory. En el siglo xv, un noble tenía que ser valiente para inducir a la gente a seguirlo. Pero no era la valentía lo que mantenía a los campesinos a raya cuando llegaba el momento de recaudar impuestos. Era el miedo. Los campesinos superaban a los nobles en una proporción de cien a uno. Un noble tenía que ser cruel para inspirar miedo en su gente, e igual de brutal para hacer que sus rivales temieran atacarlo. La sangre era barata en el siglo xv. Asesinato y muerte eran comunes. La brutalidad era una forma de control aceptada. Lo único que separaba a los gobernantes amados de los tiranos era lo justificado o no de su crueldad. Era de esos tiempos oscuros de donde habían salido Báthory y Drácula. Eran las últimas reliquias supervivientes de una era pasada.
Un vehículo parado apareció de pronto en medio de la carretera. Mina frenó con fuerza, giró el volante violentamente y se salió de la calzada, casi chocando con un árbol. El automóvil se detuvo. Mina se tomó un momento para respirar, y al final se permitió mirar a su lado. Envuelto en una manta en el suelo, protegido del sol, Drácula no daba indicación de conciencia. Mina estaba sumamente confundida por el hombre, la criatura que tenía a su lado. Era capaz de un formidable valor y un gran amor, era leal y generoso, y aun así era violento más allá de lo descriptible. Mina temía lo que podría ocurrir si dejaba que Drácula influyera en Quincey. Quizá podía protegerlos de Báthory, pero ¿al precio del alma inmortal de Quincey? Las horas diurnas eran el momento de sueño de Drácula, cuando podía sanar y descansar.