Drácula, el no muerto (44 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Acababa de instalarse en la esquina de Wych y Newcastle para sacar fotos de los clientes que salían de los teatros vecinos cuando oyó gritos a unas pocas calles de distancia. Sujetando bien su cámara, corrió hacia la dirección de la conmoción.

Delante de la estación de metro de Strand había un tumulto. Los vehículos de Policía habían acordonado la entrada al subterráneo. Aytown se acercó a un agente.

—¿Qué ha ocurrido, amigo?

—Ha ocurrido una desgracia. Algún animal salvaje ha escapado del zoo. Un hombre ha muerto.

Aytown reflexionó sobre ello. El zoo de Londres estaba bastante al norte, en Regent’s Park. ¿Cómo un animal huido podía haber llegado tan lejos sin que la Policía lo impidiera? Algo iba mal. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una sombra que avanzaba por la calle. Aytown levantó la mirada. Nubes de tormenta envolvían la luna y la sombra siniestra empezó a moverse, dando la sensación de desvanecerse a la entrada de la estación de metro.

Definitivamente, algo iba mal.

51

M
ina sentía la mano de Báthory en su cuello como el cepo de madera de la guillotina. El escalpelo de amputación era la cuchilla que hendía el aire. Mina levantó las manos para detener el golpe mortal. Sus dedos se agarraron como un grillete al antebrazo de Báthory, deteniendo el escalpelo a un par de centímetros de su piel. Báthory retorció los labios rojo sangre en una sonrisa y se rio desde el fondo de la garganta, apretando el brazo para vencer la fuerza de Mina, acercando cada vez más la cuchilla. Parecía que le estaba dando a aquella sádica justamente lo que quería: lucha. Cuanto más se resistía Mina, más se excitaba su rival. Al límite de sus fuerzas, en un último acto de desafío, Mina decidió que negaría a Báthory esa satisfacción. Cerró los ojos y aflojó su resistencia.

Sonó el ruido de un trueno. Mina abrió los ojos y vio el escalpelo colgando de un costado de la condesa. Astillas de madera y chispas eléctricas cayeron sobre ellas. Se oyó un ruido sordo dentro del vagón, como si algo pesado hubiera aterrizado en el suelo de madera. La condesa, en estado de shock, estaba mirando hacia arriba. Mina siguió su mirada para descubrir que habían abierto el techo del tren. Cuando volvió a bajar la cabeza se encontró con una figura oscura, a cuatro patas, en medio del vagón. La figura tenía la cabeza baja. Lucía una larga melena negra. Incluso doblada hacia delante era obvio que medía más de un metro ochenta. Sus manos eran elegantes, los dedos largos como los de un concertista de piano.

Mina se entusiasmó. Conocía esas manos. Las había visto matar, las había visto cubiertas de sangre. También había sentido sus caricias de amor. Lentamente él se levantó, alcanzando su plena estatura, y un anhelo recorrió el cuerpo de Mina. Ya no estaba sola. Había vuelto a ella en el momento en que más lo necesitaba. Ahora bien, después de todo lo que ella había hecho para herirle, ¿iba a salvarla? ¿Era posible que aún la amara?

El hombre levantó la cabeza y, al caer hacia atrás los rizos negros, se le vio la cara. Clavó sus ojos de lobo en Báthory; su expresión feroz era igual a la que Mina recordaba. Era al mismo tiempo hermoso y terrible, amable y despiadado. Había en él amor y odio. Al final Mina pronunció el nombre que había guardado en su mente durante un cuarto de siglo.

—Drácula…

La mano de Báthory en el cuello de Mina se apretó aún más al oír el nombre. La condesa concentró su odio en el intruso.

—Tu capacidad para burlar la muerte es inquietante.

A pesar de su dolor, Mina sintió placer. Drácula la estaba mirando con el mismo deseo que ella había sentido por él. Su expresión confirmaba lo que ella ansiaba creer. Drácula era ciertamente un asesino, pero no era cruel. Lo amaba, y estaba segura de que él no podía estar aliado con un monstruo sádico como Báthory.

Drácula, con una expresión de furia en su rostro contorsionado, fulminó de nuevo a la condesa con sus ojos negros. Báthory recibiría todo el dolor que merecía; su muerte sería terrible. La voz de Drácula era un gruñido grave cuando habló entre dientes:

—Ven a mí, condesa. Ven y muere.

Báthory echó el brazo atrás y Mina salió volando por los aires. El dolor se extendió por su cabeza al chocar con la pared de metal del vagón. Antes de quedar inconsciente, pensó: «Ha regresado».

Báthory miró al hombre que estaba de pie ante ella. ¿Cómo podía seguir vivo el príncipe infernal? Ella lo había matado dos veces. Su ira hervía. Su deseo de venganza nunca iba a saciarse. Nada deseaba más que destruir al cruzado de Dios, Drácula, de una vez por todas. Nada ansiaba con más fuerza que llevar la condena sobre él y sobre todos los hipócritas que seguían a Dios, incluso sobre el propio Dios. Báthory saltó. Se elevó, con el escalpelo preparado, apuntando a los ojos de Drácula con la intención de cegarlo.

Antes de que el filo de Báthory pudiera alcanzar su objetivo mortal, el Príncipe Oscuro saltó a su encuentro. Los combatientes chocaron en el aire. Forcejearon sobre el techo del vagón en marcha, desafiando las leyes de la física. Drácula clavó la rodilla en el estómago de Báthory y ésta cayó del techo y se estrelló contra la ventanilla. El cristal estalló en el túnel. Drácula embistió para echarla fuera, pero Báthory resistió, enderezando el cuerpo al atravesar el tren, convirtiéndose en un ariete que golpeó a Drácula en mitad del torso. Para su gran sorpresa, él gritó de dolor al ser arrojado sobre un banco largo, astillando la madera al caer. Sin perder tiempo, Báthory se lanzó encima y le clavó el escalpelo en la tripa, cortándole la piel como si fuese mantequilla. La sangre de Drácula brotó, y el olor de la muerte la sobrecogió. Clavó el escalpelo una y otra vez en el cuerpo de Drácula, y éste gritó por el insoportable dolor. Báthory se armó de confianza. ¡Él se había debilitado!

Báthory siempre se había considerado la reina de su especie. Ahora sería también el rey. El paladín de Dios estaba a punto de caer. Eliminado Drácula, el camino estaría libre y pavimentado para su gran plan. Sería benevolente con todos aquellos con los que Dios no mostraba misericordia. Los pobres y desdichados, los desviados sexuales, los mentalmente inestables, los enfermos y los cargados de furia, los débiles de la Tierra, los herederos del mundo; ella levantaría a los más bajos de los bajos y cumpliría sus sueños tras largo tiempo de resignación. Se convertirían en sirvientes leales. A aquellos que reclamaban lealtad a Dios en sus enseñanzas, les partiría las espaldas en la rueda de su propia inquisición. Ella se alimentaría de los ricos y de los poderosos como éstos se habían alimentado de los débiles. Aplastaría ejércitos bajo sus pies. Demolería las iglesias con sus manos desnudas y vertería su propia sangre en la garganta del Papa. Estaba decidida a recrear el mundo a su propia imagen, y la muerte de Drácula daría la primera campanada para anunciar su llegada.

Báthory agarró a Drácula por la garganta. Éste no opuso resistencia: había perdido mucha sangre, estaba débil. Ella clavó los colmillos en su cuello. Bebería su sangre y todo lo que él sabía, lo que él era, todo su poder, toda su fuerza. Cuando Báthory había sido humana, Drácula la había vaciado y la había dejado sangrando, pero no había bebido hasta su última gota. Él no podía matarla: eran familia, la amaba. Báthory no tenía esos problemas. Planeaba beber hasta que Drácula exhalara el último aliento.

Mina veía borroso cuando recuperó la conciencia. A través del dolor de cabeza y los ojos entelados, vio dos figuras oscuras luchando en el otro lado del vagón. Una era claramente más fuerte que la otra. Mina nunca podía disfrutar con el asesinato, pero esta vez la victoria era dulce. Quería gritar: «Muere, bruja, muere». Deseaba que Drácula desgarrara a Báthory miembro a miembro. Eso no borraría el recuerdo de lo que le había hecho, pero su muerte ayudaría mucho a hacer ese recuerdo menos doloroso.

Mina se incorporó, se concentró en la lucha que se desarrollaba ante ella y se dio cuenta de lo equivocada que estaba. Los dientes de Báthory estaban en el cuello de Drácula. Él pugnaba por zafarse de su mordisco. Estaba sangrando por el vientre. ¿Cómo podía ser eso? Por primera vez, comprendió por qué Drácula había permanecido escondido: Báthory era más poderosa que él. Si Drácula no podía destruirla, ¿qué opciones tenían ella, Arthur y Quincey, aunque encontraran con vida a Van Helsing?

Miró a su alrededor en busca de algo que le sirviera de arma. Un cable eléctrico largo y grueso colgaba del lugar donde Drácula había atravesado el techo. Tiró y liberó el cable. ¿Qué podía hacer realmente con un cable? Atárselo a Báthory sería inútil. Mina vio la puerta destrozada sobre el suelo del vagón. Ató un extremo del grueso cable a ella y se volvió hacia los enemigos que combatían.

Con lo que parecían sus últimas fuerzas, Drácula agarró el rostro de Báthory y clavó el pulgar en la cuenca de su ojo. Un fluido viscoso y multicolor supuró del agujero. La condesa apartó los colmillos del cuello de Drácula y gimió de dolor. Drácula, agarrando con fuerza el cráneo de su enemiga, arqueó la cabeza de Báthory hacia atrás y la retorció, aullando como un animal salvaje mientras trataba de partirle el cuello.

La condesa apartó la mano de Drácula de su cara. El agujero negro donde había estado su ojo expelía sangre. Derribó a Drácula y lo golpeó contra el suelo; arqueó la cabeza hacia atrás mientras gemía de dolor. Mina aprovechó este momento de debilidad para pasar el otro extremo del cable por el cuello de Báthory.

La condesa se volvió hacia Mina.

—¡Tú, zorra!

Mina contestó dando una patada a la puerta rota hacia el agujero de la parte de atrás del vagón. La puerta resonó en el túnel encendiendo chispas al resbalar sobre los raíles mientras el tren avanzaba con gran estruendo por las vías. Al final, la puerta metálica se encajó como un ancla.

Mina disfrutó de la expresión del único ojo de Báthory cuando la perra se dio cuenta de lo que ella había hecho. Trató de correr hacia Mina, pero el cable que tenía en torno al cuello se tensó de repente y Báthory saltó por el agujero del tren hasta las vías.

Mina corrió al agujero y miró al túnel, preparada para ver a Báthory poniéndose de nuevo en pie y corriendo a su caza. En cambio, vio que la condesa se deslizaba por las vías hasta que el filo metálico de la katana, que aún tenía en la pierna, donde Cotford se lo había clavado, contactó con el raíl eléctrico y causó una explosión de chispas.

Báthory tembló en las vías con la descarga eléctrica. Todo su cuerpo se hizo cada vez más brillantemente azul hasta que al final estalló en llamas. Báthory lanzó un sobrenatural grito de dolor, dando golpes de impotencia mientras el fuego devoraba todo su cuerpo.

¿Podía ser que Mina hubiera logrado lo imposible? ¿Había matado a la reina vampiro?

A Francis Aytown sólo le quedaba una placa fotográfica. Colocó la cámara sobre el trípode de madera con la esperanza de que se presentara una foto digna de ser noticia. Se había fijado en que la sábana que cubría el cuerpo de la víctima estaba teñida de sangre en la parte superior. Se le ocurrió que podían haberla decapitado. Quizá, finalmente, su suerte había cambiado.

Aytown se situó lo más cerca posible de la entrada de la estación de metro de Strand. Una imagen del cuerpo decapitado de la víctima alcanzaría un buen precio. Desafortunadamente, aún tenían que levantar el cadáver. Oyó que los agentes mencionaban que nadie conseguía localizar al forense de la Policía.

Un sonido grave y gutural brotó en la distancia. Al acercarse, el tono se hizo más intenso, hasta que todos los que estaban cerca de la estación se taparon las orejas para protegerse.

Una explosión de llamas de color rojo anaranjado surgió de la boca de metro. Aytown no podía creer lo que veían sus ojos. Una enorme criatura emergió chillando al atravesar Aldwych Crescent. Sin hacer caso del dolor ensordecedor en sus oídos, agarró su cámara y soltó el disparador. No tenía tiempo de encuadrar y esperaba que hubiera sido lo bastante rápido para capturar a través de su lente el absoluto horror de lo que acababa de ver. Si lo había hecho, entonces sí que su suerte habría cambiado. La imagen valdría una pequeña fortuna. Ningún animal había escapado del zoo. Era un dragón que escupía fuego.

52


P
rofesor, en el nombre de Dios, por favor —rogó Quincey.

Van Helsing miró al muchacho con gran tristeza.

—En el nombre de Dios, te pido que te unas a nosotros.

—No puedo —replicó Quincey con voz temblorosa—. Drácula es el monstruo que deshonró a mi madre y mató a mi padre.

El profesor negó con la cabeza, con desesperación.

—No me dejas elección.

Con un ágil movimiento mordió profundamente en el cuello de Quincey.

Para su sorpresa, Van Helsing se encontró volando por la habitación, chocando contra la mesa de las armas, que se esparcieron tras él. Quincey se miró las manos, aterrorizado por su recién hallada fuerza.

—¡Dios, protégeme!

Van Helsing se incorporó y miró asombrado, tratando de comprender lo que había ocurrido. ¿Realmente ese chico tenía la fuerza suficiente para lanzarlo por la habitación? Lentamente, Van Helsing empezó a comprender el deseo de Drácula de mantener vivo a Quincey Harker. El Príncipe Oscuro había pensado que sin lugar a dudas podría llegar a ser un gran activo en la batalla contra Báthory. Pero si Quincey Harker ya era tan poderoso y tan lleno de odio mal guiado, podía convertirse en un pasivo. Era el momento de tomar una decisión. Quincey tenía que morir. Van Helsing esperaba que Drácula lo comprendiera.

Agarró el puñal del suelo y se dirigió hacia Quincey con la velocidad del rayo. Lo agarró por el cuello y lo aplastó contra la pared. Echó el cuchillo hacia atrás para clavarlo en el corazón de Quincey. Que Drácula le perdonara.

Van Helsing oyó un sonido extraño. De repente se le deslizó el puñal de la mano y cayó al suelo. El peso de Quincey se tornó abrumador. Ya no podía aguantarlo. ¿Qué estaba ocurriendo? Sintió la familiar sensación de la tenaza de la Parca.

—¡No!
Nog niet
—dijo—. Todavía no.

Miró abajo. La punta de madera de una flecha sobresalía de su pecho. Van Helsing se volvió para ver a un ensangrentado Arthur Holmwood apoyado contra la otra pared, sosteniendo la ballesta. La sangre resbalaba de sus heridas y su boca.

Le habían atravesado el corazón: la pena lo abrumó. Miró a Holmwood con lágrimas que le picaban en los ojos.

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