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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (37 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Tal vez un codazo en la dirección adecuada…

Pero el barón se aferró a la barandilla del balcón y dio unos saltitos entusiastas. Contempló las calles invadidas por el humo y los extensos edificios. El aspecto de la metrópolis era negro y mugriento, edificios industriales y torres administrativas que habían hundido sus raíces en Giedi Prime. Más allá de la ciudad había pueblos agrícolas y mineros aún más sucios, lugares miserables a los que casi no valía la pena meter en cintura. Abajo, como piojos que reptaran por las calles, los trabajadores hormigueaban entre turno y turno de trabajo.

El barón alzó el bastón.

—Ya no lo necesito más.

Echó un último vistazo a las fauces plateadas del simbólico gusano de arena, recorrió con los dedos la madera pulida del bastón y lo arrojó al vacío.

Se inclinó sobre la barandilla para verlo caer hacia la calle, con la esperanza infantil de que golpearía a alguien en la cabeza.

Flotando gracias a los globos del cinturón, el barón volvió a la habitación principal, donde un decepcionado De Vries miraba hacia el borde del balcón. El Mentat sabía que nunca podría conspirar contra el barón, pues sería descubierto y ejecutado. El barón siempre podía obtener otro Mentat de los Bene Tleilax, tal vez incluso un nuevo ghola de Piter de Vries, creado a partir de sus células muertas. Su única esperanza residía en un accidente fortuito… o en la aceleración de los efectos de la enfermedad Bene Gesserit.

—Ahora nada podrá detenerme, Piter —dijo el barón, muy complacido—. Será mejor que el Imperio tenga cuidado con el barón Vladimir Harkonnen.

—Sí, lo supongo —dijo el Mentat.

41

Si te rindes, ya estás perdido. Si te rehúsas a ceder, pese a tus probabilidades en contra, al menos has triunfado en intentarlo.

Duque P
AULUS
A
TREIDES

Si quería rescatar a su hermana, Gurney Halleck tenía qué actuar solo.

Trazó sus planes con sumo cuidado durante dos meses, temeroso de hacer cualquier movimiento, sabiendo que Bheth sufría en cada momento, cada noche. Pero su proyecto estaba condenado al fracaso si no tomaba en cuenta todas las posibilidades. Obtuvo toscos planos de Giedi Prime y dibujó su ruta hacia el monte Ebony. Se le antojó muy lejos, más de lo que había viajado en toda su vida.

Estaba tenso, temeroso de que los aldeanos repararan en sus actividades, pero pasaban los días con la cabeza gacha. Hasta sus padres hablaban poco con él, sin darse cuenta de su estado de ánimo, como si su hijo hubiera desaparecido junto con su hija.

Por fin, más preparado que nunca, Gurney esperó al anochecer. Y entonces, simplemente, se fue.

Con un saco de tubérculos krall y verduras colgado de un hombro, y un cuchillo de recolectar al cinto, atravesó los campos. Se escondió de las carreteras y patrullas, dormía de día y viajaba a la luz de la luna. Dudaba de que le persiguieran. Los aldeanos de Dmitri supondrían que el muchacho problemático habría sido secuestrado en plena noche por torturadores Harkonnen. Con suerte, hasta tendrían miedo de denunciar su desaparición.

Varias noches Gurney consiguió subir a transportes de carga sin dotación humana que se arrastraban hacia el oeste, en la dirección correcta. Sus formas voluminosas levitaban sin parar durante toda la noche. Los transportes le trasladaron a cientos de kilómetros de distancia, le permitieron descansar, meditar y esperar hasta que encontrara el recinto militar.

Escuchaba durante horas el ruido de los motores suspensores que conducían productos o minerales a los centros de procesamiento. Añoraba su baliset, que se había visto obligado a abandonar en casa, porque era demasiado grande para acompañarle en su misión. Cuando tenía el instrumento, pese a todas sus desgracias, aún podía componer música. Echaba de menos aquellos tiempos. Ahora, sólo tarareaba para él.

Por fin, vio el cono del monte Ebony, los restos yermos y ennegrecidos de un volcán, cuyas paredes se habían roto en ángulos agudos. La roca era negra, como cubierta de alquitrán.

El recinto militar era un laberinto de edificios, todos cuadrados, sin el menor adorno. Parecía un hormiguero instalado sobre la montaña, lejos de los pozos de esclavos y las minas de obsidiana. Entre los pozos de esclavos cercados con vallas y el campamento militar, se extendía un batiburrillo de edificios, instalaciones de apoyo, posadas y un pequeño burdel destinado a la diversión de las tropas Harkonnen.

Hasta el momento, Gurney había pasado desapercibido. Los amos Harkonnen no podrían concebir que un bracero pisoteado, con escasa educación y menos recursos, pudiera osar espiar a las tropas con un objetivo personal en mente.

Pero tenía que entrar en el lugar donde Bheth estaba cautiva. Gurney se escondió y esperó, observó el recinto militar e intentó trazar un plan. Se le ocurrieron pocas alternativas.

De todos modos, no iba a permitir que eso le detuviera.

Un hombre de origen humilde y analfabeto no podía confiar en hacerse pasar por alguien que viviera en el recinto, de modo que Gurney no podía entrar en el burdel. Se decantó por un ataque osado. Cogió un tubo de metal robado en una pila de desperdicios y sujetó el cuchillo de recolectar en la otra. Sacrificaría el sigilo a cambio de la velocidad.

Se precipitó por una puerta lateral del burdel y corrió hacia el administrador, un anciano tullido sentado a una silla ante la mesa de recepción.

—¿Dónde está Bheth? —chilló el intruso, sorprendido de escuchar su voz después de tanto tiempo. Apoyó la punta del cuchillo bajo la barbilla del hombre—. Bheth Halleck, ¿dónde está?

Gurney vaciló un momento. ¿Y si en los burdeles Harkonnen las mujeres no tenían nombre? El viejo, tembloroso, vio la muerte en los ojos llameantes de Gurney, y en las cicatrices de su cara.

—Habitación veintiuna —graznó.

Gurney arrastró al administrador, con silla y todo, hasta un armario, donde le encerró. Después, corrió por el pasillo.

Varios clientes malcarados le miraron, algunos medio vestidos con uniformes Harkonnen. Oyó chillidos y golpes detrás de las puertas cerradas, pero no tenía tiempo de investigar las atrocidades. Su mente estaba concentrada en una única cosa:
habitación veintiuna. Bheth.

Su visión se redujo a un punto de luz, hasta que localizó la puerta. Su audacia le había ganado un poco de tiempo, pero no tardarían en llamar a los soldados Harkonnen. No sabía con qué rapidez podría sacar a Bheth y esconderse. Juntos, atravesarían corriendo el paisaje y desaparecerían en los terrenos yermos. Después, no sabía adónde irían.

No podía pensar. Sólo sabía que debía intentarlo.

El número estaba escrito sobre el dintel en galach imperial. Oyó ruido dentro. Gurney utilizó su brazo musculoso y arremetió contra la puerta. Se astilló en la jamba y cedió con un fuerte estruendo.

—¡Bheth!

Lanzó un rugido salvaje e irrumpió en la habitación apenas iluminada, con el cuchillo en una mano y la cachiporra de metal en la otra.

La joven lanzó un grito ahogado desde la cama. Gurney se volvió y vio que estaba atada con delgados cables metálicos. Habían frotado una grasa espesa sobre sus pechos y la parte inferior de su cuerpo, como pintura de guerra, y dos soldados Harkonnen desnudos interrumpieron sus actividades como serpientes sobresaltadas. Los dos hombres sujetaban herramientas de formas extrañas, una de las cuales lanzaba chispas.

Gurney no quiso imaginar lo que estaban haciendo, se había obligado a no pensar en las torturas sádicas que Bheth sufría a diario. Su rugido se convirtió en un grito estrangulado en su garganta cuando la vio, y se quedó paralizado a causa del estupor. La visión de la humillación de su hermana, el espectáculo trágico de lo que le había sucedido durante los cuatro años transcurridos, condenó al fracaso su intento de rescatarla.

Vaciló sólo un instante, boquiabierto. Bheth había cambiado mucho, tenía la cara demacrada y envejecida, el cuerpo delgado y amoratado… tan diferente de la muchacha de diecisiete años que había conocido. Durante la fracción de segundo que Gurney permaneció inmóvil, su ritmo enfurecido se detuvo.

Los soldados Harkonnen aprovecharon ese instante para saltar de la cama y caer sobre él.

Aun sin guanteletes, botas o armadura, los hombres le derribaron a fuerza de golpes. Sabían dónde debían golpear. Uno de los hombres apoyó un aparato que echaba chispas contra su garganta, y todo su costado izquierdo quedó entumecido. Se agitó de forma incontrolable.

Bheth sólo podía emitir sonidos sin palabras, mientras intentaba liberarse de los cables que la sujetaban a la cama. Gurney reparó en una cicatriz larga y delgada que dibujaba una línea blanca a lo largo de su garganta. No tenía laringe.

Gurney ya no pudo verla cuando su visión se tiñó de púrpura. Oyó pasos pesados y gritos que resonaban en las paredes. Refuerzos. No podía levantarse.

Comprendió que había fracasado. Le matarían, y probablemente asesinarían a Bheth.
Si no hubiera vacilado.
Aquel instante de titubeo le había derrotado.

Uno de los hombres le miró con un rictus de furia. Resbalaba saliva por una comisura de su boca, y sus ojos azules, que tal vez habían sido hermosos en otro tiempo, cuando era otra persona, le miraron con odio. El guardia arrebató el cuchillo de recolectar y el tubo metálico de las manos inertes de Gurney, y los sostuvo en alto. Sonriente, el soldado Harkonnen tiró el cuchillo a un lado pero conservó el tubo.

—Sabemos adónde hay que enviarte, muchacho —dijo.

Oyó el extraño susurro de Bheth una vez más, pero no pudo formar palabras. Entonces, el guardia descargó el tubo metálico sobre la cabeza de Gurney.

42

Los sueños son tan sencillos o complicados como el soñador.

L
IET
-K
YNES
,
Siguiendo los pasos de mi padre

Mientras hombres armados conducían a los dos jóvenes fremen hacia el escondite practicado en el interior de la falla glaciar, Liet-Kynes refrenó su lengua. Estudiaba detalles, intentaba comprender quiénes eran aquellos fugitivos. Sus raídos uniformes púrpura y cobre parecían imitar un estilo militar.

Los túneles habían sido excavados en paredes de polvo cimentado con permafrost y forrados con un polímero transparente. El aire era lo bastante frío para que Liet pudiera ver su aliento, un dramático recordatorio de la cantidad de humedad que perdían sus pulmones cada vez que respiraba.

—Bien, ¿sois contrabandistas? —preguntó Warrick. Al principio tenía la vista clavada en el suelo por la vergüenza de haber sido capturado con tanta facilidad, pero pronto se sintió intrigado y miró alrededor.

Dominic Vernius les miró mientras andaban.

—Contrabandistas… y más, muchachos. Nuestra misión va más allá del simple lucro y el egoísmo.

No parecía irritado. Bajo el bigote, brillantes dientes blancos relumbraron en una sonrisa sincera. Su rostro proyectaba franqueza, y su calva brillaba como madera pulida. Sus ojos destellaban con algo lejanamente emparentado con el buen humor, pero lo que habría podido ser una personalidad bondadosa albergaba ahora un vacío, como si le hubieran robado una gran parte de su ser y la hubieran sustituido por algo muy inferior.

—¿No les estás enseñando demasiado, Dom? —preguntó un hombre con la cara picada de viruela, y cuya ceja derecha había quedado reducida a una cicatriz—. Siempre hemos sido nosotros solos, que hemos demostrado nuestra lealtad con sangre, sin forasteros. ¿Verdad, Asuyo?

—No puedo decir que confío en los fremen menos que en ese Tuek, pero hacemos negocios con él, ¿eh? —dijo otro de los hombres, un veterano enjuto con una mata de cabello cano. Sobre su mono y uniforme usados había añadido con grandes dificultades viejas insignias de rango y algunas medallas—. Tuek vende agua, pero es bastante… untuoso.

El contrabandista calvo continuó internándose en el complejo sin detenerse.

—Johdam, estos chicos nos encontraron sin que yo les enseñara nada. Hemos sido descuidados. Alégrate de que sean fremen, en lugar de Sardaukar. Los fremen no aman al Emperador más que nosotros, ¿verdad, muchachos?

Liet y Warrick se miraron.

—El emperador Shaddam está muy lejos, y no sabe nada de Dune.

—Tampoco sabe nada de honor. —Una tempestad cruzó el rostro de Dominic, pero se calmó a base de cambiar de tema—. He oído que el planetólogo imperial se ha integrado en la comunidad nativa, que se ha convertido en un fremen y habla de transformar el planeta. ¿Es eso cierto? ¿Apoya Shaddam esas actividades?

—El emperador desconoce los planes ecológicos.

Liet ocultó su verdadera identidad, no dijo nada de su padre y se presentó con su otro apelativo.

—Me llamo Weichih.

—Bien, es estupendo tener sueños grandiosos, imposibles. —Dominic pareció ausente unos segundos—. Todos los tenemos.

Liet no estaba seguro de a qué se refería.

—¿Por qué os escondéis aquí? ¿Quiénes sois?

Los demás delegaron en Dominic.

—Hace quince años que estamos aquí, y esta es sólo una de nuestras bases. Tenemos una más importante en otro planeta, pero aún siento debilidad por nuestro primer escondite en Arrakis.

Warrick asintió.

—Habéis creado vuestro propio sietch.

Dominic se detuvo ante una entrada donde anchas ventanas de plaz se asomaban a un profundo abismo entre los altos riscos. En el fondo liso de la fisura, una flota de naves diferentes estaban aparcadas en estricto orden. Alrededor de un yate, pequeñas figuras se apresuraban a embarcar cajas antes de despegar.

—Tenemos algunas comodidades más que en un sietch, muchacho, y un aspecto más cosmopolita. —Examinó a los dos fremen—. Pero hemos de defender nuestros secretos. ¿Qué os dio la pista? ¿Por qué vinisteis aquí? ¿Cómo descubristeis nuestro camuflaje?

Cuando Warrick fue a hablar, Liet le interrumpió.

—¿Y qué recibiremos a cambio de deciros eso?

—Vuestras vidas, ¿eh? —gruñó Asuyo.

Liet negó con la cabeza.

—Podríais matarnos después de haberos explicado todas las equivocaciones que cometisteis. Sois forajidos, no fremen. ¿Por qué debería confiar en vuestra palabra?

—¿Forajidos? —Dominic lanzó una amarga carcajada—. Las leyes del Imperio han causado más daños que la traición de una sola persona… salvo tal vez la del propio Emperador. El viejo Elrood, y ahora Shaddam. —Sus ojos atormentados seguían como desenfocados—. Malditos Corrino… —Se alejó un paso de los ventanales—. No estaréis pensando en denunciarme a los Sardaukar, ¿verdad, muchachos? Estoy seguro de que hay una recompensa increíble por mi cabeza.

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